miércoles, 30 de octubre de 2019

EJERCICIO AL SEÑOR DE LAS TRES CAÍDAS







EJERCICIO PIADOSO PARA TODOS LOS VIERNES DEL AÑO
EN OBSEQUIO
DE NUESTRO ADORABLE REDENTOR
CONSIDERADO EN LOS MOMENTOS
EN QUE LLEVANDO LA CRUZ SOBRE SUS
HOMBROS, CAMINÓ AL CALVARIO.

Escrita con aprobación del Sr. Provisor de la Sagrada Mitra, por Dn. Marcial Pacheco Guzmán

A solicitud de su familia para fomentar el culto de la Imagen del Sr. "DE LAS TRES CAÍDAS"
que se venera en la Iglesia de la Tercera Orden de San Pedro de Cholula.
LEÓN 1869.


ACTO DE CONTRICCIÓN
Jesús mío, mío Salvador, mi Redentor y mi Dios, he aquí en tu presencia una criatura que ha desconocido los inmensos beneficios que a costa de tu pasión y de tu muerte, me has hecho, solamente para darme la vida eterna que había perdido por el pecado, mas no veas, mi querido Jesús mis iniquidades, recuerda si tu inmensa bondad, tu infinita misericordia y tu piedad sin límites, que soy hechura tuya y que por un exceso de esa misma bondad veniste al mundo para redimirnos con tu sangre. No veas Señor, la fealdad de mis faltas, recuerda si que tu misión en la tierra fue la de perdonar al pecador, y por eso fueron perdonados Dimas, la Magdalena y otros muchos que por su crecido número no me es dado referir. Pues bien, Dios mío, cansado, fatigado y abrumado del peso de mis faltas y pecados, me arrepiento de todo mi corazón de haber vivido familiarizado con el crimen, me pesa, Señor, en el alma de haberte ofendido, pues eres la fuente de donde dimana toda felicidad. Lleno de confianza en tu misericordia infinita, a ti vengo como el enfermo al médico, como necesitado al poderoso, y como sediento a esa misma fuente. No veas, Jesús mío, lo repito, la deformidad de mis culpas, no desprecies mis lamentos, compadécete de mí, mírame ya retirado de ese torbellino mundano que a su paso se lleva cuanto encuentra, que he dejado las locas pasiones, las alegrías frívolas, las ilusiones que ocupan de continuo el corazón del hombre; mis ojos no se fijan ya sino en esa cruz ensangrentada, que se alza sobre el Gólgota, y a cuyo derredor se agrupa el que como yo lleva allí sus lágrimas, sus deprecaciones y sus esperanzas: perdóname, Dios mío, por amor de tu Madre santísima, y óyeme compasivo, pues arrepentido y postrado ante tu divina presencia te lo suplico, para que pueda tener la dicha después de mis días de alabarte en la gloria. Amén.
Se reza un Credo y después la siguiente:



ORACIÓN
Dios mío, aquí me tienes postrado a tus sacrosantos pies con el corazón hecho pedazos de dolor, al contemplar aquella memorable noche, víspera de la redención de linaje humano en que llena de angustias el alma te separaste de tus discípulos después de la Cena para internarte al Monte de los Olivos a donde fuiste a tratar con tu Eterno Padre de negocio importante de mi salvación. Aquí, Jesús mío a las orillas de este bosque, regado con sangre y tus lágrimas, me arrodillo como tú Señor, con el rostro humillado en el polvo a recoger los santos pensamientos que descienden de esas cimas silenciosas, en donde ningún rumor se alza del cauce del torrente Cedrón, ninguna hoja tiembla en esos árboles a cuya sombra me trasporto a contemplar esa sublime escena, en que tu bebiste hasta las heces el cáliz de la agonía, antes de recibir la muerte de mano de los hombres. Sí, Dios mío dame mi parte de esa salvación que viniste a traer al mundo a tan alto precio: mira que postrado te lo suplico por aquel Océano de angustias que inundó tu corazón, cuando contemplaste con una sola mirada todas las miserias, todas las tinieblas, todas las vanidades, todas las iniquidades y toda la ingratitud del hombre; cuando quisiste lev anta por tí solo esta pesada carga de crímenes y de desgracias, bajo la cual la humanidad toda entera pasa encorvada y gimiendo en este estrecho valle de lágrimas; cuando comprendiste así mismo que no se le podía traer siquiera una verdad y un consuelo al hombre, sino a precio de tu vida; y cuando, en fin, se acercaba la muerte que tú por tú misericordia voluntariamente elegiste, diciendo a tu Eterno Padre: ¡Pase Señor este cáliz lejos de mí! ¡pero no se haga mi voluntad sino la tuya! Y yo hombre miserable, ignorante y débil, también exclamaré al pie del árbol de la flaqueza humana: Señor, haced que todos esos cálices de amargura, de las amarguras de mi vida se alejen de mí; pero no, Señor, no se haga mi voluntad sino la tuya. Yo beberé esa copa en expiación de mis delitos, no me rehúses tu paternal perdón; aliéntame para no caer, sino antes bien, pueda mantenerme en mi propósito de seguir tus huellas adorables, hasta llegar a alabarte en el cielo. Amén.
Se reza un Credo y Gloria Patri, y la siguiente:



ORACIÓN
Amabilísimo Dios mío, trasportado todavía con mi espíritu a la sombra de los encumbrados olivos, a donde te retiraste para entregarte a la oración en el silencio de la noche, te veo engolfado en celestiales pensamientos, y puliendo á nuestro Eterno Padre, que el cáliz demasiado amargo que todos nosotros llenamos con nuestros desórdenes, se aleje de tus divinos labios, si era su santísima voluntad. También creo oír tu voz que despierta a los discípulos, que habiéndote seguido á Getsemaní, se entregaron al sueño mientras tu orabas por nosotros. ¡Ah Señor! tan fácil es que se adormezca el celo de la candad humana si no cuenta con el auxilio divino. Mas, en fin, allí pasaste aquellas terribles horas de agonía con la lucha inefable, entre la justicia divina y vuestra grande misericordia: aquella representada por tu Eterno Padre, y esta, representada por tí. Allí, Señor, te contemplo, te considero sudando sangre, y todavía creo ver a través del negro manto de la noche, el tropel de gente armada de espadas, y que en medio de la algazara propia de un pueblo desenfrenado corre a aprehenderte como a un ladrón. Si, Dios mío, entre la multitud confusa del pueblo y soldados, que con grande estrépito te conducen, te contemplo y acompaño con el corazón henchido de dolor, hasta la casa del sumo sacerdote, de esta a la de Poncio Pilato presidente romano, y de aquí al tribunal sangriento de Herodes, siendo llevado de esta suerte con estrépito, violencia y ultrajes, tu que eres la bondad y la ternura por excelencia; el poderoso que no resistes a esos ultrajes porque espontáneamente los aceptas para salvarnos. Así mismo te veo fallecer de cansancio y de fatiga, cuando tus manos, Señor, pueden sostener en peso todo el firmamento, porque tú eres el fuerte entre los fuertes de Israel, el que santa y justamente enojado poco ha arrojaba del templo a los sacrílegos, y ahora manso como el corderillo, maniatado, temblando como la víctima que va a ser inmolada: el que era poco ha vigoroso como el cedro del Líbano, y ahora se estremece como el árbol seco que el leñador ha derribado. Así eres conducido del lugar en que orabas, en medio de las más horrendas injurias. Así conducen al inocente Abel ante aquellos inicuos tribunales, a merced de sus mismos hermanos conjurados contra él; así se burlaron del justo Noe por el arca que ha fabricado para salvarnos en ella: así sale Isaac llevando sobre sus delicados hombros la leña para ser sacrificado: así sale este querido Benjamín encaminándose a Egipto para dar libertad a sus hermanos: así sale como Josué llevando en su mano el escudo con que ha de conquistar la rebelde ciudad de Har: así sale como Moisés con la vara para abrir camino franco a sus hermanos en medio de las aguas del mar. Y cuando así sales, Señor, para cumplir tu sagrada misión en la tierra, humillado y en el más profundo abatimiento, te oigo también exclamar con palabras tiernas y sentidas. ¡Oh vosotros los que pasáis por el camino, atended y ved si hay dolor semejante a mi dolor! ¿Por qué pasáis, oh crueles, sin tenerme por digno de una mirada compasiva y amorosa? ¿Por qué no alargáis vuestra mano para levantarme, pues vuestros pecados me han puesto en este estado verdaderamente lamentable? Ea, deteneos un poco, mirad mi abatimiento, y ved si halláis otro hombre que haya padecido penas semejantes a las mías, más yo veo que proseguís vuestro camino sin dejarme por prenda última de vuestro amor ni una sola lágrima, cuando derramáis tantas por el mundo.
Credo, Gloria Patri y luego la siguiente:



ORACIÓN
Dios mío, sin perderte un momento de vista y trasportado con mi espíritu al sitio de tus crueles dolores y martirios, te acompaño en el camino del Calvario a donde te conducen mis pecados. En este momento, Señor, mi alma se conmueve, se espanta, se estremece y se abate al considerar el más grande de los crímenes, la más grande de las calamidades de Jerusalén; no es posible ahogar en la amargura de mi corazón los suspiros, ni retener mi llanto al contemplar la situación desoladora del que abandonado de sus amigos, traicionado de los suyos, es presa del dolor más inaudito: él tiende inútilmente sus manos y no encuentra quien se digne consolarlo. ¡Ah cómo llega violentamente hasta el fondo de las entrañas ese grito tierno y penetrante que despedaza el alma! Con acento suave y lastimero nos dice: ¡Oh vosotros los que pasáis por el camino, considerad y ved si hay un dolor que iguale al mío! Pero las profecías es fuerza que se cumplan, el pueblo judío ha de sacrificar en la cruz al hijo de Dios, al Cordero sin mancha, al modelo de la inocencia. La desobediencia de Adán y de Eva que arrastró consigo a todo el género humano, necesita de la sangre preciosa del hijo del Eterno para rehabilitarnos y para volvernos al goce de los derechos perdidos por la culpa de nuestros primeros padres. La traición del discípulo y la injusticia del magistrado te conducen, dulce Jesús mío, a la cumbre del Gólgota, llevando la cruz sobre tus hombros como llevaba Isaac la leña al lugar del sacrificio. En el Calvario te contemplo clavado en la cruz en medio de dos ladrones; hasta allí la Madre de Dios acompaña a su Hijo al sacrificio: toda la ternura, toda la poesía de la maternidad se pintan en el rostro de la Virgen María, en aquellos momentos en que sufrió con su divino Hijo el ludibrio y el menosprecio de un pueblo enloquecido y frenético. Tú y tu dulce Madre abandonados de todos a la hora de la tribulación y de la prueba, solo fijan sus divinos ojos en el cielo, porque allí está la fortaleza para los grandes sacrificios. Por eso desde que comenzaron los tormentos y los dolores de Jesús en el Huerto se dirigió a su Eterno Padre diciéndole: Si es posible, que pase de mí este cáliz; más hágase tu voluntad y no la mía. Sí, Dios mío, yo veo, yo considero y a mis solas contemplo las amarguras que te reservaste para demostrarnos la grandeza de tu entrañable amor; y por el dolor, el cansancio, las vigilias y las fatigas te veo pálido el rostro y cubierta la frente con el frio sudor de la muerte, tus ojos entre abiertos y apagados, anuncian que están próximos los últimos momentos de tu vida. Heló allí en una cruz... en ese afrentoso suplicio Aquel que bajará algún día del empíreo santo, en el sol como en un trono y rodeado de ángeles, y a cuya voz se estremecerá toda la tierra. Entonces tomará los astros en sus manos, los desmenuzar y arrojará al abismo. Pero ahora.... vedlo cuan manso y cuan humilde; un velo de lágrimas cubre aquellos ojos que contemplan atónitos los ángeles del cielo. Apenas respira ya Aquel cuyo aliento vivifica la naturaleza, cuyas palabras eran amor, consuelo y vida, sediento está en la cruz. Aquel cuyas manos esparcen el rocío sobre la tierra. Balbucientes están aquellos labios que proferían máximas de caridad, y de los que destilaban la sabiduría como la miel del cáliz de las flores. ¡Así sufre el hombre! pero está tranquilo el Dios que gobierna los vientos y los mares, que desquicia los montes y hunde las ciudades. Sí, el hombre muere, y cuando dirige la última mirada a sus despiadados perseguidores, el sol se cubre con una nube roja; la tierra se conmueve en sus cimientos; el velo del santuario se rompe, y el terror se apodera del pueblo deicida, que, hasta el momento de este cataclismo, comprende que el sacrificado a su saña implacable, es el que vino en el nombre del Señor á libertar a su pueblo. A su sentida muerte, y cuando todavía estaba pendiente del árbol santo de la cruz, lábaro precioso de nuestra redención, los muertos abandonaron sus tumbas, y entre ellos se distingue Adán y Eva, asombrados todavía de las consecuencias de su debilidad y de su pecado... Consumatum est El Hijo de Dios después de una larga y penosa agonía, ha entregado su espíritu a su Eterno Padre... El género humano ha quedado redimido a costa de esa sangre, de esa vida preciosa, y nos deja para recuerdo de su amarga pasión, el adorable madero en donde espiró; ese pabellón milagroso que se ha paseado triunfante en toda la tierra y que permanecerá firme en el Vaticano hasta la consumación de los tiempos, y desde donde el Redentor divino pide a Dios que perdone a aquellos por quienes se ha sacrificado en aquel suplicio. Esta es ya la única palabra que profieren sus labios; pero esta palabra de conmiseración es de inapreciable valor para nosotros. Esta palabra santa y tierna es en sí el perdón del culpable, la reconciliación del hombre con su Dios la purificación del linaje humano por quien la sangre del Salvador se ha derramado, el misterio de nuestra redención, y la cruenta consumación de este misterio sellado con la sangre del que, inclinando su cabeza expira clavado de pies y manos en la cruz, exclamando " LA REDENCIÓN SE HA CONSUMADO. 
Padre nuestro, Ave María y la siguiente:



ORACIÓN A MARÍA SANTÍSIMA
Madre mía, madre del infortunio y del dolor. ¿Qué abrasador torbellino ha marchitado así tus días? ¿Qué negra sombra cubre de dolor tu corazón? ¡Ah, yo soy el que lo ha llenado de amargura cuando por mis pecados he conducido al cadalso a tu amado Hijo! Sí, afligida Madre de mi Redentor, bella estrella del Orión; mis pecados solo han sido quien a ti también te han conducido hasta el pie de la cruz a presenciar el sacrificio augusto de mi Redentor. Allí entre las ensangrentadas armas de un pueblo acosado del furor, te contemplo pálida, inmóvil como una estatua de mármol asentada sobre los sepulcros; allí te contemplo con los ojos hinchados de llorar, caídos de languidez tus brazos, enlazadas y comprimidas tus manos en actitud del más acerbo dolor; allí te oigo gimiendo como gimen las tórtolas del bosque, porque el que está pendiente de la cruz en medio de dos ladrones, es el mismo que concebiste en tu vientre virginal, el Unigénito de Dios hecho hombre, porque de tí Virgen afligida, nació aquel varón de la tribu de David que fué prometido por los Profetas, aquel Redentor que esperaban los Patriarcas, aquel a quien deseaban ver los justos de la tierra, que vino a salvar al mundo, para que el mundo lo desconociera, y también para que sacrílego lo blasfemara y lo sacrificara sobre un madero. ¡Ah! solo está en el Calvario en medio del dolor y de las angustias de la muerte, solo y abandonado de los hombres, el que entraba poco ha por las calles de la impía Jerusalén, y que era saludado como á Rey por los que regaban a su paso palmas y laureles; solo está allí en el Gólgota sombrío, aquel cuyas huellas algún día irán a buscar los monarcas de la tierra para imprimir sus labios reverentes; solo está sin más testigos de su dolor y de su muerte que tú, querida madre mía. En tus dolorosas angustias, sola te veo sin quien te consuele en tu amargura, más que aquel afligido joven que está junto a la cruz, parecido á Jesús en las facciones de su rostro. ¡Ah! es el discípulo, el primo y amigo del Redentor, el que siempre y á donde quiera lo seguía, el que la noche de la última cena estuvo reclinado en el pecho de su Maestro, suspirando afectuoso. Y meditando absortos misterios inefables. También se ve a tu lado otra mujer que llora abrazada de la cruz y cayendo sobre su cabeza la sangre del Salvador. Sí es aquella beldad mundana que poco ha vagaba por las ciudades de la Judea inspirando amor con sus miradas, profiriendo dulces palabras, exhalando hacia todas partes perfumes fragrantísimos; es la que un día desgarró su velo de oro y lino, despedazó su túnica de púrpura, arrojó sus sandalias de escarlata, desató de sus seductoras trenzas los lazos de perlas, y fué á postrarse a los pies de tu Hijo santísimo, á ungirlos con bálsamo oloroso, á rociarlos con sus lágrimas, á enjugarlos con los blandos castaños rizos de su profusa cabellera. Allí la veo que no cesa como tú de llorar, y recuerdo que Jesús dulcemente le dice asegurándola de su perdón: Mujer, tus pecados han sido perdonados... Allí veo que depositas los restos venerables de tu Hijo querido, hermoso fruto de tus virginales entrañas, arrebatado de tus brazos por mis culpas y pecados para hacerlo morir en la cruz. Me pesa, Madre mía, de haber cometido este enorme delito, perdóname, y al colocar en el sepulcro esa mitad de tu corazón, pídele que remedie nuestras necesidades y nos conceda verlo y alabarlo en la gloria contigo. Amén.


SONETO
Consuma el hombre su mayor pecado,
Maldice al Santo que la injuria olvida
Se mofa de su ley y de su vida,
Y le da el nombre de impostor malvado.
Al Gólgota lo lleva despiadado,
Lo clava en una cruz envilecida,
Ofreciendo a la turba enfurecida
La sangre del Cordero inmaculado.
Jesús consuma con bondad divina
Su amor que al hombre lo libró de muerte,
Hacia la tierra su cabeza inclina
Y su alma exhala poderosa y fuerte,
Jesús espira con dolor profundo
Y Jesús vence redimiendo al mundo.

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