25.
EL NOMBRE DE LA INMACULADA
Cuando
Dios crió á Adán á su imagen y semejanza, le hizo el más bello y el más feliz
de los hombres, y le adornó con todas las luces de la ciencia que eran
convenientes a su condición. De ese saber se aprovechó Adán, para imponer su dominación
a los animales de la tierra, y tanto a estos como a las aves del aire, nombres
que representasen la naturaleza y las tendencias de cada uno de ellos, y de esa
ciencia, aunque debilitada ya por el pecado, hizo
uso
para llamará su muy amada compañera, con un nombre adoptado al fin para que había
sido criada. Pero aquel nombre que no conservaba de verdadero más que el ser
una imagen de una Virgen más bienaventurada, esperada desde entonces en el
progreso de los siglos, debía ceder su lugar a un nombre más bello, a un nombre
que, exento de todo recuerdo desconsolador, nos hiciese gustar las dulzuras de una
nueva inmaculada, destinada a hacer olvidar todas las amarguras de la primera.
Ese nombre suavísimo que debía ser el emblema de la paz sobre la tierra, ese
nombre establecido para formar las delicias de los ángeles y de los hombres, y
para ensalzar las glorias de la divina misericordia, fue el nombre inmaculado de
María. María fue el nombre bienaventurado con que el Adán de la regeneración llamó
a su nueva esposa: María, el nombre con que el sapientísimo entre los hijos del
hombre expresó la dulzura de su misión: María, el nombre glorioso que el Hijo
de un Dios quiso que saludase la tierra, como la aurora del sol de la gracia; y
María fue el nombre que estaba decretado en la eternidad que brillaría en la
historia del pueblo escogido y en la libertad de Egipto, que tantas veces seria
pronunciada por los mismos labios de un Dios, y que atravesando los siglos despertaría
en nosotros las más tiernas memorias que pueden presentarse en lo íntimo del corazón.
María fue el nombre de la inmaculada hija del Padre de los cielos, la única
rosa
sin espinas, la Virgen de las vírgenes coronada de estrellas, hermosa como la
luna, y resplandeciente como el sol. El nombre de María es el que, elevando
nuestro espíritu a los Secretos misterios de Dios, nos hace contemplar a la
esposa inmaculada del Espíritu Santo, la esperanza de las naciones, la llena de
gracia, la bendita entre todas las mujeres. El nombre de María es el que,
llenando nuestra alma de los más tiernos consuelos, nos conduce a la bienaventurada
Belén á verá la inmaculada Virgen Madre de un Dios, la gloria de Sion, la alegría
de Israel, la reina de la paz, de la piedad y de la redención. Este nombre es
el que con una secreta atracción de esperanza y de confianza nos inunda el corazón
de una celestial dulzura: ese es el nombre que pronunciamos con veneración y
amor: ese, el que imploramos en la adversidad y en los peligros; pues que mientras
nos recuerda el modelo de toda perfección formado por las manos de Dios, nos hace
también pensar en nuestra hermana piadosa, en la madre de los desgraciados, en
la consoladora de los afligidos, y en la fuente de ese divino amor que es el
único que puede ha cernos dichosos en la vida eterna.
CÁNTICO
¡Oh! María me Sonríe en el día de la tribulación: seré
consolado en el nombre de la inmaculada mía.
Me prestará su auxilio desde lo alto del cielo, y me
protegerá desde la Sion santa.
Y me dará lo que desea mi corazón, él habitar con ella
por los siglos de los siglos.
Mi espíritu se regocijará con la alegría de la
bienaventuranza, y habré triunfado en el nombre
bendito de María.
Busquen otros su placer en el fausto y en las riquezas
de la tierra: mi corazón se alimenta
con las delicias de la Reina de los cielos.
Cifren otros su gloria en el lisonjero esplendor de la
vanidad y del orgullo: mi gloria
es el inmaculado esplendor de la Madre de un
Dios.
Procuren otros hacer volar Su nombre en
alas de la fama; el nombre inmaculado de María es mi
fama, mi deseo, mi corona.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
que preservó inmaculada a María, por los siglos de los
siglos. Amén.
ORACION
¡Con
cuánta dulzura resuena vuestro nombre en mi corazón, oh inmaculada María! ¡Cuán
suave es a mi oído cuando le repiten las voces de vuestros hijos! ¡Con cuánto
placer se fija en mis labios cuando le pronuncio en mis oraciones, y cuán
consolador penetra en mi alma en los días de aflicción y de miseria! Vuestro nombre,
¡oh María! es el que forma la paz de mi espíritu, la esperanza de mi alma, el
refugio dulcísimo de las tribulaciones de mi vida.
Cuantas
veces le invoco otras tantas siento enternecerse mi corazón de una manera tan
fuerte que no puedo resistir, por más grande que sea la dureza de mi pecho; y a
pesar mío, asoma a mis ojos una lágrima... una lágrima, ¡oh María! mezclada de
dolor y de júbilo, de confusión y de esperanza: lágrima de dolor, al observar
por una parte las muchas iniquidades de que me hallo cubierto, y lágrima de
gozo al considerar por otra la excesiva bondad con que no cesáis de llamarme a
vuestro seno: lágrima de confusión al contemplar la manera dulce y suave con
que vencéis mi indigno corazón, y lágrima de esperanza al pensar en vuestro maternal
amor, tan pronto siempre a bendecirme con la gracia del cielo. Haced, ¡oh
inmaculada mía! que sean eficaces mis sollozos para purgarme de la culpa: que
de aquí adelante sean siempre puros mis suspiros, rectos mis deseos, y
santificadas todas mis obras, para que, con vuestro nombre en los labios, con
vuestro nombre en el corazón, pueda algún día exhalar mi último aliento entre
los convidados de la patria celestial. Concluidas las lágrimas y los dolores, gozaré
finalmente en vuestro inmaculado abrazo, la gloria de ese Dios piadoso, que en
la más
tierna
efusión de su amor ha querido consolarme en vuestro suavísimo nombre ¡oh dulce,
oh amable, oh inmaculada Virgen María.
Tres
Ave Marías.
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