24.
LA LLENA DE GRACIA
Dos
ángeles comparecen en la historia de la humanidad, para hablar con dos vírgenes
inmaculadas: el ángel de las tinieblas y el ángel de la luz. Aquél se presentó
para proponer una falsa grandeza en oposición a la ley eterna de Dios, éste fue
a anunciar una verdadera grandeza conforme a la más perfecta conjunción con la
naturaleza misma del Altísimo. Eva, la primera de las dos vírgenes inmaculadas,
creyó al ángel de las tinieblas, y al momento llegó a ser la más abyecta de las
cosas criadas. María, la segunda de las vírgenes inmaculadas, creyó al ángel de
la luz, y llegó a ser la bendita entre todas las criaturas, desde el origen del
mundo hasta la consumación de los siglos. Así
que,
si la infausta caída de la primera nos incita a sentimientos de confusión y de
dolor, la gloria de la segunda nos hace olvidar toda humana desgracia y hace
gozar a nuestro ánimo las más celestiales dulzuras. Eva, establecida por obra
de un benigno Criador, en una condición privilegiada, cuya inocente felicidad
no podía ser turbada por ningún trabajo, ninguna pena, ni ningún dolor, se
hallaba en estado de no poder incurrir en esas pequeñas infidelidades, que, si
bien no destruyen la unión con Dios, merecen no obstante algún castigo. Pero
desgraciadamente podía romper la integridad de su condición, y el anillo que la
naturaleza y la gracia la habían dado para tenerla unida a su eterno principio:
el anillo inmaculado, por el cual era un objeto de complacencia y de amor para
Dios y para los ángeles. Eva, escuchando al ángel de las tinieblas, tuvo también
la plenitud de la culpa. María por un privilegio inefable, permaneció inmaculada
desde su concepción para poder ser digna madre del Redentor de la culpa. Inclinada
a toda clase de virtudes desde su natividad, que fue como la aurora de nuestra regeneración,
podía afortunadamente conceder su consentimiento para una dignidad que era inaudita
en los siglos de la tierra. Esa dignidad, si bien de gloria a la para que, de
dolor, podía conferirla tanta abundancia de dones superiores, cuanta fuese
necesaria a la criatura más próxima al autor de toda santidad, cuanta pudiera caber
en la madre de aquel que está lleno de toda gracia; y, en fin, de cuánto podría
ser indispensable a aquella Madre amabilísima que, al parir el sol de justicia,
difundió los rayos de su gracia, para disipar las tinieblas del pecado. Y María,
escuchando al ángel de la luz,
tuvo
también la plenitud de la gracia; Eva, esposa de Adán, fue el medio por el cual
el Padre de los vivientes adquirió y difundió la culpa en toda su progenie.
María, esposa y madre de Jesucristo, es el medio por el cual ese Padre de los
vivificados en el Espíritu pudo adquirir nuestra semejanza y merecernos esa
gracia que nos lavó de la culpa; y es también el medio por el cual ese Hijo
amado, por el amor que profesa a su Madre inmaculada, se complace en difundir
la misma gracia, para gloria del cielo y consuelo de toda la tierra. Y así como
Eva sumió por primera vez a la naturaleza humana
en
lo profundo de las miserias; María, esa Virgen inmaculada que Dios quiso
conceder para que restaurase los daños causados por la primera, elevó al género
humano al último grado de la perfección a que era posible ensalzará una simple
criatura.
CANTICO
Bendecid a María, obras todas del Señor; alabad y
glorificad a la inmaculada Madre de Dios.
¡Bendecid a María, oh ángeles del Señor! alabad y
glorificad a la Hija predilecta de Dios.
Bendecid a María, santos del Señor: alabad y
glorificad a la Esposa elegida de Dios.
Bendecid a María en la Concepción inmaculada:
bendecidla en su inmaculado natalicio.
Bendecid a María en su inmaculada juventud: bendecidla
en su inmaculada ancianidad.
Bendecid a María en la salutación del ángel: bendecidla
en el abrazo del Salvador Jesús.
Bendecid a María al pie de la cruz: bendecidla en la resurrección
del Hijo.
Bendigamos a María en el gozo: bendigamos a María en
el dolor: alabémosla en su vida sobre la tierra: ensalcémosla en la eterna
gloria
del cielo.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
que preservó inmaculada a María por los siglos de los
siglos. Amén.
ORACION
Paz,
alma mía descienda a mi corazón el dulce pensamiento de la suspirada de los
siglos, que, alejándome del estrépito de este mundo, me eleve a hablar con la
que es toda bella, con la hermosura del paraíso. Ah hablad a mi corazón, ¡oh
inmaculada María! aunque rodeado de las pompas y vanidades de la tierra, prendada
mi alma de vuestros celestiales atractivos, sólo se halla delante de vos. ¡Ah!
hablad a mi corazón, oh Madre amable! habladle las palabras de la eterna vida,
y con vuestros labios inmaculados difundid en él esa gracia de que fuisteis
colmada. No pase un momento sin que me dulcifiquen el corazón vuestros amables acentos,
ni una circunstancia sin que me indiquéis el bien que puedo sacar de ella, y
los peligros de que debo huir. Vuestros coloquios, oh María, impondrán silencio
a las pasiones, y producirán esa paz inefable que engrandece al alma delante de
mí Dios; en ellos volveré a encontrar el manantial de esas lágrimas, que purificarán
mi espíritu para hacerle más semejante á vos, y en ellos me habituaré
fácilmente a los coloquios de ese Eterno Señor, cuya conversación forma el gozo
de los bienaventurados en la bienaventuranza del paraíso.
Tres
Ave Marías.
No hay comentarios:
Publicar un comentario