23.
LOS DOS DOMINIOS
Así
como hay dos órdenes de cosas, una terrestre y otra celeste, hay también dos
especies de dominio, el de la naturaleza y el de la gracia. Adán, criado en la
rectitud de una santa inocencia, recibió el mismo día en que apareció sobre lo
tierra el cetro que le daba el dominio de la naturaleza: dominio que establecía
su universal paternidad sobre el mundo de los hombres, y que le suministraba
sobre los seres materiales una fuerza maravillosamente superior á la del hombre
degenerado; dominio, en fin, que por la íntima sociedad establecida en un
inmaculado consorcio, le comunicaba en algún modo a su dulce compañera. Este
órden admirable de cosas, que habría dado al mundo de la naturaleza un aspecto
totalmente diverso del que hoy día presenta a nuestros ojos, fue echado a
perder por la soberbia de Adán: el poder humano quedó herido de muerte, la
tierra produjo abrojos y espinas, y el hombre, criado para dominar, encontró
escrito en todas las páginas de la naturaleza: «Has caído en el dominio del
polvo». Pero Dios no dejó perecer también las obras de sus manos. Si un hombre
por derecho propio pudo trastornar el órden de la inocencia, dejar caer de su
cabeza la corona real y perder el dominio en que sólo su rectitud debía
asegurarle, no podía de ningún modo impedir que la sabiduría del Eterno, con un
rasgo de amor, que sólo puede encontrarse en un Dios, se valiese de nuestra
misma debilidad para elevar sobre un nuevo Adán el trono de un segundo dominio
infinitamente mucho más excelso que el primero, el dominio de la gracia. Pero
todo ese misterioso procedimiento, en que se hallan mezcladas las humillaciones
y las grandezas, los envilecimientos y las glorias, todo ese prodigio del amor
y de la sabiduría, no fue comenzado sino con él con sentimiento de María, y no
se consumó sino en su inmaculado seno. Sólo a criaturas inmaculadas había sido
concedido desde el principio el dominio de la naturaleza, y sólo una Virgen inmaculada
debía producir el dominio de la
gracia.
Si un Dios se encarnó para conceder al hombre una plena participación de su
divina naturaleza, para elevarle a la dignidad de Dios, fue en el seno purísimo
de María. Si un Dios se conformó a tomar la debilidad del hombre para que este
consiguiese el poder de Dios, fue en el seno sin mancha de María. Si un Dios se
sujetó al dominio de la naturaleza para que un hombre adquiriese el dominio de la
gracia, fue en el seno inviolado de María. Y María, en la perene belleza de una
inmaculada inocencia, participó del dominio de la gracia. Ese Hijo divino, que
en su vida sobre la tierra no manifestó su poder sobrenatural sino por las
instancias de María, nos quiso recordar que el imperio de un hijo respetuoso se
halla sometido a la madre. Ese don precioso de la divinidad, el don de la
gracia, se encontraba en la más tierna de las vírgenes: el precio de la redención
fue colocado en el seno de María, como lo había sido su autor. María, verdadera
madre de la gracia, se halla todavía destinada á abrirnos las puertas de la
gloria en los cielos.
CANTICO
¡Siempre os amaré, oh inmaculada María! Vos sois mi
fortaleza, mi refugio, mi esperanza. Me rodean unos dolores de muerte: el peso
de mis iniquidades me abruma, y me estrechan
los peligros del infierno.
En las tribulaciones me dirijo a vos: á vos, ¡Virgen
inmaculada! Oíd mis lamentos.
A vos he expuesto cuál ha sido mi vida, y vos
pusisteis mis lágrimas delante de vuestro
Corazón
Cambiasteis en gozo mis suspiros, rompisteis mis
cadenas y me inundasteis de vuestra alegría.
Coloca, corazón mío, tu reposo en la Virgen bendita;
ella te sustraerá de la muerte del
espíritu.
Enjugará las lágrimas de tus ojos, quitará las cadenas
de tus pies, y te hará siempre
acepto al Señor en la región de los vivientes. Gloria
al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
que preservó inmaculada a María por los siglos de los
siglos. Amén.
ORACION
Las
delicias de la tierra, oh María! no pueden saciar los deseos de mi espíritu: no
son las grandezas de un mundo transitorio las que pueden formar mi felicidad;
quiero reinar, ¡oh María! pero el reino que yo deseo es el más apetecible de
todos los reinos de la tierra, un reino que no puedo tener sin vos, que me debe
colocar a vuestro lado y hacerme bienaventurado juntamente con vos. Pero antes
me es necesario otro reino, oh Virgen inmaculada para poder después ver
cumplidos todos mis votos: el reino sobre este corazón siempre rebelde a la
virtud, el reino sobre las pasiones desordenadas, que me arrastran muy lejos de
la patria bienaventurada. Sujetad vos una vez este corazón tan mudable, oh
María! y haced que domine la gracia en donde hasta ahora han ejercido su
imperio las pasiones, para que pueda llegar algún día a vuestro reino y a
vuestro divino Hijo con el vestido de la paz, del amor y de la misericordia, y
pueda oír resonar en mi alma aquellas dulces palabras: «Ven, oh hija bendita de
mi inmaculada Madre, ven a poseer el reino que desde el origen del mundo se
halla preparado para los hijos de María.
Tres
Ave Marías.
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