domingo, 22 de diciembre de 2019

MES DE LA INMACULADA - DIA VEINTIDÓS




22.
LA MADRE DE LOS VIVIENTES
Si Dios nos hubiese criado a todos a un mismo tiempo, como hizo con los ángeles, no hubiera habido padre, ni madre, ni ninguna de esas dulces afecciones que producen tan amables nombres, y la naturaleza humana habría quedado privada de una de sus más inocentes delicias. Pueden nuestros ojos recrearse con las variadas bellezas de la luz, y nuestros oídos con las más suaves dulzuras de la armonía, pero ningún goce de la tierra iguala al que proviene de un amor puro y sin mancha; y ese tierno sentimiento que por primera vez recibimos entre los brazos de una madre, que nos acompaña en todas las edades de la vida, y que puede formar nuestro gozo hasta en los días de la desgracia, no nos inunda de un dulce y puro contento sino cuando es el amor de una madre y un hijo. Y por eso el Señor dio a Adán una esposa que después fuese la madre de los vivientes: una esposa enriquecida con todos los dones de la naturaleza y de la gracia, para que engendrándonos doblemente entre las delicias terrenales y las celestes, nos hiciese a un tiempo mismo hijos de Eva e hijos de Dios. Pero aquella esposa pecó antes de ser madre, y si las humanas generaciones tuvieron una procreadora en el órden de la naturaleza, sin el inefable procedimiento seguido en la obra de la redención hubieran permanecido privadas de ella en el órden del espíritu. No, la gracia no debía quedar inferior a la naturaleza, y Dios, al darnos un padre en Jesucristo para que nos regenerase a la vida con su pasión, dispuso también que la Virgen santísima experimentase en su corazón todos los dolores de ella, para que participando de esa regeneración pudiese recibir el nombre suavísimo de nuestra Madre. De ese modo, aquel gozo, que es el que naturalmente penetra más nuestros corazones, viene también a hacernos felices entre las caricias de la gracia; de ese modo, aquel amor, que estaba débil y enfermizo en el abismo de las cosas terrenas, fue elevado a nueva inocencia entre los brazos de una Madre divina; y nosotros, aunque caídos y pecadores, llegamos a ser hijos de María. Una Virgen inmaculada era la que Dios preparaba para que fuese nuestra madre en el paraíso terrenal; y una Virgen inmaculada es la que nos presenta para nuestra regeneración en el paraíso del cielo. La primera debía ser una madre dotada de toda aquella amabilidad, que un Dios había podido prodigará la mujer llamada a una generación de hijos inocentes; la segunda es una madre colmada de todas esas amables perfecciones que un Dios supo derramar sobre la Virgen destinada a formar sus mismas delicias. En la primera se nos daba una madre que podía ser común con las demás criaturas, la segunda es una madre común con Dios; por una madre terrena somos todos hermanos en la humana progenie: por una madre celeste somos hermanos de Dios.


CÁNTICO
A vos he alzado los ojos, oh Virgen inmaculada; á vos, que desde la mansión de los cielos miráis compasiva a la tierra.
Así como los ojos de los siervos están siempre fijos en las manos de su señor, del mismo
modo mis ojos se fijan en vos, oh María!
Vuestras manos destilan a manera de rocío
la mirra y los aromas más exquisitos; la mirra
y los aromas del paraíso.
La imposición de vuestras manos es suave como el corazón de una madre; y vos Sois mi
madre, oh inmaculada María.
¡Ay! ¿por qué no imponéis vuestras manos purísimas sobre mi cabeza, por qué no me ben
decís con maternal amor?
Cesarán los sollozos de mi Corazón, Cesarán
las asechanzas de mi enemigo, y habrá paz en
mi espíritu, y vuestras dulzuras me inundarán eternamente.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
que preservó inmaculada a María por los siglos
de los siglos. Amén.


ORACION
¡En dónde encontraré sobre la faz de la tierra imágenes bastante tiernas para ensalzar vuestra dulzura, oh María! Vos, madre de la eterna Sabiduría, vos, madre de santa esperanza, vos, madre del amor inmaculado, sois también mi madre, oh Virgen bendita! A vos, pues, consagraré mis afectos, á vos dedicaré mi corazón, á vos me entregaré yo mismo enteramente, para que de aquí en adelante guardéis con vuestro maternal amor todos los días de mi vida. Recordad, madre mía, recordad los amabilísimos cuidados que prodigasteis en la vida terrena a vuestro niño Jesús; yo soy como un niño en la vida de la gracia: mis pies vacilan, balbucean mis labios y Son inseguros y débiles todos mis sentidos en este nuevo vivir. ¡Ay! ¿quién dará fuerza a mis pies para seguir por el camino de la perfección sino vos, la más perfectísima de las madres? ¿quién instruirá a mis sentidos en la obra de la eterna salvación, sino vos, oh Madre inmaculada de los vivificados en el Espíritu? ¿quién enseñará a mi lengua a pronunciar las palabras de la vida,
sino vos, oh Virgen, madre de mi Salvador? ¡Ah! instruid mis labios, oh dulcísima María, a proferir de continuo el nombre de mi Dios, que me crió de la nada; el nombre de mi Jesús, que me rescató de la muerte; el nombre del Espíritu Paráclito que me iluminó con la fe, me inspiró la esperanza y me avivó la caridad. Y cuando mi corazón se halle bastante educado para poder ser admitido en la región del cielo, acogedme entonces en vuestros brazos, oh María misericordiosa! sacadme de esta tierra de peligros y de asechanzas, y colocadme a vuestro lado en esa bienaventurada patria, que el divino Salvador ha reservado a vuestros hijos, por los siglos de los siglos. Amén.
Tres Ave Marías.




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