22.
LA MADRE DE LOS VIVIENTES
Si
Dios nos hubiese criado a todos a un mismo tiempo, como hizo con los ángeles,
no hubiera habido padre, ni madre, ni ninguna de esas dulces afecciones que
producen tan amables nombres, y la naturaleza humana habría quedado privada de
una de sus más inocentes delicias. Pueden nuestros ojos recrearse con las variadas
bellezas de la luz, y nuestros oídos con las más suaves dulzuras de la armonía,
pero ningún goce de la tierra iguala al que proviene de un amor puro y sin
mancha; y ese tierno sentimiento que por primera vez recibimos entre los brazos
de una madre, que nos acompaña en todas las edades de la vida, y que puede
formar nuestro gozo hasta en los días de la desgracia, no nos inunda de un dulce
y puro contento sino cuando es el amor de una madre y un hijo. Y por eso el
Señor dio a Adán una esposa que después fuese la madre de los vivientes: una
esposa enriquecida con todos los dones de la naturaleza y de la gracia, para
que engendrándonos doblemente entre las delicias terrenales y las celestes, nos
hiciese a un tiempo mismo hijos de Eva e hijos de Dios. Pero aquella esposa
pecó antes de ser madre, y si las humanas generaciones tuvieron una procreadora
en el órden de la naturaleza, sin el inefable procedimiento seguido en la obra
de la redención hubieran permanecido privadas de ella en el órden del espíritu.
No, la gracia no debía quedar inferior a la naturaleza, y Dios, al darnos un padre
en Jesucristo para que nos regenerase a la vida con su pasión, dispuso también
que la Virgen santísima experimentase en su corazón todos los dolores de ella,
para que participando de esa regeneración pudiese recibir el nombre suavísimo
de nuestra Madre. De ese modo, aquel gozo, que es el que naturalmente penetra
más nuestros corazones, viene también a hacernos felices entre las caricias de
la gracia; de ese modo, aquel amor, que estaba débil y enfermizo en el abismo
de las cosas terrenas, fue elevado a nueva inocencia entre los brazos de una Madre
divina; y nosotros, aunque caídos y pecadores, llegamos a ser hijos de María. Una
Virgen inmaculada era la que Dios preparaba para que fuese nuestra madre en el
paraíso terrenal; y una Virgen inmaculada es la que nos presenta para nuestra regeneración
en el paraíso del cielo. La primera debía ser una madre dotada de toda aquella
amabilidad, que un Dios había podido prodigará la mujer llamada a una generación
de hijos inocentes; la segunda es una madre colmada de todas esas amables perfecciones
que un Dios supo derramar sobre la Virgen destinada a formar sus mismas delicias.
En la primera se nos daba una madre que podía ser común con las demás
criaturas, la segunda es una madre común con Dios; por una madre terrena somos
todos hermanos en la humana progenie: por una madre celeste somos hermanos de
Dios.
CÁNTICO
A vos he alzado los ojos, oh Virgen inmaculada; á vos,
que desde la mansión de los cielos miráis compasiva a la tierra.
Así como los ojos de los siervos están siempre fijos en
las manos de su señor, del mismo
modo mis ojos se fijan en vos, oh María!
Vuestras manos destilan a manera de rocío
la mirra y los aromas más exquisitos; la mirra
y los aromas del paraíso.
La imposición de vuestras manos es suave como el corazón
de una madre; y vos Sois mi
madre, oh inmaculada María.
¡Ay! ¿por qué no imponéis vuestras manos purísimas
sobre mi cabeza, por qué no me ben
decís con maternal amor?
Cesarán los sollozos de mi Corazón, Cesarán
las asechanzas de mi enemigo, y habrá paz en
mi espíritu, y vuestras dulzuras me inundarán
eternamente.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
que preservó inmaculada a María por los siglos
de los siglos. Amén.
ORACION
¡En
dónde encontraré sobre la faz de la tierra imágenes bastante tiernas para
ensalzar vuestra dulzura, oh María! Vos, madre de la eterna Sabiduría, vos,
madre de santa esperanza, vos, madre del amor inmaculado, sois también mi
madre, oh Virgen bendita! A vos, pues, consagraré mis afectos, á vos dedicaré mi
corazón, á vos me entregaré yo mismo enteramente, para que de aquí en adelante guardéis
con vuestro maternal amor todos los días de mi vida. Recordad, madre mía,
recordad los amabilísimos cuidados que prodigasteis en la vida terrena a vuestro
niño Jesús; yo soy como un niño en la vida de la gracia: mis pies vacilan,
balbucean mis labios y Son inseguros y débiles todos mis sentidos en este nuevo
vivir. ¡Ay! ¿quién dará fuerza a mis pies para seguir por el camino de la perfección
sino vos, la más perfectísima de las madres? ¿quién instruirá a mis sentidos en
la obra de la eterna salvación, sino vos, oh Madre inmaculada de los vivificados
en el Espíritu? ¿quién enseñará a mi lengua a pronunciar las palabras de la
vida,
sino
vos, oh Virgen, madre de mi Salvador? ¡Ah! instruid mis labios, oh dulcísima
María, a proferir de continuo el nombre de mi Dios, que me crió de la nada; el
nombre de mi Jesús, que me rescató de la muerte; el nombre del Espíritu Paráclito
que me iluminó con la fe, me inspiró la esperanza y me avivó la caridad. Y
cuando mi corazón se halle bastante educado para poder ser admitido en la región
del cielo, acogedme entonces en vuestros brazos, oh María misericordiosa!
sacadme de esta tierra de peligros y de asechanzas, y colocadme a vuestro lado
en esa bienaventurada patria, que el divino Salvador ha reservado a vuestros
hijos, por los siglos de los siglos. Amén.
Tres
Ave Marías.
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