LA SOLEDAD DE MARÍA SANTÍSIMA
PIADOSO EJERCICIO PARA ACOMPAÑAR A LA
SANTÍSIMA VIRGEN EN SU SOLEDAD DURANTE LA NOCHE DEL VIERNES SANTO
PRÁCTICA DE ESTE EJERCICIO
Reunidas
las personas que hayan de practicarle, se dará principio haciendo el Vía Crucis,
y terminado, arrodillados ante una Imagen de la Santísima Virgen, se dirá la
siguiente:
ORACIÓN
Eterno
y poderoso Dios, qué cuando exigía vuestra justicia trataseis al hombre como a
los Ángeles rebeldes, no oyendo sino vuestra misericordia, quisisteis mejor qué
vuestro unigénito Hijo, tomando sobre sí los crímenes de la humanidad, se os
presentara como digna víctima, y expiándolos con la efusión de su inocente
sangre, se uniera de nuevo el misterioso vínculo que liga las criaturas con su
Criador. Y a este fin escogisteis a la Santísima Virgen
María,
para que el Verbo Eterno, tomando carne en sus entrañas purísimas, la asociase a
la gran obra de nuestra redención, haciéndola participante de los tormentos,
amarguras y dolores de su pasión. Yo, el más vil de todos los pecadores, me atrevo,
sin embargo, a comparecer ante vuestra soberana presencia, confiado en la
poderosa mediación de esta soberana Abogada de los mortales y en los méritos
infinitos de la sangre preciosa de vuestro Santísimo Hijo, mi Señor Jesucristo,
vertida por mí en el presente día. En esta confianza, ¡oh Dios mío! aunque con
mis pecados he renovado con frecuencia los sufrimientos de Jesús y los dolores
de María, voy a permitirme recordar los unos y los otros, en esta noche que,
movido de tu divina gracia, vengo a implorar misericordia y perdón. Esta es la
hora en que ya descansando en el sepulcro vuestro divino Hijo, muerto en la
Cruz por nuestro amor, su santa Madre se encontraba sola desprovista de todo humano
consuelo y meditando en su aflicción las muchas almas para quienes serían
ineficaces
los padecimientos del Señor. Yo no quiero contarme en su número, y para ello,
detestando mis innumerables y gravísimos pecados, vengo a acompañar a María en
su soledad, seguro de que con ello conseguiré
las
gracias que necesito para conseguir mi eterna salvación. Aceptad, Dios mío,
este piadoso ejercicio el honra y gloria vuestra, de la Pasión y muerte de
Jesucristo y de los dolores y angustias de su Santísima Madre, y por su
intercesión concededme que, aborreciendo mis culpas pasadas, pueda en lo
sucesivo abstenerme de cometerlas. También os pido, y al propio intento lo
ofrezco, porque os dignéis, Señor, socorrer todas las necesidades de todos mis prójimos
amigos y enemigos, y muy particularmente de los que se dedican en esta noche a
la piadosa práctica de acompañar a la afligidísima María en su soledad, que a todos
alcances el mérito de sus dolores y los de la pasión y muerte de su divino Hijo.
Así mismo ruego por nuestra Santa Madre la Iglesia, por el Sumo Pontífice y
Prelados de ella, por la conversión de los infieles, herejes y pecadores, y por
las benditas almas del Purgatorio. Mirad muy particularmente; haced que todos
cuantos imploramos vuestras piedades, acogiéndonos al tutelar amparo de esta Señora,
os sirvamos en paz y caridad durante la vida, para conseguir después la gloria,
donde cantemos vuestras alabanzas por los siglos de los siglos. Amén.
ORACIÓN A MARÍA SANTÍSIMA
Virgen
Santísima dolorida y angustiada, míranos a tus pies implorando tus soberanas
piedades. Nosotros somos los que hemos crucificado tu Hijo divino: nosotros la
causa de la amargura que en tu corazón rebosa; pero con todo, esperamos no nos
arrojes de tu lado como merecemos. Bien habéis oído que tu moribundo Hijo te ha
constituido Madre de todo el género humano en la persona del apóstol
predilecto: en esta confianza nos acercamos a ti. Las madres aman más aquellos
hijos que son más ingratos, cubren sus faltas con el manto de su ternura y
ruegan por ellos a sus padres para que no les castiguen como merecen. Eso es lo
que esperamos de ti ¡oh dulcísima María! Los cielos con sus negros crespones
que encubren los astros, la tierra con sus horribles sacudimientos, demuestran
la magnitud de nuestros crímenes. Á ti acudimos como a nuestro refugio y
esperanza. Ruega por nosotros, a fin de que la sangre preciosa que Jesucristo
ha derramado, caiga toda sobre nuestras almas como saludable rocío para que,
limpias de esta suerte de todas sus manchas, puedan comparecer sin temor ante
el Padre celestial, en el día terrible en que nos pida cuenta de nuestros
actos. Nosotros, en cambio, protestamos, angustiadísima Madre nuestra, de que
queremos vivir en lo sucesivo como verdaderos hijos tuyos; y para conseguir las
gracias que para
ello
necesitamos, detestando las pasadas culpas y con propósito de no renovar más
las llagas de Jesús y tus acerbos dolores, venimos a acompañarte esta noche en
tu triste soledad. Dígnate aceptar nuestro obsequio y sea ello prenda de
nuestra salvación eterna. Amén.
MEDITACION I
Jesús muere pendiente de la Cruz
Trasladémonos
en alas de nuestra imaginación al Calvario y procuremos reproducir en nuestra
memoria la sangrienta escena que hoy tuvo lugar en él y que conmemora nuestra
Santa Madre la Iglesia. Sufre la cumbre de la montaña, lugar destinado para la
ejecución de los criminales, levántanse tres cruces y míranse tres hombres
pendientes de ellas. Soldados romanos custodian los reos mirando el suplicio con
la indiferencia propia de guerreros
acostumbrados
a los sangrientos espectáculos del campo de batalla, juegan tranquilamente a
los dados. Una multitud del pueblo invade la cima del monte, en el espacio que
dejan libres los centinelas, ocupando la restante los senderos que a ella
conduce. ¡Y cosa extraña! No se observa entre los judíos
allí
presentes el sentimiento de piedad que experimentan todos cuantos por necesidad
o curiosidad presencian una sentencia de muerte. Lejos de eso, los semblantes
revelan satisfacción parece que se gozan en la agonía del que ocupa la Cruz del
centro. Sí, de él se ocupa la pública atención, y en tales términos, que casi
pasan desapercibidos los otros dos hombres que expían sus delitos en las otras
dos cruces. ¿Quién es ese hombre que así atrae tan poderosamente las miradas de
todos? Los otros dos crucificados son ladrones; pertenecientes a una cuadrilla que
por largo tiempo vagó por las cercanías de Jerusalén; sus robos fueron
innumerables, sus atrocidades inauditas: cuando ahora pasan desapercibidos para
los judíos, es sin duda porque el condenado del centro reúne mayores delitos,
más cúmulo de maldades...
¡Ah!
No. Ese hombre que atrae sobre sí todas las miradas, para quien no hay una sola
palabra de compasión, es Jesús de Nazareth, quien ha dado vista a los ciegos, pies
a los cojos, movimiento a los paralíticos, vida a los muertos. El que con solo
cinco panes de cebada y dos peces dio de comer a más de cinco mil personas; el
que en una palabra su vida entera puede reasumirse diciendo: pasó haciendo
bien. En prueba de ello, no hace muchos días que esa misma multitud que hoy con
horrible sarcasmo le insulta en su patíbulo, sembró de flores y ramaje su
camino, gritando: ¡Hosanna al Hijo de David! El mismo Pilatos le ha sentenciado
hoy, protestando de su inocencia y queriendo alejar de sí la sangre del Justo
que mandaba derramar. Y siendo así, ¿por qué consiente Dios semejante iniquidad?
¡Ah, hermanos míos! Jesucristo, como hijo único de Dios, es impecable, la suma
santidad, la suma
inocencia,
la suma pureza; pero ha tomado sobre sí los crímenes de la humanidad toda; el
pecado de Adán, las prevaricaciones de su raza degenerada, nuestras
iniquidades, las culpas de las generaciones futuras; y como víctima
propiciatoria de agradable olor, su sacrificio sube hasta su Eterno Padre desde
el altar de la Cruz, y el cielo se reconcilia con la tierra. Dios abre a sus
criaturas los brazos de su clemencia.
¡Oh
pecado, cuán grande es tu magnitud, que exiges para expiarte la muerte de un
Hombre-Dios! Y, sin embargo, nosotros te cometemos todos los días, a todas
horas, por vía de entretenimiento y diversión... Empero sigamos fijando
nuestras miradas en el Calvario; no perdamos un detalle de la muerte de ese justo,
que muere por la salvación de todos. El sol se niega a seguir alumbrando tan
terrible espectáculo; negras y apiñadas nubes le han envuelto como en fúnebre
sudario, y ahogando sus brillantes rayos, niegan a la vista el bello tinte de
los cielos y sustituyen las tinieblas de la noche a la claridad del día. No corre
un soplo de aire; la atmósfera que se respira es pesada, cual precursora de
tempestades. De vez en cuando se escuchan roncos truenos, que, retumbando en
las concavidades de la tierra, cual, si a toda ella agitara violenta
convulsión, dominan con su ruido el rumor de las voces de la muchedumbre. Muy
contadas personas son las que rodean la Cruz del Salvador; entre ellas está su Madre
amada, la predilecta del Eterno, la Virgen de las vírgenes, la Inmaculada María.
Su rostro, quedaba envidia al jazmín y a la rosa está desfigurado á violencia
del dolor que experimenta su corazón. Sus ojos, más brillantes que el lucero de
la mañana, han perdido su lucidez á
fuerza
de las lágrimas que han derramado.
Allí,
envuelta en negras vestiduras, permanece al pie de la Cruz donde agoniza el
Hijo de sus entrañas, apurando hasta las heces el cáliz de la amargura. ¿Cómo
pintar los dolores de esta Madre, viendo morir a su divino Hijo? El Apóstol San
Juan, testigo narrador de la pasión de su Maestro, no encuentra en su inspirada
pluma frases para describirlos y se contenta con decir que junto a la Cruz de
Jesús estaba su Madre… Hable, pues, solo el sentimiento, donde la lengua no puede
encontrar palabras, y procuremos con nuestro corazón comprender siquiera algo
de las angustias de María al pie de la Cruz.
Cuando
una madre pierde a un hijo de sus entrañas, es un consuelo en parte para su
atribulado corazón la idea de que ha muerto sin faltarle nada. El moribundo,
por escasa de recursos que sea una familia, descansa en un blando lecho; sus
parientes, sus amigos le rodean en la hora suprema; la Religión endulza los
últimos instantes; la ciencia, impotente para arrancar la víctima de las garras
de la muerte, puede sin embargo disminuir sus sufrimientos, atenuar sus
dolores: nunca faltan almas compasivas que cuando ya el moribundo, rendido por
lenta agonía, muestra en su respiración
entrecortada
la sequedad de sus fauces, le incorporen amorosamente é introduzcan en sus
entreabiertos labios algunas gotas de bebida refrigerante, o de cordial que le
aliente algunos momentos más. Palabras de consuelo dirigen todos al ser que experimenta
la pérdida; el bien que ha hecho durante su vida el que se halla próximo a
sucumbir, se refiere con entusiasmo, lamentando la desgracia de su muerte, y
todos y cada uno de estos detalles, son otros tantos lenitivos del dolor que se
experimenta.
Pues
bien; ninguno de estos consuelos tiene María. ¡Ay! Bien puede decir que su
amado Hijo ha carecido de todo, y, por tanto, que no hay dolor que iguale a su
dolor. Una durísima Cruz de madera es el lecho donde muere el autor de la vida:
sujetos a ella con gruesos clavos sus pies y sus manos, el cuerpo desplomado
pesa todo hacia abajo, haciendo que el clavo de los pies dilate con vivísimo
dolor la herida que los traspasa, mientras los brazos, dislocados con
indescriptible tormento, encuentran la resistencia de los clavos de las manos,
que hacen consiguiente en ellas lo mismo que el taladro de los pies. Y esto cuando
el sacrosanto cuerpo más necesitaba descanso, pues las espaldas están abiertas
al rigor de los azotes, hinchadas y sangrientas las rodillas por los golpes que
han dado al caer con la Cruz, descoyuntados los hombros con el peso de ésta, que
ha llevado sobre ellos hasta el lugar del suplicio, inflamado el cuello al
rigor de la soga con que fue atado. En si el dulce Jesús pretende apoyar su
espalda contra el duro leño, para encontrar de esta suerte algún descanso; la madera,
con su aspereza al rozar la carne viva, le causa un dolor más; su cabeza, agobiada
por tanto sufrimiento, siente cada vez más la violencia de las espinas que
tiene clavadas en ella; en vano también quiere, como triste consuelo, ver por
última a vez a las personas que le han permanecido fieles siguiéndole hasta
allí, su santa Madre, el amado Apóstol, las otras Marías; más tampoco puede; la
sangre que corre de las heridas de la cabeza se extiende coagulada sobre sus
ojos, ocultando a su vista estos seres queridos, cual si un velo fúnebre los
ocultara. No hay para él consuelos de ningún género: su Eterno Padre le
desampara, tratándole como merecían los pecadores, cuyas culpas ha tomado
voluntariamente sobre sí; y cuando la pérdida de la sangre, la fatiga
precursora de la muerte y tanto tormento secan sus fauces, no hay un alma
generosa que introduzca en sus labios unas gotas siquiera de agua; sólo un
sayón inhumano le aproxima una esponja impregnada de vinagre y hiel. Bien
puede, pues, decir María que su hijo ha muerto careciendo de todo. Sus
purísimos oídos lo escuchan tampoco las alabanzas del más digno de ser alabado;
sólo oye por doquiera blasfemias, imprecaciones y sarcasmos.
Quien
haya perdido un hijo u otra persona querida, compare circunstancias con
circunstancias y podrá formarse una idea, siquiera muy ligera, de los dolores
de la Madre de Jesús. Entre tanto, el tiempo pasa, la hora se aproxima: el
pecho del Redentor se dilata a consecuencia de tan dolorosa agonía, y dando a la
gran maza para probar su divinidad, entregó su espíritu al Eterno Padre. Y a
murió Jesús, ya está sola María. No hay almas compasivas que consolándola
procuren separarla de aquel horrible lecho mortuorio. San Juan y las piadosas
mujeres están a su vez mudos é inmóviles de dolor y espanto y no pueden
alentarla en tan duro trance. No, allí está tronchada la azucena fragante de
virginal pureza, marchito el lirio de la más perfecta resignación, deshojada la
rosa de la más sublime caridad. Ella no se apercibe de la espantosa convulsión
que trastorna la naturaleza, no oye el retumbar de los elementos que se extremasen
al considerar muerto a su autor, ni las voces del pueblo arrepentido que
proclama la divinidad del crucificado difunto, no ve los peñascos que chocan unos
con otros al desprenderse de las montañas, ni los cuerpos resucitados que
devuelve de sus tumbas la muerte vencida, como primicias de la vida eterna que
nos ha conquistado el Salvador. Toda su atención, toda su vista, su vida entera
está concentrada en el cadáver del que era la lumbre de sus ojos, la alegría de
su corazón su Dios y su Hijo...
Procuremos
darla algún consuelo; nos es muy fácil. Basta para ello aprendamos y grabemos
para siempre en nuestros pechos la sublime lección de humildad que nos da el Redentor
al morir en la Cruz. Él, soberano Señor de todas las cosas, que todo lo hizo de
la nada, a quien todo obedece y a quien los ángeles sirven de rodillas, ha
querido ser tratado como el más vil de los hombres y morir con unos sufrimientos,
una ignominia y un desamparo tales, cual ninguno ha muerto ni morirá.
Y
lo ha querido así para enseñarnos aquella santa virtud, que es el fundamento de
todas las demás. No se albergue ya, pues, por más tiempo la soberbia en
nuestros corazones, á vista de tan maravilloso ejemplo. Si la Providencia nos
ha dada un nombre ilustre, si con mano pródiga ha derramado sobre nosotros las
riquezas, los honores, los bienes de toda clase, si todo sonríe en derredor
nuestro y la humana flaqueza hace pretendamos considerarnos superiores a todos
los que carecen de lo que poseemos, fijemos
nuestras
miradas en la Cruz. En ella Amemos desnudo, pendiente de tres clavos el cadáver
del Dios-Hombre, es decir, la suma sabiduría, la riqueza infinita, el Rey de
los Reyes; y siendo así nos preguntaremos: ¿Cómo nos envanecemos de nuestra ciencia,
de nuestra riqueza, de nuestros honores? ¿Tenemos acaso verdadera propiedad
sobre ellas? ¡Ah! no. Una enfermedad, o la debilidad consiguiente a la vejez,
hacen olvidemos lo poco que sabíamos; una desgracia un accidente cualquiera pueden
reducirnos a la mayor pobreza; la calumnia O una mala acción que ejecutemos a
causa nuestra miseria, es fácil disipen cual el humo el honor y la estimación que
disfrutábamos. Si pues nada es nuestro, ¿cómo nos atrevemos a despreciar, a
mirar con altanería al ignorante, al pobre, al inferior? ¿Cómo, cuando el Autor
de todo nos da el ejemplo, muriendo como el último de los hombres en una Cruz?
Penetrados de profunda humildad y detestando nuestra soberbia pasada, comprendamos
que cuanto tenemos es un don gratuito del Señor, para emplearlo en su honra,
provecho nuestro y del prójimo. Y cuando
seamos
verdaderamente humildes, entonces podremos acompañar a María en su soledad,
enjugando las lágrimas que ahora vierte al ver el cadáver de su Hijo, pendiente
de tres clavos en la Cruz.
Medítese
algún tiempo sobre lo leído y al concluir se dirá:
Madre dolorosísima.
Rogad por nosotros.
Querubes celestiales, que en el excelso coro
Cantáis del Dios eterno la gloria el loor,
Dejad abandonadas las cítaras de oro,
N o turben sus acentos el maternal dolor.
Bajad en raudo vuelo de la celeste altura;
Pendiente de un madero, muriera j a Jesús,
Y sola, el pecho amante henchido de amargura,
María permanece de pie junto a la Cruz.
Ella sola... María ... la flor de la pureza.
Escogida entre todas las que en el mundo están,
De dolor abatida inclina la cabeza,
Cual palma solitaria que dobla el huracán.
Sus ojos, soles bellos, la luz están apagada,
Que hoy solo verter llanto su patrimonio es;
Su rostro de jazmines v rosa nacarada,
Ostenta de la muerte la horrible palidez.
La muerte, bien quisiera Madre tan cariñosa
Seguir a su Hijo amado, morir junto a la cruz;
Mas no, morir no quiere, que tierna y generosa,
Ha de cumplir fielmente lo que encargó Jesús.
Por eso desde el Gólgota invita a los mortales
Á correr a su lado, las culpas a dejar;
Abre á los pecadores sus brazos maternales,
Y les dice: «Hijos míos, venidme a consolar.
Que abandonéis el vicio, que la virtud sigáis,
Ese consuelo sólo quiere mi corazón;
Que mi pesar aumenta, al ver cual malográis,
La sangre de mi Hijo, su santa Redención.»
Querubes celestiales, venid junto a María,
Porque ella es vuestra reina y sufre sin igual;
Cesad en vuestros cantos de plácida harmonía,
No turben vuestras arpas el dolor maternal.
El llanto que afligidos vertemos a raudales,
De contrición sincera, mirando su dolor,
Llevadlo, querubines, sus manos virginales,
Aceptándolo quieran ofrecerlo al Señor.
Honremos
a María en su soledad, rezando el Padre Nuestro y siete Ave-Marías. Guando se
haya terminado, se dirá:
Madre dolorosísima:
Rogad por nosotros.
ORACIÓN
Angustiadísima
Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra: penetrados de la más profunda
aflicción al considerar el dolor que experimentó tu alma purísima al ver muerto
en la Cruz a tu divino Hijo, venimos a tus pies resueltos a no abandonarte jamás.
Dígnate, Señora, adoptarnos en lugar de Jesús, cumpliendo así el último encargo
que te ha dado antes de espirar. Y para que podarnos corresponder a tan
excelente favor y cumplir como buenos
hijos,
alcánzanos del Señor la gracia de obtener la virtud de la humildad, para que
alejando de nuestro corazón toda idea de superioridad a nuestros semejantes,
nos amemos siempre como verdaderos hermanos, hijos de tan cariñosa Madre, y aprovechando
los méritos de la pasión y muerte de Jesucristo, al concluir nuestra
peregrinación sobre la tierra, merezcamos ciñas nuestras sienes con la corona de
los elegidos, de la cual gocemos por los siglos de los siglos. Amén.
Al
llegar aquí puede descansarse un breve espacio de tiempo, según la extensión
que se haya dado a la Meditación. Durante el descanso, cada cual procurará
mantenerse en los sentimientos de piedad que le haya inspirado el ejercicio.
Después se prosigue.
MEDITACIÓN II.
Jesús depositado en los brazos de su
Madre.
Y
a está consumado el sacrificio. Se ha verificado la reconciliación de Dios con
la humanidad, pues la víctima tres veces santa es un sangriento cadáver
pendiente de la cruz, digno túmulo de un Redentor. Ha muerto Jesús, pero no han
terminado los dolores de María. Para poder formarnos una idea de los nuevos sufrimientos
que ahora tiene que padecer la augusta Madre del Dios-
Hombre,
comparemos, hermanos míos, como lo hicimos anteriormente, la situación de la
afligida Señora, con la de cualquier persona del mundo que se halle en
situación análoga a la suya, y el corazón más endurecido no podrá menos de
hacerse pedazos de dolor, al comprender, mediante esta comparación, quenada puede
igualarlas angustias de María, después de la muerte de su amado Hijo, que
inmensa como el mar es su amargura. En efecto, basta que la muerte penetre en
una morada, para que ya los fríos restos de su víctima objeto de una especie de
veneración para todos sus parientes y amigos.
Los
hechos de su vida pasada parecen como que se purifican al contacto de la fría
guadaña, y aunque desgraciadamente se registren muchas malas acciones en la
vida del ser que fue, todas parecen olvidarse y sólo quedan palabras de elogio
a las virtudes y bellas prendas que adornaron al difunto. Figurémonos por un
momento cuál sería el sufrimiento de una madre, que, habiendo tenido la
desgracia de perder su hijo, cuando inmóvil de dolor contemplara por última vez
al pie del lecho mortuorio el pálido semblante del que había llevado en sus
entrañas, cuando los presentes, prodigándola palabras de consuelo, se
esforzarán en arrancarla de allí, viera llegar un hombre sin corazón, que,
mirando con desprecio y furor al difunto, le diera un golpe sobre el pecho.
¡Inmenso sería el dolor de esta madre! Grande el horror que se apoderaría de
los circunstantes, los cuales, a una voz, vituperarían tan inicua acción: y,
sin embargo, este hecho, suponiendo pudiera realizarse, no tendría comparación
ni remota con lo que vió y sufrió la Santísima Virgen. Ella sigue en el
Calvario, al pie del lecho mortuorio donde ha expirado su divino Hijo; pero
este lecho mortuorio es una cruz: no hay a su lado almas caritativas que la
fuercen cariñosamente á que deje aquel lugar de dolores, ofreciéndola cumplirán
los últimos deberes con el cadáver. María está sola; las santas mujeres y el
Apóstol amado se miran postrados en tierra, presa del más profundo pesar, y no
pueden ofrecerla consuelo alguno; y en aquellos momentos, cuando ya parecía
agotada la rabia y el furor de los judíos, un brutal soldado se aproxima al
sacrosanto cadáver y con un golpe de lanza, dirigido al costado de la víctima pone
de manifiesto aquel corazón divino que tanto había amado a los hombres, que
diera su vida por ellos. Si un sencillo golpe, como antes hemos dicho, dado a
un muerto cualquiera, centuplicaría el dolor de la madre que lo presenciara, y
horrorizaría, y con razón, a los demás, por más que se tratara del cuerpo de un
hombre pecador, ¡cuánto no haría sufrir a la ternísima María la fiera lanzada
que hiere el pecho de Jesús! De Jesús, del Dios hecho hombre por redimir al
mundo, del que en su vida entera no hay una acción que no merezca sino
alabanzas. «¡Oh, corazón adorable de mi querido Hijo exclamaría la afligida
Señora: yo adoro profundamente la divinidad que permanece unida a ti, a pesar de
la muerte! No, no ha sido la lanza del soldado la que te ha puesto de
manifiesto; ha sido la violencia del amor que concentrabas en ti para con los
hombres, la que ha roto tu pecho para mostrarte a todos y que viéndote te amen.
Padre Eterno, continuaría la triste Madre, dirigiendo sus ojos llenos de lágrimas
al cielo: he aquí ya abierto el costado de tu Hijo y mío, y con él abiertas las
puertas de la gloria a todos los mortales. Yo, tu humilde esclava, quiero
cumplir fielmente su última voluntad; yo soy la Madre de todos los hombres:
Señor, haz surgir de ese costado santísimo ríos de gracias, para que todos
consigan su salvación. Hijos míos, nos dice, en fin, dirigiéndose a nosotros: Abierta
está ya la puerta que conduce a la eterna felicidad. Entrad, ¿qué os detiene? ¿Os
amedrenta el cúmulo de vuestros pecados autores de esta muerte, de esta
lanzada? No temáis, está con vosotros vuestra Madre. Si grandes son vuestras
culpas, mayor es el mérito de la víctima inmolada. Hijos míos, venid, no os
detengáis, atended a mis dolores, mirad la soledad en que me hallo. De vosotros
espero el consuelo. Una lágrima de arrepentimiento... Una promesa de no ofender
jamás al Señor...
Entre
tanto, el tiempo pasa, el sol declina con rapidez a su ocaso, la afligida
Señora necesita dar sepultura al cuerpo de su amado Hijo carece hasta de medios
para conseguirlo. En el mundo, el rico, mediante sus bienes, el pobre con los
dones de la caridad, tienen con q u e costearse los últimos honores; sólo
Jesús, el dueño de todo lo criado, quiere aún después de su muerte ser pobre
entre los pobres; por eso María, su Madre, desea bajar el santo cuerpo
de
la cruz y carece de escalera; quiere amortajarle decorosamente y no tiene paño
mortuorio; quiere lavar el sangriento cadáver y le faltan bálsamos aromáticos;
quiere, en fin, darle sepultura y no hay un túmulo donde le pueda enterrar. Los
cielos con sus esplendentes celajes iluminados con la brillante luz de los
astros, ofrecieron mansión donde el Señor reposará después de la magnífica obra
de la Creación; ahora, tras la más elevada, incomprensible é infinita de la
redención, ¿no tendrá el Redentor un sepulcro para su divino cuerpo? ¡Oh! La
Providencia, en quien siempre confió María, no puede dejarla sin consuelo. Á
los débiles resplandores del crepúsculo vespertino, míranse salir dos hombres
de la ciudad de Jerusalén y subir rápidamente las veredas que conducen a la
cima del monte de las Calaveras. Son José de Arimatea y Nicodemus, que han
obtenido de Pilatos el permiso de enterrar el cuerpo de Jesucristo, y provistos
de lo necesario, se encaminan a cumplir tan triste deber. Humildemente piden
permiso a la Virgen Santísima para llevarlo, y ella sólo puede mostrar su
agradecimiento con suspiros. Jamás ninguna Madre tiene valor para presenciar los
últimos honores que se tributan al hijo de sus entrañas, y si alguna lo hace,
es sostenida por la excitación misma del dolor, que en breve la hace caer
postrada y sin fuerzas, que acaban por aniquilarse ante aquel exceso de
energía. Sólo María no se separará de aquel lugar, y aunque su dolor excede al
de todas las madres, la gracia divina la sostendrá para que cumpla hasta el fin
su misión.
En
la antigua ley, para dar gracias a Dios por sus beneficios y mantener la
memoria de la promesa hecha a la humanidad de un futuro libertador, los
patriarcas, en representación de toda aquélla, erigían altares, donde se
colocaban las víctimas inmoladas que se Ofrecían al Señor consumidas por el
fuego.
La
víctima real y no figurada, el cordero de Dios que quita los pecados del mundo,
ha reemplazado los antiguos sacrificios; el holocausto sólo digno de Dios, que
es Dios mismo, su Verbo humanado, ha muerto en la cruz por los hombres; pero se
hacía preciso que esta santa víctima fuera ofrecida al Eterno Padre en expiación
de los pecados de la humanidad. Mas |cual será el altar digno de recibirlo?
Sólo hay uno: el regazo de María. Ella fue escogida entre todas las mujeres,
objeto de las complacencias del Altísimo y preservada de toda mancha desde el primer
instante de su Concepción; forma entre toda la raza de Adam una excepción:
aquella impura; ella pura, así como Jesús, cordero sin mancilla, quiso tomar
sobre sí las culpas de los hombres para redimirlas, así también María, paloma inmaculada
por privilegio especial, era preciso ofreciera al Eterno Padre, en nombre de la
humanidad culpable, la víctima que acababa de inmolarse. Por eso, contemplad a
María; apenas los justos varones, ayudados de San Juan y las piadosas mujeres, bajan
de la cruz el venerable cadáver, extiende sus brazos y ruega sea depositado en
ellos, donde le recibe, le estrecha contra su seno reverentemente y baña con
sus lágrimas su desfigurado semblante. Esforcémonos en entrar con piadosa meditación
en los sentimientos que embargarían el alma de la atribulada Señora, al tener a
su Hijo muerto en su regazo.
Ven
a mis brazos, diría la Santísima Virgen; ven a mis brazos, cadáver sacrosanto;
muchas otras veces te he tenido en ellos; pero ¡qué diferencia! En Belén,
cuando te sostenía en mi regazo, miraba la celestial sonrisa con que recibías
los presentes de los monarcas orientales; ahora tu rostro pálido solo ofrece a
mi vista los horrores de la muerte. Una mirada de tus divinos ojos bastaba á
consolarme de las fatigas que sufrí al huir a Egipto para preservarte del furor
de Herodes; ahora que sufro mayor quebranto, miro extinguida la esplendente luz
de tus pupilas. ¡Ah! yo te sostengo muerto, Hijo de mis entrañas, y además miro
desnudo tu ensangrentado cadáver. Desnudo tú, que vistes los cielos de arrebol
al despuntar la aurora, de esplendente azul al medio día y de un manto negro
salpicado de lucientes estrellas por la noche. Desnudo tú, que das a los prados
vestidos de yerba y de bellos matices a las flores. Desnudo tú, por quien las
aves ostentan espléndido plumaje y pieles de mil colores los animales... ¡Oh
pecado horrible y cuánta es tu malicia, pues tantas cuestas al Señor de todo lo
criado! Después que la Santísima Virgen desahogara su sentimiento en estos o
parecidos afectos, iría ofreciendo al Eterno Padre todos y cada uno de los
miembros de Jesucristo, destrozados a consecuencia de su pasión. Sí, hermanos míos;
María la madre purísima de Jesús, teniendo en sus brazos, cual inmaculado
altar, la víctima sacrificada, ofrece a Dios la cabeza traspasada de las
espinas, en expiación de los horribles pensamientos que albergamos con
frecuencia en nuestra mente; aquel rostro cubierto de sangre coagulada y desfigurado
por la muerte, para expiar ante la justicia eterna las heridas que abrimos en
la reputación del prójimo, con nuestras calumnias, burlas y murmuraciones; los pies
y las manos taladradas de gruesos clavos, en descargo de los movimientos desordenados
a que nos llevan nuestros apetitos; y, en fin, la afrentosa desnudez del
cadáver, para que el Señor perdone el pecado que más degrada la humana
naturaleza y que, a pesar de rebajarnos al nivel de los brutos, con frecuencia
desgraciadamente se comete, «Hasta cuándo, mortales, volvería a exclamar la
Santísima Virgen, hasta cuando no consideraréis el inmenso mal que os causáis
dejándoos arrastrar de la concupiscencia de la carne. Por ese pecado, el fuego
del cielo arrasó ciudades enteras en tiempo de los patriarcas; por ese pecado,
el cadáver de mi Hijo se muestra en mis brazos desnudo y ensangrentado.
Si
el sentimiento de vuestra propia dignidad que se degrada, si la vergüenza de
apagar en vuestros semblantes la luz que el Criador ha encendido en ellos, si
el temor, en fin, de ser por una eternidad, no compañeros, sino alfombra de los
pies de los demonios, no son bastantes motivos para que rechacéis toda
impureza, mirad este cadáver desnudo, contemplad la sangre que le cubre, sus
miembros dislocados, las innumerables heridas que tiene. ¿No queréis
acompañarme y prestar esta ayuda para amortajarle? Pues bien; la pureza es el
solo vestido digno de ofrecer al que es la fuente de toda pureza. Formad
resolución de manteneros puros, de alejar cuantas ocasiones se os presenten de
mancharos, de tener cerradas las puertas de los sentidos a toda sugestión de la
concupiscencia; yo os conseguiré gracias para resistirlas y seréis dignos de
que os admita en mi compañía.»
Medítese
como anteriormente
Madre dolorosísima:
Rogad por nosotros.
Miradla: su frente pura
Se inclina cual flor marchita;
No hay pena como su cuita;
Faltó a sus ojos la luz:
En sus brazos la Señora
Sostiene el cadáver yerto
De Jesús; ¿cómo no ha muerto
¿María al pie de la Cruz?
Hija del Padre querida,
Es sumisa y obediente,
Y desea constantemente
Su voluntad acatar:
Mas gracia que la conforta,
Dios en ella Complacido
La da: sólo así ha podido
Padecer sin espirar.
Murió el Redentor; su cuerpo
Depositarlo conviene
Y otro túmulo no tiene
Que el regazo virginal
De su Madre; el sacrificio
La Hostia pura ha consumado
Y exige altar no manchado
Víctima que es celestial.
Y a no tiene la Señora
Los consuelos celestiales
Que inundaron a raudales
En Belén su corazón.
Cuando a Jesús, tierno niño,
Le estrecharía entre sus brazos,
Dándole dulces abrazos
Con la más grata efusión.
Entonces con gozo santo
Miraba su pura frente,
Que se orlaba refulgente
Con célico resplandor;
Y los reyes y Pastores
Á sus plantas se postraban,
Y los ángeles cantaban
Alabanzas al Señor.
Hoy, como entonces, la Madre
En brazos al Hijo tiene,
Pero un cadáver sostiene.
Ya murió su dulce bien:
No circundan su cabeza
Rayos de luces divinas,
Sino corona de espinas
Traspasa la pura sien.
Los reyes y los pastores
No le rinden homenajes;
Un pueblo vil, sus ultrajes
Lanza a Jesús sin cesar:
Ni de los Ángeles suena
La célica melodía...
¡Quién la pena de María
Podrá ver y no llorar.
Señora, roto en pedazos
El corazón en el pecho,
Quiere salirse despecho
Viéndote en tal aflicción:
Ante tus plantas postrados
Vednos, aunque pecadores,
Rogamos por tus dolores,
Nos mires con compasión.
Acompañemos
a María en su soledad, rezando un Padre Nuestro y siete Ave-Marías.
Madre dolorosísima:
Rogad por nosotros.
ORACIÓN
Oh
angustiadísima María, Madre de Dios y Madre nuestra: considerándote con tu Santísimo
Hijo muerto en los brazos, falta valor para fijar la vista en tan triste
cuadro. La vergüenza colorea nuestro semblante y el agudo remordimiento
despedaza nuestra conciencia. Nosotros hemos crucificado tu amantísimo Hijo;
nuestras impurezas han puesto su cadáver desnudo en tus virginales brazos;
quisiéramos ocultar en lo más profundo de la tierra nuestra
vergüenza
y confusión. Pero ¿á dónde iremos, si de ti
nos apartamos? ¡oh! entonces nuestra
perdición es segura. No, Virgen Santísima, tú eres nuestra Madre; en tus brazos,
como en sagrado altar, se halla la Hostia pura, que puede únicamente aplacar al
Eterno Padre. No nos desampares, cúbrenos con
tu
manto, y alcánzanos por ese mismo dolor que experimenta en ese trance tu
bendita alma, contrición profunda de nuestros pecados y un gran amor a la
pureza, con cuya virtud, viviendo como ángeles en la tierra, merezcamos hacerte
compañía en el cielo, por toda una eternidad. Amén.
MEDITACIÓN III.
Entierro de Nuestro Señor Jesucristo.
No
han terminado aún todos los dolores de la Santísima Virgen; resérvala el Eterno
Padre mayores pruebas, y su corazón purísimo, que ya rebosa grandísima
amargura, debe prepararse para sufrir más. ¿Pero caben todavía mayores
adicciones? Ella ha visto a su Hijo Santísimo, al Dios y hombre verdadero,
hecho el escarnio de las gentes y el desprecio del pueblo; ha contemplado aquel
cuerpo santo despedazado con crueles azotes; aquella divina cabeza, admiración
de los ángeles, taladrada con gruesas espinas; aquellas manos y pies sacratísimos
fijos en la cruz con penetrantes clavos de hierro; amargada con hiel y vinagre aquella
boca santísima, que sólo se abrió para pronunciar palabras de perdón; ha
escuchado las blasfemias y ultrajes con que los enemigos de Jesús le han
insultado en su agonía; le ha visto, en fin, morir en la cruz, y más tarde ha
estrechado contra su pecho virginal el sagrado cadáver.
¿Qué
más le resta que sufrir? ¡Ah! hermanos míos, si el sentimiento, si la
misericordia se alberga en vuestros pechos, venid de nuevo al Calvario para
consolar la triste Madre, a la que van a separar del cuerpo inanimado de su
Hijo, para darle sepultura. Las madres que han tenido la desgracia de perder al
hijo de sus entrañas, podrán formarse una idea, aunque imperfecta, del dolor que
en este momento vino de nuevo a aumentar las angustias de María Santísima. Sólo
una idea imperfecta, sí, porque ellas, en tan duro trance, se ven rodeadas de
parientes y amigos que das alientan y consuelan; saben que mientras los unos
las acompañan, otros cuidan de que el entierro se verifique con el respeto y
consideración debidos al cadáver y a la posición de su familia, y aunque
sientan partírseles el corazón al pensar se separan para siempre del Hijo
querido, templa su dolor el pensamiento de que no le falta honor ninguno hasta
dejarle en su última morada. Y sin embargo ¿qué comparación cabe entre el cadáver
de un miserable mortal y el del Hombre-Dios? Ninguna. ¿Puede acaso nunca
ponerse en parangón el Criador y la criatura? ciertamente que no, y, no obstante,
el cuerpo de Jesús casi no tiene honores; su Madre purísima carece de todo
consuelo.
Levantemos
los ojos de la consideración otra vez al monte de las Calaveras, y al tenue
resplandor del crepúsculo vespertino, que apenas deja entrever los objetos, contemplemos
la fúnebre comitiva que baja a paso lento las escarpadas sendas de la montaña.
La forman sólo siete personas. Dos hombres llevan envuelto en un blanco sudario
un cadáver: sígueles de cerca una mujer, cuyo semblante revela un dolor tan profundo,
que no hay palabra
para
describirlo; otras tres mujeres van a su lado juntamente con un joven, los
cuales en vano intentan consolar a la primera, porque al pretender pronunciar
una palabra, los sollozos anudan también sus gargantas y las lágrimas corren de
sus ojos, tanto más abundantes cuanto más reprimidas. ¿De quién es ese entierro
tan pobre, que no hay siquiera una antorcha que ilumine el camino que recorre
la comitiva? De seguro, nada absolutamente poseería el que ya es cadáver. Sin
embargo, lo poseyó todo; digo mal, lo posee todo; suyo es el sol, suya la luna,
suyos los astros, suyo el cielo, suya es la tierra y cuanto contiene, suyos los
hombres, los imperios y cuanto existe, porque ese cadáver es el de Jesús, Verbo
de Dios, por quien todo ha sido hecho, que ha venido a la tierra a pagar con
carne humana las culpas de la humanidad. ¡Jesús es ese! Imposible. ¿Cómo Jesús tan
solo después de muerto? ¿Dónde están las cinco mil personas á quienes alimentó
milagrosamente? ¿Cómo no se disputan el honor de conducir con pompa su cadáver
y acompañar a su madre tantos paralíticos a quienes dio movimiento, tantos
ciegos a quienes dio vista, tantos enfermos como sanó, tantos muertos como
resucitó? ¡Ay! El hombre olvida pronto los beneficios; Jesucristo ha muerto
crucificado por los principales de su nación, y el respeto humano, el temor de
qué dirán, contiene en sus moradas a los favorecidos.
Ya
pasó el beneficio, ¡qué les importa el bienhechor!; ¡qué les interesa que su
madre carezca de todo consuelo!; ahora lo que importa es que los príncipes de
los sacerdotes, los escribas y fariseos no sé aperciban siquiera de que hubo
relaciones entre ellos y el Crucificado; podían causarles algún mal, vale más
mostrarse
indiferentes. Por eso, de tanto y tanto millar de hombres favorecidos por
Jesús, sólo dos han tenido valor de aproximarse a su cadáver para darle
sepultura y de doce apóstoles que presenciaron los milagros que testificaban su
omnipotencia, sólo uno acompaña el cadáver del Maestro; de aquella multitud de
mujeres que á porfía le presentaban sus hijos para que les bendijera, solo tres
se han atrevido a acompañar a María en su soledad, Y allí en el huerto
solitario de las faldas del Calvario; sin más antorcha funeraria que la pálida
luz de la luna, sin otro canto fúnebre que el dolor inmenso de la más santa y
más pura de todas las madres; sin otras palabras de consuelo que los no
interrumpidos suspiros de aquel coito número de personas, el cuerpo de Jesús es
depositado en un sepulcro y una gran piedra colocada en su boca roba su cuerpo a
las tristes miradas de su Madre. ¡Gran Dios! ¡Qué sola ha quedado María sin su
amado Jesús! Supongamos por un instante el Sol despojado de sus luces,
arrebatadas al mar sus aguas, arrancados de sus asientos los montes y dando por
un momento sensibilidad
á
estas criaturas insensibles; consideremos cuán grande sería su dolor al verse
privados de lo que constituye su centro, la esencia de su ser; pues bien, ni
aun así podemos formarnos una idea del dolor de María al verse separada de lo
que constituía para ella la vida, la alegría, el imán de toda su alma. Sería
necesario para poder apreciar en algún tanto el dolor de la divina Señora, que
la inteligencia humana pudiera también apreciar el amor de Jesús para María y
el de María para con Jesús. Callen, pues, las palabras; hablen sólo los
sentimientos del corazón.
Al
considerar la pena grandísima de la Santísima Virgen al verse separada del
cadáver de su amado Jesús; al representárnosla sola, que al mirar con angustia
la losa que la priva de su vista, cae en tierra desplomada á violencia del
dolor vivísimo que su corazón experimenta en aquellos terribles momentos, ¿no
es verdad, hermanos míos, que también nuestro pecho se oprime y que las
lágrimas acuden a nuestros ojos? ¿No es cierto que sentimos un vivo deseo de
correr al lado de esta Madre desolada, para acompañarla y consolarla? Sí. Mas
plegue a Dios que este deseo no sea enteramente efímero, porque
desgraciadamente muchas veces hemos imitado la conducta
de
los favorecidos por Jesús, y que, sin embargo, dejaron a su Madre en los
momentos en que más necesitaba de su auxilio; desgraciadamente, vuelvo a decir,
muchos de entre nosotros dejan hoy a María abandonada en su soledad. En efecto,
cuántas veces al pretender cumplir los deberes de cristianos, hemos sido
detenidos por un temor pueril, por un solo respeto humano. Hoy
ese
día festivo, por ejemplo, y debo asistir a la santa Misa; pero no, pueden verme
aquellos amigos y creerán que soy un beato. Si asisto a ella y la oigo con
devoción y modestia, me llamarán hipócrita; conviene que me vean en el Templo
con aire distraído, con modales desembarazados.
No
debo confesarme; me consta que la persona que me protege no apruébala
confesión, y si lo sabe, puedo perder mi fortuna. La costumbre ha hecho se
compre y se venda los días festivos; si no sigo la corriente de la época, me
llamarán mojigato. ¿Qué se dirá de mí en las tertulias que frecuento, en los
círculos adonde concurro, si me abstengo o me opongo a la murmuración, si se
aperciben de que rezo el Santo Rosario, de que visito el Santísimo, de que
saludo al pasar por la puerta de un templo? Se reirán de mí, me pondré en
ridículo. ¡Ay! Hermanos míos, ¡cuántas faltas de esta naturaleza no se cometen
diariamente y cuántas no tenemos que echarnos en cara nosotros mismos! Pues
bien, al obrar así, entendámoslo bien, imitamos la conducta de aquellos a quienes
Jesús dio de comer, sanó de sus dolencias, hizo beneficios, y, sin embargo,
cuando en tropel debieron acudir a sus funerales y acompañar
á
la Madre de su divino bienhechor, permanecieron en sus moradas y no se
atrevieron a concurrir adonde les llamaba el más santo de los deberes, la
gratitud, por no malquistarse con los escribas y fariseos, por no hacer profesión
pública de discípulos del crucificado.
Cualquiera
de nosotros motejaría, y con razón, de mal hijo a aquel que sabiendo estaba su
madre en una tribulación, en un quebranto, no acudiera presuroso a su lado, pretextando
ocupaciones urgentes, negocios graves. ¿Qué más urgente ni más grave, diríamos,
y con razón, que la piedad filial? Pues bien, nosotros todos somos hijos de la
Santísima Virgen, ella nos ha adoptado por tales al pie de la Cruz, ya lo hemos
visto: nosotros, como los habitantes de Jerusalén, somos deudores a Jesucristo
de inmensos beneficios
materiales
y morales. Él nos da la vida, la salud, los bienes; Él conserva en el mundo las
personas que nos son queridas y necesarias; por Él tienen feliz éxito nuestros asuntos
y empresas; Él nos ha redimido con su preciosa sangre, nos ha hecho nacer en el
gremio de la Iglesia santa, para que podamos
aprovecharnos
de la redención nos da el perdón de nuestros pecados en el sacramento de la
Penitencia; nos alimenta con su carne y sangre adorables en la Eucaristía; nos
ofrece, en fin, una ventura eterna en el cielo: ingratos seremos, hermanos míos,
si no acudimos a sus funerales, si no consolamos en el duro trance en que ahora
consideramos a su santa Madre María. Y para ello, no formemos propósitos
efímeros, ni nos limitemos a derramar lágrimas
estériles;
formemos la resolución de cumplir fielmente los deberes de cristianos,
despreciando todo humano respeto: si tememos que esto pueda perjudicarnos en
concepto de alguien, consideremos que lo importante es no perder el concepto de
Dios, de cuya Providencia todo proviene, y que tiene contados los cabellos de
nuestra cabeza; y si esta reflexión no es bastante, consideremos a nuestra
Madre, sola, triste, abandonada de todos, mirando sepultar el cadáver de su
Santísimo Hijo, y comprendiendo entonces que nuestro puesto está a su lado,
portémonos como buenos hijos, y a las burlas necias que puedan dirigirnos, digamos
con firmeza: mi Madre, mi querida Madre, la Santísima Virgen, a quien tanto
debo, la que tantas veces ha rogado por mí, sufre, y debo estar a su lado para
consolarla, cumpliendo fielmente los deberes de cristiano. De esta suerte, no
sólo no dejaremos abandonada a María en el entierro de su Santísimo Hijo, sino que,
cuando llegue nuestra muerte, cuando ya persona alguna podrá valernos en este
mundo, esta divina Señora vendrá a su vez a consolarnos en nuestras terribles
angustias y ceñirá nuestra frente con una corona inmortal.
Medítese
como anteriormente.
Madre dolorosísima.
Rogad por nosotros.
¡Cuán sola está María!, cuan triste y afligida!;
Es de inmensa amargura un mar su corazón:
Tórtola solitaria que en el desierto anida,
y con gemido triste demanda compasión.
Doblada la cabeza, pálida, sin aliento,
Cual flor a la que falta del sol la clara luz,
Las sendas del Calvario descienden á paso lento,
En pos de los varones que llevan a Jesús.
Era Jesús a ella cual flor al verde prado.
Su vida, su alegría, encanto de su ser;
Mas ¡ay! en vano busca la Madre al Hijo amado;
Un cadáver tan sólo ante ella puede ver.
Cadáver, más carece de pompa funeraria.
Ni tiene quien consuele la Madre su dolor,
Ni hay quien riegue con llanto la tumba solitaria,
Do en breve sepultado quedará el Redentor.
Donde os halláis, estrellas de brillo refulgente,
Venid, y al santo cuerpo servid de luminar,
Él os formó de nada, con mano omnipotente,
Y es justo su cadáver vengáis a iluminar.
Bajad, Ángeles bellos, de la celeste altura.
Acompañad el cuerpo del Salvador Jesús,
Consolad a María, que sufre la amargura
De verse abandonada sin su vida y su luz.
Mas no; quiere el Eterno que aquel cuerpo bendito
Baje al sepulcro solo, sin pompa, sin honor.
Que al espiar el Verbo el pecado maldito.
Todo el mal sea al justo y el bien al pecador.
Pero al menos los hombres, aquellos que dichosos
Fueron favorecidos con milagros sin par,
Al lado de María hoy vendrán presurosos.
Si no a dar consuelos, al menos, a llorar.
Mas ¡ay que son los hombres ingratos y crueles,
Y olvidan beneficios cual humo que se va;
Muy pocos a María en su dolor son fieles,
Y vedla, desolada, junto al sepulcro está.
Señora, á vuestras plantas vednos al fin postrados.
Ingratos hemos sido, infieles en verdad;
Graves o innumerables son ¡ay! nuestros pecados,
Pero a tus pies venimos demandando piedad.
No nos deseches, Madre, por tus mismos dolores,
Pues sois luz hermosa de paz y salvación
Y hallan en ti Abogada los pobres pecadores,
Que, cual ahora nosotros, te dan el corazón.
Acompañemos
a María en su soledad, rezando un Padre nuestro y siete Ave Marías.
Madre dolorosísima.
Rogad por nosotros.
ORACIÓN
Dolorosísima
Madre de Dios y angustiadísima Señora: vednos aquí ante vuestras plantas
benditas, queriendo acompañaros en la triste soledad á que os ha reducido la
muerte de vuestro Hijo santísimo. Comprendemos que una y mil veces hemos
renovado vuestra aflicción, cuando imitadores de los judíos favorecidos por Jesús,
y que, no obstante, os abandonaron en tan duro trance, hemos postergado
nuestros deberes de cristianos a un vil respeto humano, a un temor sin
fundamento. Resueltos a no abandonaros más, os rogamos, Madre querida, nos
alcancéis gracia para que, cumpliendo exactamente nuestras obligaciones,
vivamos como fieles hijos vuestros y nunca os abandonemos, mereciendo así
vuestra protección, para conseguir con ella la eterna gloria. Amén.
MEDITACIÓN IV.
La Santísima Virgen sola en su morada.
Ya
está la Santísima Virgen en su morada, pero ¿cómo? ¡sola completamente sola! Consideremos
los dolorosos pensamientos que acudirían a la mente de la divina Señora al
verse en aquella casa, centro antes de todas sus alegrías y hoy de la tristeza y
desolación. Allí reposaba como hombre verdadero su Santísimo Hijo; pero ya no
existe; en vano le agua da, como otras veces, su purísima Madre; la muerte ha
roto los lazos que ligaban a la vida su humanidad, y el cuerpo, convertido en yerto
cadáver, descansa en el fondo de un sepulcro. ¿Pero acaso, preguntaréis, estaba
María completamente sola? ¿No habernos oído antes que San Juan, la Magdalena y
las otras piadosas mujeres se encontraban allí a su lado? Sí, pero también hemos
oído que, abrumados del mismo dolor, sus labios no podían pronunciar palabra
alguna de consuelo.
Además,
y aun suponiendo que los piadosos acompañantes hubieran podido
prodigarla
alguno, no era posible pudiera caber en el pecho de María. Si el Sol que,
esplendente, ilumina la naturaleza y difunde por doquiera la vida y la
animación con su calor y su luz, apagara en un momento sus rayos, viérase á la
naturaleza morir, digámoslo así, de dolor, sin que pudiera darla el benéfico calor
que necesita para vivir, la luna, las estrellas y los demás astros.
Pues
bien, de la misma manera, María vivía por la influencia del Sol de Jesús; privada
de él, criatura alguna puede llenar el vacío de su corazón. Ella sola, como la
más perfecta de todas ellas, amó a su divino Hijo con un amor cual no sintió
jamás el Serafín más abrasado, su amante corazón latía en Jesús y por Jesús,
era para ella el único y verdadero bien; privada de él, no se concibe pudiera continuar
viviendo sin un milagro de la Omnipotencia divina. ¿Pero acaso, quizá
preguntéis también, no sabía la Sma Virgen que su Hijo adorable había de
resucitar? Ciertamente que sí. ¿Pues entonces, cómo tanta pena por una privación
de algunas horas? ¡Ah!, hermanos míos, ¡y qué bien se descubre en esta
reflexión nuestro corazón grosero y carnal! ¡Cuán perfectamente se muestra en
ello lo lejos que estamos de comprender el verdadero Bien! Un pez sacado de las
aguas perece inmediatamente, y por pronto que queramos volverles a ellas, la
muerte se habrá anticipado a nuestro deseo, porque para el pez no ay otro bien
sino la linfa pura y cristalina que recorre en todas direcciones. La avecilla
acostumbrada a surcar los aires con toda libertad, se entristece cuando se mira
aprisionada, y por rápidos que queramos franquearle los hierros de su prisión,
la muerte habrá concluido su frágil existencia, porque no hay para ella otro
bien que la libertad del espacio, y sin ella no puede vivir.
Pues
de la misma manera que el bien para que el pez ha sido criado, y que
disfruta,
es el agua, y el aire el del ave, el corazón del hombre ha sido criado para un
Bien infinito, real, único que puede llenarle, satisfacerle, hacerle feliz.
Este Bien es su Criador, fuera de él, todo es quimera, vanidad, mentira.
Comprendíalo así con su purísima inteligencia la Santa Virgen; amaba a su Dios y
Señor como a su único y verdadero Bien, y habiendo gozado de este
amor
en las múltiples y expansivas relaciones de una Madre para con su Hijo, por la
excelsa prerrogativa a que el cielo la destinara, fácilmente podemos comprender
no era posible amar y poseer este Bien infinito, sin experimentar vivísimo
dolor, al encontrarse separada de él, siquiera sólo fuese por algún tiempo.
Nosotros
mismos lloramos y lamentamos la separación demuestro lado de las personas
queridas, siquiera tras breves días volvamos a verlas: nuestro mismo corazón
sien te vacío, cuando nos vemos privados de un bien que apetecemos, aunque sea por
breves momentos. Y, sin embargo, ninguna comparación cabe entre el amor carnal
que profesamos a nuestros parientes y amigos, entre el deseo satisfecho de un
bien material y el amor purísimo de María á Jesús, el gozo de poseer, como una Madre
posee a su Hijo, el Bien infinito, lo que constituye la suprema y única
felicidad de la criatura. Dios su Criador. Con razón, pues, la Santa Virgen, al
encontrarse en su morada sin la prenda de su corazón, siente y se halla en la más
completa soledad. Por otra parte, no era sólo la pena de la privación de su
Hijo la que torturaba el corazón de María, allegábanse á ella otras no menos
intensas y terribles. Lentas y amargas transcurren para la pobre Madre las
horas de aquella larguísima noche, que ahora conmemoramos: cuando los resplandores
del nuevo día, produciendo el movimiento en la ciudad deicida, llegaron a la
vista de la afligida Señora, volvió a recordar fielmente los sucesos del día
anterior.
Vió
de nuevo a su Hijo llevado de Tribunal en Tribunal injuriado por la plebe,
tratado como loco, azotado, coronado de espinas, pospuesto á Barrabás; volvió a
seguirle por el doloroso camino del Calvario, le contempló espirante en la
Cruz, le consideró cadáver en sus brazos y muerto
en
la actualidad en el Sepulcro, y recordando las últimas palabras de la Santa
Víctima, y al verse constituida Madre de todo el género humano, el recuerdo del
extraordinario número de hijos ingratos, para quienes serían infructuosas la
pasión y muerte de Jesucristo, vino, por decirlo así, a producir nuevas oleadas
de amargura, en el inmenso mar de dolores que anegaba su corazón.
¡Oh!,
diría la afligidísima Señora, Mi Hijo muy amado saldrá en breve de las
tinieblas del Sepulcro y, vencedor del pecado y de la muerte, recobrará la
gloria de su divinidad de que voluntariamente se ha despojado por salvar al
pecador: mas ¡ay! ¡cuántos de entre estos permanecerán para siempre enterrados
en el sepulcro de sus culpas, siendo su eterno patrimonio las tinieblas y las sombras
de la muerte! Aquí la Santísima Virgen lamentaría la perdida de los pérfidos
judíos que desconocieron al verdadero Mesías prometido
Y
recorriendo los siglos con vista profética, sufriría indecibles angustias, las
angustias de una Madre que ve en peligro sus hijos queridos sin poder
salvarlos; al considerar la multitud de perseguidores que pretenderían ahogar
la Iglesia en ríos de sangre, la de los herejes que negarían los venerandos
dogmas de la amada esposa del Hombre Dios, la de los malos cristianos que, en
todos los tiempos y en todos los países, preferirían vivir eternamente sepultados
en el sepulcro de su condenación, a reinar con Cristo en el cielo, á trueque de
satisfacer criminales pasiones, de vivir entregados a sucios deleites, de
enriquecerse por medios reprobados de satisfacer la innoble envidia, cebando
las lenguas murmuradoras en la honra y la reputación del prójimo. ¡Hijos de mi
alma!, volvería a exclamar la desolada Señora no aumentéis, por piedad, los
sufrimientos de vuestra Madre que os ama. Sed fíeles a Jesús, y no destrocéis
mi corazón con vuestros pecados.
Hermanos
míos, escuchemos las voces de esta Madre dolorida nuestra, que se dirige a
todos y a cada uno de nosotros. ¿Quién no tendrá, que reprocharse alguna acción
criminal? Aquí, en presencia de María Santísima, detestemos de todo corazón
cuanto hasta ahora nos ha apartado de la santa ley del Señor, formando la
resolución de trabajar con todas nuestras fuerzas en extirpar la
mala
semilla de los vicios que se arraigan en nuestros corazones, con la ayuda de la
divina gracia, a fin de que, una vez que hemos venido a acompañar a María en su
soledad, nunca nos separemos de ella. Á muy poco trabajo encontraremos con su protección
una recompensa sin fin.
Mucho
sufrió, como hemos visto en estas Meditaciones, la Santísima Virgen; pero ¡cuán
grande no fue su recompensa! Llegó tras su amarga soledad el momento de la
Resurrección de su amado, le vio salir triunfante del sepulcro, y para
consolarla en sus dolores, el Señor la hizo ver la multitud innumerable de
Mártires, de Confesores, de Vírgenes, de quienes sería Reina, y que en todo
tiempo y de todos los países irían a aumentar el festín de las bodas del
Cordero y a constituir la brillante corte de la Jerusalén triunfante. Como María,
y por su intercesión, nosotros también seremos consolados si secundando la
gracia rompemos las ligaduras de la muerte de la culpa y resucitamos con
Cristo. En breve nuestra Santa Madre la iglesia, bendiciendo
el
fuego sagrado y con el alegre clamoreo de sus campanas, nos dará a conocer su
regocijo por la Resurrección de Jesús, enseñándonos debemos como nacer a una nueva
vida. Pidámoslo así, por la intercesión de esta divina Señora, a quien hemos
acompañado en su soledad, y ella quiera darnos, en cambio a esta noche dedicada
a recordar sus dolores, su protección durante la vida y después la bienaventuranza
eterna. Amén.
Para
conseguirlo, saludemos por última vez a María con un Padre nuestro y siete
Ave-Marías.
Madre dolorosísima.
Rogad por nosotros.
ORACIÓN
Angustiadísima
Virgen María, Madre de Dios y Señora nuestra: al venir a acompañarte durante
las amargas horas dé tu soledad, sentimos nuestro corazón traspasado del más vivo
dolor, considerando que nuestras gravísimas culpas son la causa de tus
aflicciones. Detestándolas con todas veras, te pedimos tu protección y ayuda
para salir de este miserable estado y portarnos en lo sucesivo como hijos
agradecidos vuestros. No permitas. Madre querida, que, en adelante ningún
cristiano, y muy particularmente los que reunidos han practicado esta devoción
o cooperado a ella, sean causa de volver a lastimar tu corazón maternal. En
breve, Madre querida, al ver tu Santísimo Hijo resucitado, experimentará tu
alma tan grandes consuelos cómo han sido tus aflicciones; haz que todos
participemos de ellos en alguna parte, alcanzándonos gracia para resucitar con
Cristo, saliendo de la muerte de la culpa, y perseverar toda nuestra vida como
verdaderos hijos tuyos, para que, asistidos con tu intercesión en las
vicisitudes del tiempo, alcancemos al fin la bienaventuranza eterna, donde en cambio,
á el corto rato que hemos estado a tus plantas en la presente noche acompañándote
en tu soledad, lo estemos también por los siglos de los siglos. Así sea.
Saludemos
por última vez a María Santísima, diciéndola para despedida la siguiente:
ANTÍFONA
Reina
del cielo, alégrate, ¡aleluya!, porque Aquel que fuisteis digna de llevar en
las entrañas, ¡aleluya!, resucitó como lo dijo: ¡Aleluya! Ruega a Dios por
nosotros: ¡Aleluya!
L/: Gozaos y alegraos. Virgen María. ¡Aleluya!
R/: Porque verdaderamente
resucitó el Señor ¡Aleluya!
ORACIÓN
¡Oh
Dios, que te dignaste alegrar al mundo con la Resurrección de tu Hijo
Jesucristo Señor nuestro!; concédenos que, por la intercesión de su Madre la
gloriosa siempre Virgen María, logremos conseguir los gozos de la vida eterna:
por Nuestro Señor Jesucristo. Amén.
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