NOVENA EN HONOR A NUESTRO SEÑOR DEL HUERTO
de: Milies Cristie
Por la señal ✠ de la Santa Cruz, de nuestros ✠ enemigos, líbranos Señor ✠ Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Señor
mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero Creador, Padre y Redentor mío, en quien
creo, en quien espero, a quien amo sobre todas las cosas! ¿Mas qué digo? ¿Cómo
tengo valor para asegurar que amo a Dios a vista de las angustias que mis
pecados le hacen padecer? ¡Ay Padre mío angustiado Salvador, perdonadme el
atrevimiento! Pues lejos de haberos amado, os he aborrecido, os he ultrajado
como el enemigo más cruel. Conozco, ¡Dios mío! que mis iniquidades me declaran
traidor a vuestra Majestad infinita: veo que mis culpas han humillado
atrozmente a vuestra humanidad sacrosanta. Ellas son la triste causa de
vuestros padecimientos. ¡Sí, Padre amado! yo que debía ser vuestro hijo y
vuestro siervo más fiel, he sido, ¡infeliz de mí!, vuestro azote, vuestro
enemigo, vuestro verdugo. Yo he renovado mil veces los acerbos dolores de
vuestra Pasión. ¡Mis enormes pecados han afligido vuestro Corazón divino, lo
han llenado de angustia, han cubierto vuestro hermoso rostro de palidez mortal,
le han hecho sudar Sangre purísima hasta empapar la tierra! Por seguir al mundo
y mis pasiones, he huido de Vos, os he abandonado en vuestro desamparo, peor que
los discípulos; y si me he acercado ha sido para daros como Judas un abrazo
sacrílego, un ósculo traidor para poneros las manos, como los judíos; para
arrastraros maniatado y llenaros de golpes y de ultrajes. ¡Sí, Jesús mío!, todo
esto he cometido contra Vos. Pero ¡ah!, ¡perdonadme, angustiado Señor! Me pesa
de haberos ofendido y de haberos causado tantas amarguras. Dadme un dolor
intenso de mis pasados extravíos, y gracia eficaz para no repetirlos ni
afligiros más. Haced que mi corazón llore sangre a vista de la que Vos
sudasteis y derramasteis por mí. Esta Sangre que debe lavar mis culpas y darme
la eterna gloria. Amén.
ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS
¡Amantísimo
Redentor! Esposo purísimo de mi alma, que, por sacarla del profundo abismo de
la culpa, bajasteis del Cielo, os revestisteis de nuestra carne, os
humillasteis con la marca infame de la esclavitud y del pecado, os cargasteis
con el enorme peso de todos los crímenes de los hombres, para satisfacer con
vuestra muerte a la justicia divina, permitidme que por un momento os acompañe
al monte de las Olivas, donde vais a agonizar por mi amor. Permitidme que entre
con Vos en el huerto solitario de Getsemaní, para consolaros. ¡Ah!, yo no soy
un Ángel que os pueda confortar: pero vuestro abatimiento, vuestra angustia,
¡Dios mío!, me confortará a mí, miserable pecador. Pues el vero tan sumiso en
cumplir la voluntad de vuestro Padre, para pagar siendo inocente, la deuda
inmensa de mis iniquidades, me alentará para sufrir con resignación los
trabajos y aflicciones que me manda su adorable Providencia, tanto para
purificar mi alma, como para enseñarme que sin padecer algo por su amor no
sería digno de acompañarlo en la gloria donde, aunque sea a fuerza de
angustias, quiero ir a gozar los frutos dulcísimos de su Sangre derramada por
mí. Amén.
DÍA PRIMERO
MEDITACIÓN
Considera,
alma mía, cómo Jesucristo después de haber instituido el Santísimo Sacramento
del altar, después de haber lavado los pies a sus Discípulos y después de
haberse despedido tiernamente de su santísima Madre, sale del santo cenáculo
con sus discípulos. Júntate tú a ellos, y no dejes al divino Maestro, pues va a
orar y agonizar por ti. Es de noche, los mortales están durmiendo, sus
Apóstoles pronto se rendirán al sueño: más sus enemigos se agitan furiosamente.
Por lo mismo, despiértate tú y síguele: mira y observa bien sus pisadas. Jesús
va caminando y saliendo de Jerusalén con majestad en sus pasos, con humildad en
su rostro, con silencio en su boca, más con profunda tristeza en su divino
Corazón. ¿Y por qué será esto, alma mía? ¡Ay!, los Apóstoles lo miran confusos,
sin atreverse a preguntarle la causa de su aflicción: recelan que aquella noche
se verificará el funesto vaticinio de Zacarías, anunciando por Jesús mismo:
«Heriré al Pastor, y serán dispersadas las ovejas de mi rebaño». Este
presentimiento turba sus almas y cierra sus labios, así como se los cerró a los
amigos de Job la vista de su vehemente dolor. Las tiernas miradas del Señor, el
silencio de la noche, la solitaria obscuridad de Getsemaní aumenta su timidez y
su pavor. Al entrar en ese huerto rompe Jesús su silencio, y les dice con voz
medrosa: «¡Discípulos míos carísimos! Quedaos aquí, descansad, mientras yo voy
a orar. Y tú, mi Juan amado, Pedro, Santiago, vosotros que me habéis visto transfigurado
y glorioso sobre el Tabor, venid conmigo para ver de cerca mi aflicción y
agonía. Si, acompañadme: no me dejéis. Quizá vuestra fiel compañía mitigará ese
tedio desolante, ese pavor terrible que penetra hasta mi alma: esa alma, que da
vida al mundo, y que ahora temo que va a morir de tristeza. ¡Tal es la angustia
de muerte que la combate! Tristis est ánima mea usque ad mortem».
¡Qué declaración tan triste, qué palabras tan misteriosas en la boca del eterno
Verbo! Esto parece incompatible con la divinidad. Así es, ¡alma mía! Pero
advierte que el Eterno Padre desde la entrada al huerto hasta la cruz le retira
a Jesucristo los consuelos de su naturaleza divina, haciendo que su humanidad
sacrosanta al ir a satisfacer la deuda inmensa de todos los pecados de los
hombres, se sintiese abrumada y oprimida de tanto peso como el que causaba en
su alma tan mortales angustias. ¡Ah!, y ¿cómo no se había de entristecer, cómo
no se había de angustiar Jesús, cuando en aquel momento se le cargaban todos
los dolores, todas las penas, todas las desolaciones, todas las angustias y
todos los tormentos que nuestras culpas merecían? Él conoce toda la extensión
del cargo que va a satisfacer, de la deuda que va a pagar. Sin embargo, su
carne se siente enferma y desfallece, su Corazón se acongoja y se perturba; su
alma se aflige y casi muere de tristeza, a vista de una responsabilidad tan
inmensa. ¿Y tú, alma mía, al ver a Dios en esa consternación y abatimiento, en
que tú lo pusiste, no te afliges, no te angustias? ¡Qué dureza, qué crueldad la
tuya! Al entrar en el huerto parece que el Corazón de Jesucristo se sobrecoge
de espanto y le va a salir de su pecho, con más razón que el de Eliú (Job 37).
Él puede exclamar con más verdad que Jeremías: «Siento que mi corazón se parte
y que mis huesos se dislocan: me siento desfallecer como ebrio a la presencia
de Dios». Él puede asegurar mejor que Elifáz: «En el horror de esa nocturna
visión, ahora que el sueño oprime a los hombres, se han apoderado de mí el
pavor y el temblor, y hasta mis huesos se estremecen y tiemblan con tan
profunda tristeza. Y así, discípulos míos, ¡almas que me amáis!, no me
desamparéis, consoladme, poneos junto a mí; siquiera vuestra vista mirará mi
acerba tristeza. Entristeceos pues, orad y velad conmigo, ya que mi alma por
vosotros está triste hasta la muerte».
AFECTOS
Angustiado
Jesús, Padre amoroso de mi alma, ¿cómo no muero yo de dolor al ver que, siendo
Vos inocente y santo agonizáis, al contemplar los tormentos en que os ponen mis
abominaciones criminales? Ay de mí. Yo soy más cruel que los parricidas, pues
no me conduelo de la triste angustia de mi Padre. Esa angustia que yo mismo he
causado a su amante Corazón. Sí, Salvador mío, mis risas impuras, mis alegrías
mundanas, mis gustos ilícitos, mis placeres criminales, mis complacencias
inicuas han sido y son todavía las que contristan vuestro Corazón, las que
entristecen vuestra alma, hasta el punto de agonizar y de morir. Pero hasta,
Señor, basta de reír con el pecado, basta de alegrarme con los pecadores.
Quiero entristecerme con Vos, ya que mis culpas lo merecen, y ya que Vos tanto
os entristecisteis por mí. Y así las tristezas y angustias que el mundo me
causare y que me mandare vuestra providencia, las uniré a las vuestras, las
sufriré por amor de las vuestras, no solo para alcanzar lo que os pido en esta
novena, sino también para gozar en el Cielo de los gozos inefables que Vos
prometéis a los fieles que por Vos se entristecen y lloran en este mundo. Así
sea.
Después
se rezarán tres Credos en la forma y oraciones siguientes:
Recemos
un Credo al Señor del Huerto, para que nos dé su santa gracia, a fin de que
nuestras culpas no vuelvan a renovar en su alma santísima la mortal tristeza
que sintió en Getsemaní. Creo en Dios Padre, etc.
Recemos
otro Credo al Señor del Huerto, para que por su amor nos dé la gracia de sufrir
con resignación las tristezas, las angustias, las aflicciones, las
persecuciones, las injusticias, las infamias y cuantas penas nos causaron
nuestros enemigos, y cuantos trabajos el Señor nos permita. Creo en
Dios Padre, etc.
Recemos
otro Credo más al Señor del Huerto, para que por los méritos de su triste
agonía dulcifique con su gracia las agonías de nuestra muerte, lave nuestras
almas con las gotas purísimas de su sanguíneo sudor, y las reciba como Padre en
los gozos eternos. Creo en Dios Padre, etc.
LAMENTOS
Triste y lleno de pavor,
Triste y lleno de pavor,
Y agonizando en el huerto, ¡ven a verme, pecador!
Por tu sanguíneo sudor,
¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia,
Señor!
Mira mi rostro abatido,
Mira mi rostro abatido,
Y mis ojos eclipsados;
Y sabe que tus pecados
Mi tristeza han producido.
Y sabe que tus pecados
Mi tristeza han producido.
¿Y no lloras compungido
Viendo así a tu Creador?
Solo me retiro a orar
Mis Apóstoles dejando.
Infiel ingrato, ¿hasta cuándo
Tú me harás agonizar?
¿Tus ojos no hace llorar
Ver así a tu Redentor?
¡Padre mío, tú no oyes
Mis suplicantes gemidos!
Mis discípulos dormidos
Están, ¡y tú, fiel, desoyes
Mis quejidos, mis terrores,
Mi triste pena y dolor!
Ya repito mi oración,
Mas mi Padre no la atiende.
Entonces un Ángel desciende
Que el cáliz de la pasión
Me da y tomo… ¡Qué aflicción
En mí causa su licor!
Mi Corazón desfallece…,
Al suelo me caigo y postro.
¡Mira, pecador, mi rostro!
Sangre suda, sangre ofrece,
Por la angustia que padece
En obsequio de tu amor.
Sangre suda, sangre ofrece,
Por la angustia que padece
En obsequio de tu amor.
¡Huerto de Getsemaní,
Regado con Sangre mía,
Tú que viste mi agonía
Y cuanto yo padecí!
Suda y llora tú por mí,
Pues no llora el pecador.
Si tú no lloras ni sudas
Viéndome a Mí agonizar,
Viendo a la turba asomar
Viendo a la turba asomar
Con sus espadas desnudas,
¡Si serás tú ya otro Judas,
Otro pérfido traidor!
Otro pérfido traidor!
Él con ósculo me vende,
Dándome abrazo de paz…
¡Y tú, ay, cuántos me das!
Dándome abrazo de paz…
¡Y tú, ay, cuántos me das!
¡Ah, cuánto tu alma me ofende!
Horrorízate y comprende
De tu crimen el horror.
Horrorízate y comprende
De tu crimen el horror.
Tú te irritas al mirar
Que Judas traidor me entrega…
¡Y no ves que quien se llega
Con pecado a comulgar
Me vende y vuelve a entregar!
¡No renueves mi terror!
Con furibunda bravura
Me arremeten los sayones,
Y me llenan de baldones…
Mas yo con dulce ternura
Quiero ablandar su ira dura
Con dos prodigios de amor.
A mi voz omnipotente
Ellos caen oprimidos:
Mas se vuelven atrevidos
Contra el Cordero inocente.
¡Pecador incontinente,
No te hielas de estupor!
¡Ah, sí! Helarte tú debieras;
Pues tú eres quien me atas,
Me arrastras y me maltratas
Con mil infames maneras…
¡Si al fin, hijo, conocieras
Que padezco por tu amor!
Mas ¡ay!, ¡tú te huyes de Mí,
Cual discipulo cobarde…
Tú que hacías tanto alarde
De morir conmigo! Di:
¿Por qué tanto frenesí
Contra tu Dios Salvador?
Deja ya, pues, tu pecado:
¡No vuelvas más a ofenderme!
Mírame atado a inerme,
Escupido, ensangrentado,
Hasta morir enclavado
Por ti, ¡ingrato pecador!
℣. Nos redimiste Señor con tu sangre
purísima.
℟. Y con ella nos
hiciste tu reino de delicia.
ORACIÓN:
Omnipotente y sempiterno Dios, que a tu Hijo unigénito lo constituiste Redentor
del mundo, y quisiste que tu justicia divina fuese aplacada con su preciosa
Sangre: te rogamos por la que sudó en el huerto, que después de haber venerado
con pura devoción este precio divino de nuestra salud eterna, seamos defendidos
por su virtud de los males de este mundo, y gocemos en el Cielo de sus
dulcísimos frutos, por la pasión sagrada de Aquel que contigo vive y reina en
unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.
Recemos
una Salve a las angustias de María santísima, por la exaltación de la Santa Fe
Católica, extirpación de las herejías, paz y concordia entre los príncipes
cristianos, acierto y prosperidad a nuestros Superiores civiles y
eclesiásticos, tranquilidad y orden público, y resignación en nuestros
trabajos, para que seamos felices en esta vida y en la otra. Dios te salve,
Reina y Madre etc.
Bendito y alabado sea el Santísimo
Sacramento del Altar, y la Virgen concebida sin pecado original.
DÍA SEGUNDO
MEDITACIÓN
Al
fin ya se cumplieron los deseos de la Iglesia santa, que tantos siglos antes
clamaba al eterno Verbo con la Esposa de los cantares: «Venga mi amado a su
huerto». ¡Sí ya está Jesús en el huerto deseado, en ese Jardín no de delicias,
sino de angustias! Y al ir a empezar su combate doloroso, Él también llama a la
Iglesia, para que venga a ser testigo de las aflicciones que en ese huerto
padecerá por sus hijos, diciéndole con Salomón: «¡Hermana mía Esposa mía, ven a
mi huerto! (Cant 5). Sí, ven tú, con tus hijos los fieles, y ved si hay dolor
igual a mi dolor». ¡Alma mía! A ti también te llama Jesucristo, y así míralo
atentamente y considera lo que pasa en su espíritu, cada vez más triste y
angustiado. Como si no hubiera sido bastante causa de aflicción el haber dejado
a su dulcísima Madre, se aparta ahora de sus discípulos, para rogar a su Padre,
ya que las criaturas ningún consuelo le dan. ¡Qué dolor para el Corazón de
Jesús ver que sus Apóstoles queridos, a quienes Él protestó antes que los amaba
tanto, como el Padre lo ama a Él, y a quienes ahora declara su profunda
tristeza, no le contestan una sola palabra para consolarlo! Para un Padre
agonizante son de gran consuelo las tiernas palabras de sus hijos. Y vosotros,
hijos queridos de Jesús, ¿vosotros calláis al ver agonizar a vuestro digno
Maestro? ¡Que apatía! ¡Pedro! Tú que en el cenáculo le acabas de jurar que
morirás con Él, ¿por qué no lo consuelas ahora? ¡Juan! Tú que eres su discípulo
predilecto, tú que para consolarte te has recostado en la cena sobre su sagrado
pecho, ¿por qué no lo abrazas? ¿Por qué no lo haces recostar sobre tu corazón,
para que desahogue un momento la acerba aflicción que parte el suyo? ¡Ah!
Vosotros os calláis oprimidos de temor y de sueño; y al ver la triste pena de
Jesús vuestros labios y vuestro amor se han helado… vuestro cuerpo se ha
rendido… «Descansad, quedaos aquí y velad, mientras yo me retiro un poco para
orar. Yo no soy el pródigo: pero voy a buscar a mi Padre: ibo ad Patrem».
Mira, alma mía, la desolación de Jesús al separarse de sus discípulos: mira cómo
se va retirando despacio, volviéndose entristecido para mirarlos con ternura.
Oye los profundos suspiros que exhala su afligido Corazón: observa la palidez y
la congoja de su rostro y dile: «Jesús amado, ya que sabíais que la tribulación
estaba próxima, ¿por qué no trajisteis aquí a vuestra querida Madre? Ella os
hubiera consolado. ¿Acaso ella era indigna de acompañaros?». «Ay de mí, quizá
la hubiera traído. Pero su presencia aquí hubiera sido para mayor tormento.
Ella hubiera muerto de angustia y el dolor, al ver mi dolor y mi angustia… ¡Ah,
triste Madre mía! Mañana os avisarán en donde está vuestro hijo. Entretanto voy
a desahogar mi tristeza en la oración, voy a consolarme con mi Padre: ibo
ad Patrem». ¿Y dónde va, dónde se retira Jesús, alma mía? Síguelo, y verás
que con la humildad más profunda se hinca, se postra sobre una dura peña como
dice el Venerable Beda. El peso de su angustia lo hace caer y pegar su rostro
con la tierra, como dice San Mateo. En esta postura humillante, en esa postración
dolorosa, sin atreverse a levantar sus ojos al Cielo, exclama con voz turbada:
«¡Padre mío, Padre mío! Vos sois omnipotente: si os es posible, haced pasar
este cáliz de mí. Es cierto que yo salí responsable de satisfacer a vuestra
justicia por los pecados de los hombres. Pero ellos son tantos y tan enormes,
que su multitud y gravedad me oprime. El castigo que ellos merecen es tan
terrible que su sola idea me espanta, hace estremecer mi cuerpo y desfallecer
mi Corazón. Yo ya agonizo antes de empezar a padecer. La acerbidad de los
tormentos que me aguardan, y sobre todo, la negra ingratitud con que los
hombres me corresponderán, me espanta, me acobarda, me desalienta. Y así Padre
mío, si es posible, haced pasar de mí ese cáliz amargo». Oye bien esta súplica,
alma mía, y oye también la conclusión de Jesús: «Pero no se haga mi voluntad,
sino la tuya».
AFECTOS
¡Angustiado
Jesús! ¡Padre amoroso de mi alma! ¿Es posible que por mí os veáis Vos en tan
triste desamparo? ¿Y es posible que siendo yo vuestro hijo, vuestro redimido,
no os acompañe y no os consuele? ¡Ay de mí! Yo no solo me rindo, como los
fatigados Apóstoles, sino que me duermo tranquilo en el sueño profundo de mis
culpas. Viéndoos afligido, no solo me callo sin deciros una palabra de
consuelo, sino que os insulto con mis crímenes, os ultrajo con mis pecados, os
aumento las angustias y huyo de Vos con mis iniquidades. Siendo yo tan
abominable, Vos os separáis, Vos os apartáis de mi y me abandonáis. Pero, Dios
mío, no me dejéis, porque si me aparto de Vos pereceré, como dijo David. Seré
como una oveja descarriada, que, si su buen Pastor no la recoge, los lobos la
destrozan y devoran. Y así, Pastor mío, recogedme, no me separéis de Vos. Yo
quiero volver a vuestro rebaño: quiero entrar en ese huerto donde agonizáis por
mí: quiero acompañaros en vuestra angustia y en vuestra oración, para confortar
mi fe con vuestro ejemplo, para que en mis angustias le diga de corazón al
Padre celestial: «Si es posible, pasad de mí este cáliz; y si no, hágase
vuestra santísima voluntad». Esta gracia os pido, y la particular de esta
novena.
DÍA TERCERO
MEDITACIÓN
Alma
mía, llama hoy toda la atención de tus potencias y sentidos, para considerar la
desolación de Jesús, ya que nadie lo oye ni atiende. Míralo prostrado en el
suelo, poniendo su cara divina donde los pecadores ponen sus pies inmundos. Él
gime, y sus gemidos más tristes que los de la viuda tortolita, hacen resonar el
Monte de las Olivas. Él llora, y sus lágrimas riegan el huerto de Getsemaní. Él
ora con el más profundo rendimiento. Mas, ¡ay! Su Padre no le atiende ni le
responde. Los Ángeles, que en otro tiempo le sirvieron en el desierto, no lo
asisten. Su Madre está ausente… ¿Dónde irá pues, a consolarse? ¡Ah! Entonces sí
pudo Jesús decir con más verdad que David: «Esperé quien se contristase
conmigo, y no lo hallé; quien me consolase, y no lo encontré». Viéndose pues,
desamparado del Cielo y de la tierra, se resuelve a ir a buscar a sus
discípulos. Observa pues, alma fiel, cómo hecha esta resolución, empieza
Jesucristo a levantar su abatido cuerpo apoyando sus manos sobre la tierra;
mira su divino rostro bañado de sudor; míralo un momento, cómo estando hincado
todavía toma un poco de aliento, se limpia el sudor de la cara, da un suspiro y
se levanta. Mas, ¡ay!, sus rodillas le tiemblan, adormecidas con la frialdad de
la peña, su cabeza agobiada cae sobre su pecho palpitante, sus divinos ojos
empañados por su llanto y su pavor. Y así trémulo y angustiado se dirige al
lugar en que los ha dejado. Pero, ¡nueva pena, mayor angustia! ¡Los encuentra
dormidos…! ¡Qué aflicción para el tierno Corazón de Jesús! Este sueño le indica
el poco amor de sus discípulos y la poca fidelidad a sus preceptos. Él al
retirarse a orar les encargó que velasen y orasen, para librarse de la
tentación, cuyo precepto debían haber cumplido tanto para observar la llegada
de Judas cuanto para socorrer y consolar a su divino Maestro. Pero, alma mía,
no inculpes a los Apóstoles tendidos. En su adormecimiento y en su sueño,
reconoce el adormecimiento fatal de la culpa: el sueño funesto del pecado, mil
veces y por muchos años te ha aletargado profundamente, sin oír la voz paternal
y congojosa de Dios que te venía a despertar. ¿Cuántas veces una voz interior,
una desgracia propia o la muerte funesta de tu cómplice en la maldad, han dicho
a tu corazón dormido y muerto a la gracia, lo que San Pablo decía a los de
Éfeso: «¿Despiértate, levántate tú que duermes, sal del sepulcro de la culpa y
Cristo te iluminará? Pues ya que no has oído estas llamadas de Dios, oye ahora
las reconvenciones que hace Jesús a sus discípulos y aplícalas al sopor sordo
de la conciencia. «Pedro (clama), cómo te has dormido. Juan, Santiago, vosotros
también os habéis rendido. ¿Tan cansados estáis que ni una hora habéis podido
velar conmigo? ¡Ah! ¿Yo venía a consolarme de mi triste desamparo con vosotros,
y vosotros os dormís? Yo no esperaba de vosotros tal abandono. Por lo que os
vuelvo a suplicar que veléis y oréis, para que no entréis en tentación. Conozco
que el espíritu está pronto, más la carne está enferma. Esforzaos, pues, y
orad, que yo también vuelvo a la oración». Represéntate, alma mía, al
desconsolado Señor volviendo a su soledad. Ya el Padre celestial había desoído
su primera súplica, y Él vuelve a repetirla con más humilde ternura. Míralo
postrado segunda vez, sin atreverse ya a levantar sus ojos al Cielo, suspirando
tristemente, como un criminal que pide perdón de su delito. El horroroso temor
que la cercana pasión ha infundido en su alma, es tan terrible, que no puede
resolverse a morir tan cruelmente; y por eso repite: «Padre mío, oídme. Soy
vuestro Hijo amado. Así lo habéis declarado Vos mismo en el Jordán y en el
Tabor. Oíd pues, mi sumisa petición. Si es posible (y para Vos todo lo es), no
me hagáis beber este cáliz amargo, lleno de la hiel abominable de las
inmundicias de Babilonia, de las prevaricaciones de Jerusalén, de las
profanaciones de Sión y de las iniquidades de toda la tierra. Sí, Padre mío, no
me hagáis beber esta copa, que contiene todos los torrentes de vuestro furor y
justicia. Con todo, si Vos lo queréis así, aquí me tenéis. Cúmplase vuestra
voluntad, y no la mía».
AFECTOS
¡Desamparado
Jesús! Vos que sois las delicias del Padre, el gozo de los Ángeles, el consuelo
de los Apóstoles, la alegría del Cielo y de la tierra, ¡os veis ahora
abandonado de la tierra y del Cielo, de los Apóstoles y Ángeles, y de vuestro
mismo Padre! ¡Ay de mí! Vuestro desamparo penetra mi corazón y me hace conocer,
¡Dios mío!, mi abandono criminal a las pasiones, mi sueño profundo en la
iniquidad. ¡Ah, Jesús amado! Despertadme de una vez, para que ore, vele, gima y
llore por mis culpas. Mi oración, mi arrepentimiento y mis lágrimas serán
vuestro consuelo. Sí, ¡despertadme, Señor!, y despertadme en vuestros brazos
paternales; porque si no me iría a despertar en las garras de satanás. ¡Por
vuestra angustia, por vuestra Sangre no permitáis a este pecador contrito una
desgracia tan terrible! Humilladme, castigadme, heridme con vuestra mano ahora
mientras vivo; porque prefiero despertarme a vuestro lado, aun cuando sea en
las agonías del huerto, antes que verme rodeado y abismado en las llamas del
Infierno. Dadme pues, vuestra gracia, para que mi alma esté siempre vigilante
contra los asaltos de la tentación. Iluminad mis ojos para que nunca me duerma
en la muerte de la culpa, ni diga el enemigo que ha prevalecido contra mí. Esta
es, Jesús mío, la gracia que os pido, junto con la de esta novena.
DÍA CUARTO
MEDITACIÓN
¡Alma
amante de Jesús! ¡no te moleste el volver a considerar la triste oración, que
Él vuelve a repetir por tercera vez! Sí; no te salgas del huerto, no te
duermas, ponte al lado del Salvador, sino para consolarlo, a lo menos para
aprender a orar. Considera pues, cómo Jesús, a pesar de la inexplicable
aflicción que causaría en su alma el silencio y la no contestación de su Padre
celestial a su súplica por dos veces repetida tan sumisamente, vuelve con mayor
sumisión a implorar su clemencia y a sujetarse de nuevo a su voluntad soberana.
¡Míralo no solo postrado como antes, sino enteramente tendido en el suelo, su
santísimo rostro cosido con la tierra, su pecho hundido en ella, sus brazos
extendidos en cruz, como si fuese el más abyecto de los suplicantes! Ah, ¿quién
no se conmoviera al ver al Creador y Conservador del Cielo y de la tierra en
tan abatida postración? Aprende, pecador, aprende a humillarte en la presencia
de Dios, y oye atento la sumisión de su súplica: «¡Padre mío, Dios mío! Vos que
antes de crear la luz me engendrasteis entre los resplandores de los Santos,
vedme ahora el más humillado, ¡el más anonadado de los mortales! Miradme en
vuestro acatamiento, para saber vuestra voluntad, para saber vuestra última
resolución, mi vida o mi muerte. ¿No os basta Padre mío, el que yo haya nacido
en un establo siendo yo envuelto en pañales, reclinado en un pesebre? ¿Si
lágrimas queréis? Lloré cuando niño y después sobre la ingrata Jerusalén. ¿Si
Sangre? La derramé circuncidado. ¿Si trabajos? Pobre nací y he vivido entre
trabajos desde mi niñez. ¿Si persecución? Sufrí con mi Madre la de Herodes. ¿Si
fatigas? Fatigado me senté sobre el pozo de Jacob, buscando a una pecadora, y
con fatigas busqué siempre las ovejas descarriadas. ¿Si tristeza? ¡Ay Padre
mío, ya casi no puedo hablar! Nadie ha estado jamás más triste que yo. Mi alma
se anega en un mar de tristeza… ¡Voy a expirar de pura angustia! Y así, si es
posible, aliviad mi dolor: haced pasar de mí ese cáliz. Mas también conozco la
multitud innumerable de pecados con que los hombres han ofendido y ofenderán a
tu majestad, y la obligación que yo contraje de satisfacer por ellos a tu
divina justicia. Y así hágase, Padre mío, hágase tu voluntad y no la mía.
Declarádmela pues, que la cumpliré fielmente, aun cuando me cueste la
vida. Fiat volúntas tua!». ¡Oh combate terrible el de Jesús! El
temor lo abate, el amor lo alienta; la pasión lo asusta, la redención lo anima;
la cruz le infunde pavor, la obediencia le da valor y se decide: «¡hágase tu
voluntad!». Mas yo observo que a pesar de tan humilde sumisión, el Padre no le
responde. ¿Y yo presumido y soberbio, quiero que Dios me conceda al instante lo
que le pido altanero, sin ser digno de su gracia, antes sí, siendo digno de sus
castigos? ¡Qué atrevimiento, qué orgullo! El Santo de los santos pide, suplica,
se humilla, no se le responde y se resigna al más atroz de los suplicios; y yo delincuente,
rebelde, sin méritos y lleno de abominación… ¿yo me quejo de Dios cuando no me
oye, y tal vez blasfemo de su providencia, cuando me manda algún trabajo? ¡Ah,
cuán mal imito la humilde resignación de mi angustiado Salvador! Mi soberbia le
aumenta su angustia. Queriendo el Padre celestial que se cumpliese el eterno
decreto, no le responde a su Hijo suplicante, y le manda un Ángel que lo
conforte. Considera cómo ese Ángel toma al Señor de la mano con el más profundo
respeto, lo levanta, le enjuga su sudor y le dice: «¡Verbo increado, hijo
divino de María! Yo soy uno de los que en tu nacimiento cantamos “¡Gloria a
Dios en los cielos, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!”. Mas
los hombres no tendrán paz en la tierra ni gloria en el Cielo, si tú no
consumas la Redención. Anímate pues, no desmayes: bebe con valor este cáliz
amargo, bébelo hasta sus heces. Si lo rehúsas, mira qué ignominia para ti, qué
desgracia para el género humano. Y si lo bebes, ¡ah!, qué gloria para ti, qué
felicidad para los Ángeles y los hombres. Acéptalo pues: los Patriarcas y
Profetas lo esperan, los justos lo desean, los pecadores te lo ruegan, los
Ángeles te lo suplican y el Padre Eterno te lo manda». «Embajador celestial, lo
acepto, me resigno. Voy a morir y a consumar mi sacrificio».
AFECTOS
Bendito
seáis, Príncipe de las eternidades. Sí, seáis bendito, ya que por mí habéis
aceptado el cáliz de la pasión. ¿Qué sacrificio tan grande es el vuestro? ¿Cómo
os lo pagará mi amor? Mas, ¡ay de mí!, yo soy quien lejos de agradeceros tanta
fineza, lejos de dulcificaros con mi gratitud las amarguras de este cáliz
desolador, yo las aumento, yo las acibaro más con mis iniquidades. En vez de
disminuir vuestras angustias, ayudándoos a beber la copiosa dosis de dolor que
contiene la copa del Ángel, le añado más acíbar y más ponzoña, haciendo refluir
en ella los derrames impuros de la copa inicua de la nefanda Babilonia. Sí,
Dios mío, yo me embriago no sólo en el licor, que obscurece mi razón y me
arrastra a mil pecados; sino también con el furor de la ira, de la lujuria, de
la venganza, de la impiedad y con el frenesí de todas las pasiones. Y el
producto de mis vergonzosos excesos, esto es lo que yo os hago beber; esto es
lo que os preciso a tomar, en pago de vuestra angustia. Pero, basta, Padre mío,
basta de embriaguez. Perdonad mi delirio. Mis labios no se mancharán más con el
pecado. Concededme, Señor, esta gracia y la resignación necesaria a las
disposiciones de vuestra voluntad soberana, para el consuelo de mis trabajos, y
el logro de lo que os pido en esta novena.
DÍA QUINTO
MEDITACIÓN
Ya
has visto, alma mía, la profunda tristeza de Jesús, su repetida y desolada
oración, su soledad congojosa, su humilde sumisión a la voluntad divina y la aceptación
voluntaria del amargo cáliz. Mas ahora te resta ver lo más terrible, lo más
angustioso y desolante del afligido Corazón de Jesucristo. No presumas, alma
mía, que el Ángel consolase al Señor. Lo confortó, lo alentó para que se
resolviese al sacrificio; mas no le quitó el gran temor que le infundía la idea
de la muerte y de todo lo demás que afligía su alma. Por esto dice San Lucas
que la aparición del Ángel hizo poner a Jesús en mayor agonía, la cual fue tan
íntima, tan penetrante que empezó a sudar copiosamente gotas de sangre que
corrían y se empapaban en la tierra. Pregúntate pues, alma fiel, ¿cuál es la
causa de este sanguíneo sudor, que arroja por sus poros el sacrosanto cuerpo
del Redentor? Antes Él ha sudado, ha llorado, se ha angustiado, y ahora arroja
Sangre y riega con ella la tierra… ¿Qué es esto, alma mía? ¡Ah! ¿Qué ha de ser?
La aglomeración, el peso inmenso de tus culpas y de todo el mundo sobre el
angustiado Corazón de Jesucristo… Sí, pecador; considéralo bien, y verás que no
es tanto la aproximación de la muerte, ni la viva representación de todos sus
tormentos lo que hace transpirar sangre viva de su cuerpo, cuanto el perfecto
conocimiento de todas las iniquidades de los hombres. Entonces se le
representaron clara y distintamente, particular e individualmente todos los
fratricidios, desde Abel hasta el fin del mundo; todas las violaciones, desde
Dina hasta el fin de los siglos; todos los adulterios, desde David hasta el
juicio; todas las abominaciones de los pueblos y ciudades, desde Sodoma y
Gomorra hasta Babilonia; todos los sacrilegios, desde Filipo que tomó a Sión
hasta el último día; todos los hurtos, desde Acá hasta el último ladrón; en una
palabra, todos las infamias, injusticias y ofensas hechas a Dios y al prójimo,
todo se le representó. También conoció Jesús la multitud de infieles e impíos
que no se aprovecharían de su pasión; los cristianos débiles que lo habían de
abandonar como los discípulos, y negar como San Pedro; las infidelidades
sacrílegas de tantos católicos, Sacerdotes y Esposas suyas, que, como Judas, lo
recibirán en su pecho al lado del demonio, y quizá lo entregarán a sus
enemigos, como este discípulo traidor. Además, se le representaron claramente
los suplicios de los Mártires, los trabajos de los Confesores, las tramas y
conspiraciones de los impíos, las terribles persecuciones a la Iglesia, la
triste aflicción y soledad en que quedaría su santísima Madre, y sobre todo la
asombrosa multitud de réprobos que se condenarían por el abuso de su
misericordia. Considera ahora si todo esto junto, y mucho más que nosotros no
podemos comprender, era suficiente para infundir pavor y aflicción, angustia y
espanto hasta en un corazón de piedra ¿cuánto más en el tiernísimo y ya
demasiadamente angustiado Corazón de Jesús? Mira pues, cómo primero el cuerpo
de nuestro Señor queda pálido y frío, porque la Sangre se retira al corazón,
apenas anhelante de angustia y casi sofocado por el peso de tan tristes
representaciones. ¡Ah! ¡Míralo bien! Su palidez mortal, su respiración cortada,
sus eclipsados ojos te harán temer que la vehemencia de tanta agonía ya lo ha
hecho expirar. ¡Oh exceso de dolor! Mas no temas: su divino amor lo reanima al
instante y obra en su Corazón un prodigio de valor. Ese esfuerzo divino hace
que la Sangre, que antes se había concentrado al Corazón para corroborarlo,
retroceda y vuelva a las partes exteriores del cuerpo con tal ímpetu, que,
abriéndose paso por todos los poros, salió y se derramó por los conductos de
los ojos, del rostro, del pecho, de las manos, de los pies, del cuello, de la
espalda, de todo el cuerpo. Así es como Jesús sangre suda, sangre derrama, en
sangre está bañado su cuerpo, en sangre está empapada su túnica, en su sangre
está regada la tierra… ¿Y este sudor sanguíneo, este derramamiento de la Sangre
de tu Dios, no te hace derramar a ti lágrimas de sangre? ¡Ah pecador! ¡Ah
corazón mío, cuán duro eres, cuán cruel! Mas no permanezcas en tu dureza:
póstrate, y con lágrimas de dolor dile a Jesús con todo tu corazón.
AFECTOS
¡Ensangrentado
Padre mío! Ahora conozco que Vos sois por mi amor un Varón de dolores, de
angustias y de sangre. Pues la copia con que la derramáis no es más que la
anticipación de mi rescate. Mas, no, Dios mío, no la derraméis toda en la
agonía de Getsemaní: no la sudéis toda sobre la tierra. Haced, ¡Señor! que
siquiera una gotita caiga sobre mi alma. Sí, agonizante Jesús, lavadme,
bañadme, purificadme con una sola gota de vuestra Sangre purísima. Bien
conozco, Padre mío, que no lo merezco, porque yo os he causado esta angustia
sangrienta, y porque, ¡ay de mí!, (el pecho se me rompe; pero os lo confesaré,
Señor) porque con mis sacrilegios he profanado, he derramado, he pisado esa
Sangre preciosa, ese precio divino de mi Redención. Angustiado Jesús, perdonadme;
perdonadme tanta maldad. Ya que hasta ahora tanto he sudado para el demonio
tentador, para complacer a esa carne impura; haced que solo sude y agonice por
vuestro amor. Y haced que en mis agonías vuestro sudor y vuestra Sangre sean mi
refrigerio, mi consuelo, mi dicha: que en este mundo vuestra Sangre sea mi
sustento, que en el Purgatorio vuestra Sangre sea mi felicidad eterna. Esta
gracia os pido, y la particular de esta novena.
DÍA SEXTO
MEDITACIÓN
Considera,
alma devota, cómo después del copioso sudor de sangre se sintió Jesús alentado
para levantarse; no porque hubiese cesado en su alma la triste angustia que no
lo dejó hasta su muerte: usque ad mortem: sino porque el amor que
nos tenía a nosotros y la obediencia a su eterno Padre le infundieron valor
para ir a recibir la muerte. Míralo pues como lo miraba San Buenaventura, mira
cómo Jesús se levanta de la oración todo bañado en su Sangre, y cogiendo una
esquina de su manto se limpia el rostro con ella, pues su pobreza era tal que
ni siquiera un pañuelo tenía. Llégate y ofrécele uno, aunque sea hecho de una
tela de tu corazón; pero que no esté manchado, sino limpio con la gracia; pues
si está sucio con la culpa, aumentarás más su angustia. Observa la mansedumbre
con que se llega a sus discípulos. Él los encuentra dormidos, como antes; y
lejos de increparles su poca vigilancia en una noche de tanto peligro, les dice
con la mayor ternura: «Ahora sí, queridos míos, dormid y descansad
tranquilamente un momento, pues ya se aproximó la hora en que el Hijo del
hombre será entregado en manos de los pecadores». Como si les dijera: «Yo
velaré hasta que lleguen mis enemigos: entre tanto descansad vosotros un rato;
cuando se aproximen, yo os despertaré». Al ver esta benignidad del Señor y el
silencio de los Apóstoles, que nada le contestaron, dile tú, alma mía, dile
siquiera por su triste desamparo: «¡Jesús mío! Vos estáis sumamente abatido,
Vos habéis batallado con la tristeza y el pavor más acerbo, Vos os habéis
desangrado; y por lo mismo a Vos os toca descansar, para rehaceros y para que
entréis con valor en el combate de la pasión, que ya está cerca. Entretanto yo
velaré, y os avisaré cuando vuestros enemigos se acerquen a ese huerto». El
Señor aceptaría tu oferta, si el sordo ruido de las armas, la funesta luz de
las linternas y hasta el siniestro chichisbeo de la turba, no le indicase que
sus enemigos han salido ya de Jerusalén y se acercan a Getsemaní. ¡Ay! Cierto
es; ya están asomando… Ya están ahí, tras de la cerca hablando en secreto y
conviniendo cn el modo de prenderlo. Mira al discípulo traidor, mira al malvado
Judas cómo les da la contraseña del beso y del abrazo, para que no se
equivoquen y prendan por Él a San Juan, que tanto se le parece. ¡Pero detente,
hombre infernal! ¡Vuélvete, alma sacrílega!… ¿Tienes valor para entregar a tu
Maestro y a tu Dios? ¿Tu corazón no se hiela de espanto al ir a cometer una
traición tan infame, un atentado tan horrendo? ¡Ah, no pases más adelante!
Siquiera por la humildad con que en el cenáculo te ha lavado y besado los pies;
por el amor con que te ha comulgado su Cuerpo y Sangre preciosa, por el amor
que aun ahora te tiene y con que te está mirando, detente, vuélvete… Mas la
obstinación de Judas es igual a la del demonio, que estaba en su corazón, como
dice San Juan. Y en vez de detenerse, se entra al huerto silenciosamente, para
observar si el Señor está en el mismo lugar de la oración, en que él lo había
visto orar otras veces. Se va acercando con pasos taimados, cual lobo astuto
que quiere asaltar a un cordero inocente. Ya lo ha visto; lo reconoce y se
vuelve cautelosamente a prevenir a sus cómplices. Mas, no creas, alma mía, que
Jesucristo esté durmiendo, no: Él está orando y velando, y ha visto muy bien la
entrada y la salida de Judas, así como ve todos tus pasos y extravíos, aunque
sean de noche, y hasta tus más ocultos pensamientos. Considera ahora cuánto
afligiría el Corazón de Jesucristo el ver a un discípulo suyo hecho el capitán
de sus asesinos. ¡Oh avaricia! ¿Qué no has de hacer, cuando haces apostatar a
un Apóstol, cuando de un hombre que obraba prodigios y lanzaba los demonios de
los cuerpos, lo haces peor que el mismo demonio? ¡Ah! El Señor se estremecería
al observarlo, porque este extravío nefando le representaba los sacrilegios de
tantos cristianos, las apostasías de tantos ministros suyos, las infidelidades
de tantas almas a quienes él favorecía como a sus queridas esposas. Reconoce
pues, si tú eres una de estas almas traidoras, y dile compungida al afligido
Señor.
AFECTOS
¡Amado
Maestro mío! ¡Dulce Esposo de mi corazón! Yo me reconozco y confieso traidor,
porque yo he vendido vuestra gracia, yo he entregado vuestro cuerpo. ¡Sí, Dios
mío!, yo soy peor que Judas, pues os he vendido a mi vergüenza, comulgando con
mala confesión: os he entregado a mis pasiones, recibiéndoos con hipocresía: os
he colocado en mi corazón inmundo al lado de satanás: os he entregado a la befa
y escarnio de vuestros enemigos, alejándome de Vos y burlándome de los justos
que os recibían con fervor. He vendido también vuestra gracia a mis pasiones, a
los halagos del mundo, a las seducciones de Lucifer. Más de mil veces he sido
perjuro, pues más de mil veces he quebrantado en ofensa vuestra no sólo los
juramentos del santo bautismo, sino también las repetidas promesas hechas en el
santo tribunal de la penitencia. Por lo mismo necesito, Señor, que me miréis
con más caridad y amor que al discípulo alevoso; para que no vuelva jamás a
repetir traiciones tan viles contra vuestra Majestad. Dadme pues, vuestra
gracia, para que siempre os sea fiel a Vos, y perdone generoso las alevosías
que me hicieren mis prójimos. Esta caridad os pido por vuestro amor, junto con
la gracia de esta novena.
DÍA SÉPTIMO
MEDITACIÓN
¡Alma
amante de Jesús! Hoy debes considerar el más generoso amor del divino Maestro y
la más inicua traición del discípulo sacrílego. Mira pues cómo Jesucristo
después de la tristeza de su alma, hasta la muerte; de su prolija oración hasta
la agonía, de su extremada angustia hasta sudar sangre, parece que va a
desfallecer; pues no solo se ve desamparado de su celestial Padre, sino vendido
por su malvado discípulo. Y esto es lo que traspasa más cruelmente su Corazón.
¡Ah! ¿Con qué pena se levantaría Jesús, para avisar a sus dormidos Apóstoles la
llegada del traidor? Yo me lo represento caminando fatigado y volviendo a cada
paso su vista amorosa hacia el paraje por donde asoma la turba; no por miedo
que le tenga, sino por compasión a su desventurado conductor. Al fin, es su
discípulo, lo ha querido, y aun lo ama. Mas viendo que se van acercando para
consumar su horrendo atentado, despierta a Pedro, a Juan y Santiago,
diciéndoles: «Basta, súfficit. Sí, queridos míos, basta ya de dormir.
Ya ha llegado la hora fatal. Abrid vuestros ojos, y mirad que el Hijo de Dios
va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos pues, vamos a morir.
Ved aquí al traidor: ya está en este huerto el que me viene a entregar (Lucas
14)». Levantaos, súrgite. A este aviso tan urgente se levantaron
los Apóstoles atónitos y despavoridos, más el Señor no se asusta. Al ver la
cohorte impía, mandada por los pontífices y fariseos, capitaneada por el infame
Iscariotes, al ver relucir las armas con la siniestra luz de las hachas y
linternas, Jesucristo se para, Judas se le acerca, y como si el Señor no
penetrara sus pensamientos, le dice con la más alevosa hipocresía: «Dios te
salve, Maestro mío», y para colmo de iniquidad tiene la osadía de aproximársele
más, lo abraza, lo estrecha contra su corazón, y con sus labios sacrílegos le
da un ósculo inicuo en su rostro sacrosanto. ¡Ah traidor! ¿Cómo no te traga la
tierra? ¿Cómo no se abre el Infierno a tus plantas? ¿Vienes a entregar a tu
Maestro divino, y le dices que Dios lo salve? ¡Qué perfidia! Alma de Lucifer,
yo me horrorizo al ver que con una señal de paz y de amor, ¡con un abrazo y un
ósculo cometes el crimen más atroz! Sí, mi alma se horroriza de tu maldad, y al
mismo tiempo me asombro de ver la infinita mansedumbre de Jesús. ¡Ah! Él ve el
depravado ánimo de Judas, conoce su negra traición, prevé sus dolorosos
resultados, y sin embargo lo abraza tiernamente, le hace sentir en su pecho
endurecido los amorosos latidos de su Corazón sagrado, estampa sus labios
purísimos y pega su rostro divino con la cara del traidor. ¡Qué dignación! ¡Qué
humildad! ¡Qué amor! Y como si estas sinceras demostraciones de caridad no
fueran suficientes para manifestarle la infinita misericordia con que lo mira,
y la entrañable ternura con que aún lo ama, le pregunta dulcemente: «Amigo mío,
discípulo querido, ¿qué quieres de mí? ¿A qué has venido?». Mas ¡ay!, estas
dulces palabras, capaces de ablandar un mármol, no penetraron aquel obstinado
corazón poseído del demonio: por eso nada contestó. Mira cómo Jesús, viendo su
silencio y deseando todavía salvarlo, le vuelve a preguntar «¿Judas, tienes
valor para entregar con un ósculo al Hijo de Dios?» Esto le dijo Jesucristo no
tanto para reconvenirlo, cuanto para hacerle comprender toda la grandeza de su
crimen y para indicarle las ansias con que deseaba su arrepentimiento y su
salvación. Pero la obstinación de Judas era aún más grande que su traición; por
eso en vez de responderle al Señor le dio la espalda, y se volvió a sus
cómplices criminales, para instigarles a consumar su sacrilegio infernal.
Parece que los verdugos no se atrevían a cometer una acción tan impía por
respeto al Dios de la santidad: más Judas les insta, porque la presencia y las
tiernas miradas de su Maestro agitan en su conciencia los remordimientos de su
gran pecado, que en vez de serle saludables producen en su alma la ira, la
rabia y la desesperación. Por eso se agita para que lo prendan y maten cuanto
antes. Esto es el odio del pecador cuando se rebela contra Dios. Mas Dios lo
sufre con paciencia, lo llama con amor, lo recibe con misericordia.
AFECTOS
¡Mansísimo
Jesús! ¡Dulcísimo Maestro y Padre caritativo de mi alma! Al veros abrazado de
vuestro discípulo traidor, correspondiendo con ternura al ósculo que él os dio,
conozco vuestra generosidad divina, vuestra humildad profunda y vuestra caridad
sin par: aquí en esa humillación Vos me hacéis conocer mi altivez, mi orgullo,
mi ira y mi venganza; esas pasiones viles que Vos reprobáis, y que yo disfrazo
bajo el velo del honor vulnerado, de la honra perdida, del celo ultrajado y
hasta de la religión zaherida: sin conocer que estas son cavilaciones de mi
amor propio para no perdonar al que me ha ofendido, para vengarme mejor de mis
enemigos: Sí, ¡Dios mío!, la venganza, esa pasión diabólica es la que domina mi
soberbio corazón. Mas viéndoos a Vos abrazando y perdonando a vuestro enemigo
mortal, yo también perdono a mis enemigos con todo mi corazón. ¡Ah Señor! Vos
me perdonáis a mí, más traidor que Judas, las ofensas, los ultrajes, las
traiciones con que todos los días hiero a vuestra Majestad soberana ¿y no
perdonaré a un hermano mío, a un hijo vuestro, que me ha agraviado, y por cuyo
perdón Vos mismo me suplicáis? No, ¡Jesús mío! ¡No más venganza, no más rencor!
Por vuestro amor perdono de corazón a mis enemigos, perdono a cuantos me han
agraviado, para que Vos me perdonéis. Concededme pues esa gracia caritativa, y
la particular que deseo en esta novena.
DÍA OCTAVO
MEDITACIÓN
En
la meditación pasada nos ha dado Jesucristo un ejemplo asombroso de su caridad
y mansedumbre, abrazando a Judas y llamándolo su amigo: ahora veremos su valor,
su misericordia y su omnipotencia. Míralo pues, alma mía, y aprende lo que Él
te enseña. Sí, mira cómo al ver que aquellos hombres inicuos aguijoneados por
Iscariotes se le iban acercando furibundos, como lobos rabiosos que van a
devorar un manso cordero, y sabiendo (como dice San Juan) todas las cosas que
habían de venir sobre Él, lejos de asustarse ni confundirse, reanima su Corazón
y sale a recibirlos. Mira la entereza con que se para a su frente y les
pregunta: «¿A quién buscáis?». Ellos respondieron: «A Jesús Nazareno».
Considera, cristiano, la ceguedad de aquellos hombres. Ellos lo habían visto mil
veces en Jerusalén, habían oído su doctrina, habían presenciado sus milagros;
además el ósculo de Judas era la contraseña inequívoca: por lo mismo no podían
desconocerlo. Y en vez de contestarle que buscaban a Jesús nazareno, debían haberle
dicho: «A ti buscamos». Mas ellos no lo conocieron, porque el Señor los cegó
para hacerles conocer que Él era aquel mismo Dios que hirió con la ceguera a
los nefandos Sodomitas, que iban a violar la casa de Lot y a los Ángeles
purísimos; el mismo que confundió con la ceguera a los enemigos del pueblo de
Israel; el mismo que había probado su divinidad dando vista a tantos ciegos, se
la quitaba ahora a ellos, para que no cometiesen una iniquidad tan grande, como
era la de poner las manos en su mismo Dios y llevarlo al suplicio. Jesucristo
sabía que había de morir: no lo rehusaba. Pero deseaba el bien y deseaba la
salvación de sus enemigos. Mas, ¡ay! Este milagro no los hace desistir de su
impía empresa: por eso gritan que buscan a Jesús nazareno. Oye ahora, alma mía,
la dulzura con que Jesucristo les dice: «Yo soy: Ego sum». Como si
les dijera: «Yo soy ese cordero inocente, cuya sangre deseáis derramar. Yo soy
ese justo a quien deseáis arrancar de la tierra de los vivientes. Yo soy el
enviado del Padre para la redención de los hombres. Yo aquel a quien Él ha
constituido Juez de vivos y muertos. Yo soy el que soy, Dios omnipotente y
eterno, Dios criador de cielos y tierra, Dios premiador de los justos y
castigador de los perversos. Sí: Yo soy todo esto y mucho más. Ego sum».
Pondera aquí la fuerza de la palabra divina; pues apenas pronuncia Jesús «yo
soy», cuando los impíos en vez de lanzarse sobre Él para prenderlo, caen hacia
atrás, como heridos de un rayo, y allí estarían caídos todavía si Jesús no les
diera permiso para levantarse. Mas, ¡oh ceguedad del pecador obstinado! Esta caída
que debía hacerles abrir los ojos del cuerpo y del alma, causándoles un
saludable arrepentimiento, los hace más feroces y más impíos. Pues lejos de
aprovecharse del beneficio de Jesús, que les permite levantarse, insisten más
obstinados en prenderlo. Asombra el ver en ellos tanta malicia y tanta
mansedumbre en Jesús. Él les vuelve a preguntar que a quien buscan, no porque
lo ignora, sino porque quiere hacerles conocer su sacrílego atentado. Ellos le
contestan con más rabia: «A Jesús Nazareno». «Ya os he dicho (les contesta el
Salvador), ya os he dicho que Yo soy. Si a mí me buscáis, aquí me tenéis, pero
dejad ir libres a mis discípulos, para que se cumpla el oráculo de no perder a
ninguno de los que me ha dado mi Padre». ¡Oh amor, oh celo de mi Dios por sus
hijos! Mira, alma mía, el cuidado que Jesús tiene de ti y de tu salvación, aun
en su más grande peligro. Él se entrega voluntariamente en manos de sus
enemigos, porque tú quedes salva: Él va a morir, para que tú vivas. Agradece
tanta fineza, ámalo, sírvelo, sacrifícate y entrégate por Él, ya que Él por ti
se entrega y sacrifica. No, no te unas jamás a esa turba de impíos que va a
prenderlo. ¡Desgraciada de ti si te alistas a la compañía de Judas! Porque,
come dice San Agustín y San León Papa, «el que echó por el suelo con su sola
palabra a los que fueron a prenderlo en el huerto, cuando Él mismo se entregaba
tan humildemente, ¿qué hará de sus enemigos dónde los arrojará, cuando venga a
juzgarnos como Juez omnipotente? ¡Ah! Ellos, ellos perecerán sin remedio».
Considera esto bien, alma mía, y dile con humildad al Señor.
AFECTOS
¡Soberano
Salvador mío! ¡Víctima divina de mis expiaciones! Perdonadme, tened
misericordia de mí. Sí, tenedla; porque yo también he sido, y aún soy uno de
vuestros enemigos. ¡Ay de mí! Cuántas veces yo también os he buscado, no para
amaros, sino para ultrajaros y renovaros vuestros tormentos. Ahora conozco,
Padre mío, que cuando yo buscaba ansioso el objeto maldito de mis culpas, el
ídolo de mis criminales extravíos, Vos me hacíais sentir en mi corazón vuestra
voz paternal. Los remordimientos de mi conciencia eran los ecos amorosos de
aquella voz del huerto: «Yo soy». Sí: «Yo soy», me gritabais en mi interior,
«Yo soy ese Dios a quien vas a ofender con tus iniquidades; detente pues,
detente, hijo mío». Mas yo, atrevido y obstinado, ciego y enfurecido, he
querido satisfacer mis pasiones, asesinándoos a Vos y a mi pobre alma. ¡Ay
Jesús mío, perdonadme tanta obstinación! Ahora veo que las enfermedades, las
persecuciones y las infamias son postraciones con que Vos queréis abrir mis
ojos, curar mi orgullo; hacerme vuestro hijo. Sí, lo conozco; y lejos de
murmurar de vuestra Providencia cuando me vea caído, perseguido y postrado,
adoraré humilde vuestra mano soberana; para que me deis resignación y me
ayudéis a levantarme. Concededme esta gracia, y la particular de esta novena.
DÍA NOVENO
MEDITACIÓN
Cuando
San Pablo animaba a los primeros fieles a sufrir con resignación los trabajos
de esta vida y las persecuciones por la fe de Jesucristo, los exhortaba con
estas palabras: «Deponiendo el peso de vuestros pecados, corred por la
paciencia al combate que el mundo os presenta; mirando, para confortaros, en el
Autor y consumador de la fe, Jesús, que despreciando la confusión humillante de
su pasión, sufrió valerosamente los tormentos de la cruz. Por eso está ahora
sentado a la diestra de Dios. Pensad pues y meditad lo que sufrió el Señor por
los pecadores, qué contradicción tan terrible padeció en si mismo. Sí,
meditadlo, y no desfalleceréis de ánimo cuando os veáis en angustias por Él.
Porque si bien lo miráis, vosotros todavía no habéis resistido ni peleado
contra el pecado, hasta derramar vuestra sangre… Y sabed que Dios castiga al
que ama, y azota a los hijos que recibe en su amor (Hebreos 12)». ¡Alma mía,
estas palabras son para ti! Sí, ellas deben penetrar hasta lo íntimo de tu
corazón, para que conozcas lo poco que tú has padecido por Dios y lo mucho que
Dios ha padecido por ti. Viendo sus terribles tormentos, tú tendrás más
resignación en los tuyos. Entra pues en Getsemaní, ponte al lado de Jesús, y no
huyas de miedo como los discípulos. Mira cómo aquella turba de malvados tan
luego como oyó que el Señor se declaraba y entregaba a Sí mismo, se lanzaron
sobre Él para prenderlo. ¡Ah!, ¿y no habrá quien lo defienda? Sí hay. Pedro, a
pesar de su temor, al ver que ya se adelantahan contra su Maestro, saca una
espada; los arremete valerosamente y hiere al criado del príncipe de los Sacerdotes.
Mas, ¡oh mansedumbre infinita de Jesús! ¡Oh benignidad incomprensible! Él cura
y restituye la oreja cortada al criado atrevido que iba a prenderle, y reprende
a Pedro que lo quería defender. «Vuelve, le dice, vuelve la espada a su lugar:
todos los que hieren con espada, a filo de espada perecerán. Si yo quisiera
defenderme, no necesitaba de tu brazo. ¿No sabes que si yo rogase a mi Padre,
me mandaría ahora mismo más de doce legiones de Ángeles? ¿No quieres que las
Escrituras se cumplan en Mí? ¿No sabes que mi muerte es necesaria para salvar
al mundo? Desde la eternidad me ofrecí víctima voluntaria de la redención:
ahora mismo acabo de aceptar el cáliz que mi Padre me ha enviado, ¿y tú no
quieres que lo beba? No, Pedro: tu celo no es laudable: envaina tu espada y
déjame ir a morir…». Asómbrate aquí, alma mía, tú que huyes el padecer algo por
Dios, asómbrate de ver el ansia que Él tenía de morir por tu rescate. Él no
quiere que sus Apóstoles ni sus Ángeles lo defiendan de sus enemigos. Solo sí,
parece que extraña el aparato ruidoso con que lo vienen a prender: por eso le
dice «¿Por qué habéis venido a prenderme con espadas y lanzas, con linternas y
hachas, con palos y tantas armas, como a un ladrón malhechor? Todos los días me
habéis visto en medio de vosotros, enseñando en el templo con la mayor pacifiques,
y no me tomasteis; más ahora, bien lo podéis hacer, porque esta es vuestra hora
y la potestad de las tinieblas». Apenas Jesús les dio licencia con estas
palabras, se arrojaron furiosos sobre su divina majestad, como perros rabiosos
que quisiesen devorarlo. Mira con qué ira tan infernal arremeten al Señor: con
furia indecible unos lo cogen por los cabellos, otros por la túnica, estos por
las manos y brazos, aquellos por el cuello, los de atrás lo oprimen por las
espaldas, los de delante lo sofocan por el pecho, los de cerca hieren su
santísimo rostro con crueles bofetadas, los distantes maltratan su cuerpo con
las astas de las lanzas, éste le escupe, aquel le ultraja, y cargando todos de
tropel sobre su divina majestad lo tiran al suelo, lo pisan, lo hieren con
golpes cruelísimos, tirando cada uno a partirle los huesos, a sumirle las
costillas, a destrozar su cuerpo: de manera que de mil y cien soldados (que componían
la cohorte) ninguno quedó que no lo hiriese o injuriase… ¡Ah! No de balde los
Profetas al vaticinar ese pasaje aflictivo, compararon la furia rabiosa de esos
ministros de satanás a la furia del unicornio, a la bravura de los toros
acosados, a la rabia de los perros, a la fiereza de los leones, a la voracidad
de los tigres, a la rapacidad de los lobos. Sí: tal fue la ferocidad de
aquellos corazones luciferinos, que, para explicarla, los comparó el Espíritu
Santo a los monstruos más atroces, a las fieras más crueles… Y tú, alma mía,
¿qué dices al ver tanta iniquidad? ¿No te horrorizas al ver que unos hombres
tan impíos maltratan tan cruelmente a tu Dios, y al ver a ese Dios tan
ultrajado, tan abatido, tan humillado que ni siquiera abre su boca para
quejarse? ¡Qué paciencia tan grande en Jesús, y qué ultraje tan sacrílego en
sus enemigos! Mas no te indignes contra ellos, cristiano; indígnate contra ti
mismo, porque tus pecados son los que han prendido y maltratado a Jesús. Claro
te lo dice con tristes lamentos el profeta Jeremías: «Christus Dóminus
captus est in peccátis nostris». (Trenos 4, 20). Sí; no lo dudes, pecador.
El mismo Jesucristo se lo declaró así a sus Apóstoles cuando les dijo: el Hijo
del hombre será entregado en manos de los pecadores. Reconoce pues, alma mía,
que tus pecados son los verdugos de tu Redentor. Ellos son los que no
satisfechos de haber desahogado su rabia brutal con un ultraje tan cruel, le
atan fuertemente sus manos por atrás con una soga dura, con otra cuerda lo
amarran de la cintura; con una cadena oprimen sus brazos y con otra le aprietan
su cuello, sofocando su respiración. Este amarramiento lo hacen, teniéndolo al
Señor en el suelo tendido boca abajo, oprimiéndolo con sus rodillas y sus pies,
para que no se les escapara. Mira cómo después de haberlo atado tan cruelmente
que reventó la sangre por las muñecas, lo tiran con violencia, lo arrastran con
crueldad, dándole de palos y empellones como al más facineroso criminal. Así lo
sacan del huerto para llevarle al suplicio. Entonces sus discípulos huyen
despavoridos, y el Señor queda solo, como un manso cordero, hecho presa de
lobos infernales... Y tú, alma mía, ¿qué haces viendo esto? ¿No se te rompe el
corazón? ¿O quieres aumentar más todavía los ultrajes de Jesús? Entonces sigue
pecando, sigue con tus iniquidades: y si no estás satisfecha, únete a esos
forajidos, agarra una soga de esas, tira una de sus cadenas, arrástralo,
písalo, descarga sobre él golpes impíos, dale de bofetadas, derrama su sangre,
insúltalo, blasfémalo y mátalo de una vez. ¿Tendrás valor para hacer todo esto
con tu Dios y Redentor? ¡Ah no, alma cristiana!, no seas tan cruel. Deja que
los sayones lo arrestren solos del huerto a casa de Anás: no vayas con ellos; no
huyas tampoco con los discípulos: quédate en Getsemaní, póstrate a los pies de
tu ultrajado Señor y dile con todo tu corazón.
AFECTOS
¡Amante
Padre mío, vilipendiado, ultrajado, atado, herido, abofeteado y arrastrado por
mi amor! ¡Luz de mis ojos, eclipsada; vida de mi alma, agonizante; consuelo de
mi corazón, pisado y saciado de oprobios, aquí me tenéis, no para prenderos,
¡no, Dios mío!, sino para pediros perdón, y si posible es, para consolaros. Sí;
consolaros quiero, angustiado Señor, ya que tantas veces os he renovado los
dolores y malos tratamientos del huerto. Pues yo, ingrato y vil pecador, con
mis avaricias y usuras os he vendido; con mis perjurios y sacrilegios os he
entregado como Judas; con mis impurezas he escupido en vuestro rostro
santísimo: con mis blasfemias os he insultado en vuestra cara: con mis iras os
he atado vuestras manos sacrosantas: con mis venganzas he puesto atrevido mis
manos en Vos, ¡Padre mío!: con mis pasos a la iniquidad os he pisado: con mis
lazos criminales os he arrastrado: con mis impiedades os he llenado de
improperios: con todos mis pecados os he maltratado, os he cargado de golpes y
cadenas, como los soldados impíos. ¡Sí, Jesús amado! Todo esto he hecho yo con
Vos. Pero ¡ah!, Vos curasteis a Malco, Vos recibisteis con amor al mismo Judas.
¿Y no me curaréis, no me recibiréis, no me abrazaréis a mí? Sí; perdonadme,
curadme, recibidme, abrazadme, dadme un ósculo de paz y de amor, ¡Dios de
misericordia y de amor! Dádmelo, y dádmelo en mi corazón, para que se cambie,
para que deje la culpa, para que no remueve más vuestras angustias, para que se
llene de gracia, para que jamás me separe de Vos, para que os acompañe siempre
en el Huerto y el Calvario, sudando por Vos, padeciendo por Vos, agonizando con
Vos, muriendo con Vos; para que al fin pueda también reinar con Vos en el
Cielo. Esta es, Salvador mío, la gracia principal que os pido y espero de
vuestro amor, junto con la de esta novena.
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