jueves, 23 de abril de 2020

QUINCE MINUTOS ANTE LA VIRGEN DEL CARMEN




QUINCE MINUTOS A LOS PIES DE LA VIRGEN DEL CARMEN

Por el
R. P. Ludovico de los Sagrados Corazones.
Carmelita Descalzo.
Guatemala C. A.


“El que muera vistiendo mi Escapulario, no se condenará; y si, guardando castidad según su estado, reza mi oficio parvo, o, no sabiendo leer, guarda abstinencia los miércoles y los sábados, yo, Madre de Misericordia, le sacaré del Santo Purgatorio el primer sábado después de su muerte.”

Promesas de la Virgen.



La Virgen. — Venid a mí todos y os conduciré a mi Santo Monte Carmelo y llenaré de alegría vuestro corazón. Venid, hijos míos, que yo, Madre de misericordia, lo soy del Amor Hermoso, del temor santo y de la dulce esperanza... En mí está la virtud y la vida. Yo, como el terebinto, extiendo mis ramas y cobijo a todos bajo mi sombra.

El Alma. — Virgen de mi amor, hermosura del Carmelo, vengo a tus pies para derramar mi corazón. ¡Qué bien se está aquí, Madre mía! Como el cansado viajero a la sombra del árbol, como el sediento junto a la fuente de agua, como el niño al pecho de su madre, como el corazón junto al consuelo... ¡qué bien se está aquí, a los pies de la vida y de la dulzura!... A ti vengo, Virgen del Carmen, para que vuelvas a mí tus ojos de misericordia. En este valle de lágrimas se sufre y se pena, el mal espíritu siempre en acecho, la carne en lucha constante, el mundo ardiendo en el fuego malo de las pasiones, siempre en alboroto por la mentira y la ambición, por el orgullo y la vana sed de goces y placeres… ¿quién podrá librarme de tanto peligro, Madre mía? . . . ¿quién?

La Virgen. — Hija mía, vienes a mí huyendo, siquiera por breves minutos, del estrépito mundano, y recurres a mi corazón de Madre para que te salve de tus enemigos, del mundo, demonio y carne ¡bien haces, alma mía!...  descansa sobre mi corazón... no temas; aquí, junto a mi corazón, no llega la tempestad, nada pueden los odios del demonio, se aquietan las pasiones que conturban, no se oye el alboroto y bullicio del mundo... Descansa en mí; soy tu Madre y Reina del cielo, de la tierra y del abismo. Reina del cielo y dispensadora de su gracia y bendición, Reina de la tierra y guardadora de corazones, Reina del abismo y dominadora de sus fuerzas. Tengo encadenado a mis pies el demonio y sus legiones... no temas. ¿Ves el Escapulario que llevo en mis manos? ¿Ves sus dos cintas? Pues son lazos para el demonio, para que no haga lo que quiera... y los dos pedazos de tela son mis sellos que cierran el corazón de mis hijos y cofrades, para que jamás entre en ellos el maligno espíritu y los afianza para que la tentación nunca pueda arrancármelos...

El Alma. — ¡Oh Reina mía qué buena eres! Ahora comprendo el atractivo que tiene tu advocación del Carmen para las almas que en este valle de lágrimas lloran y sufren, ya los adversos cambios de la vida, ya las continuas turbaciones de las pasiones. ¡Tú Escapulario santo!... Él es quien atrae a tus pies el corazón del anciano y del niño, del sacerdote y del seglar, del militar y del religioso; todos vienen a ti, Señora y Madre mi la inocencia y el arrepentimiento... todos te bendicen, todos te cantan como esperanza... vida... y dulce calma… ¡Tu Escapulario sagrado! ¡Cuántas lágrimas ha enjugado, cuántos dolores mitigado, cuántos corazones ha endulzado En días de tristeza ¡cuántas pasiones ha calmado!... ¡cuántas almas ha salvado! Madre del Carmen, yo beso tu Escapulario... apretándole contra mi corazón
lleno de fe y de amor, y te digo de lo íntimo de mi alma: Gracias, Madre mía, gracias por tu Escapulario, gracias.

La Virgen. — Yo que soy Reina y Madre, entregué a mi siervo Simón Stock este Escapulario para que me recordase en la memoria de mis hijos y cofrades
en este doble concepto de realeza y maternidad. El Escapulario es signo de mi poder, testimonio de mi amor; significa mi poderío de Reina y mi ternura de Madre. ¿Sabes qué significan estas dos cintas?... Mira lo que hace una madre con su hijo; con sus brazos le estrecha, le atrae, le abraza para besarlo... para que tome de su pecho el alimento que le sacie, y dulcemente le adormece en su regazo. Las das cintas son mis dos brazos que dulcemente aprisionan, fuertemente atraen y abrazan con inefable ternura a mis hijos y cofrades que duermen confiados en brazos de mi amor y poder. Es signo de mi dominio y realeza; como el sello real torna inviolables los objetos sobre que está puesto, de igual modo son intangibles, infranqueables, invulnerables los corazones que yo con mi Escapulario señalo y distingo. Hija mía, pone me ut signaculum, ponme sobre tu corazón como sello de tu Madre y Reina... que yo be empeñado mi palabra: el que muriese vistiendo mi Escapulario no padecerá el fuego eterno.

El Alma. — ¡Qué dulce me es tu palabra Madre mía! No padecerá el fuego eterno el que muriese vistiendo tu Escapulario. Tu palabra no faltará; es promesa de Reina del Cielo, es juramento de la Madre de Dios y de los hombres. Es palabra reconocida por la Iglesia y acreditada por la universal confianza de todos tus hijos. Esta tu palabra es al corazón bálsamo del cielo, luz del cielo, calor del cielo, dulce y santa palabra... ¡Gloria a ti, Virgen del Carmen!

La Virgen. — También he prometido sacar del santo Purgatorio, el primer
sábado después de su muerte, a aquellos de mis cofrades que, llevando mi Escapulario, rezaren todos los días mi Oficio Parvo, y los que, no sabiendo leer, guarden abstinencia los miércoles y sábados, o cumplan la conmutación que el confesor les hubiese hecho de la abstinencia, caso de no poderla guardar. Pero ten muy en cuenta, hija mía, que no es mi Escapulario una seguridad para las almas que, fiadas en él, pecan y vuelven a pecar, abusando así de una de mis bondades más insignes. Yo no salvo a la fuerza. El que lleva mi Escapulario ha de hacerse digno de mi amor y de mi protección.

El Alma. — Eres Madre sobre todas las madres, todo corazón, todo amor, todo piedad y dulzura. Tú, Madre mía, con tu Escapulario, nos has dado el testimonio más insigne de tu piedad. ¡Oh amor de Madre más fuerte que la muerte, que no se limita a este mundo, ni acaba en el sepulcro! ¡Oh amor sublime! tú rompes los lazos de la muerte, abres las puertas del purgatorio, bajas hasta las almas que allí sufren, buscas las que llevaron el Escapulario y las llevas al cielo... ¿Habrá una sola alma que no te bendiga? ¿un solo corazón que no te ame? ¿un solo pecho que no suspire por ti, Virgen Santísima del Carmen?

La Virgen. — Bien dices que soy Madre sobre todas las madres, a todas supero en ternura y solicitud para mis hijos y cofrades: los protejo en vida, los acompaño en la agonía y los redimo del santo purgatorio. Con mi Escapulario guardo sus cuerpos y defiendo sus almas, les amparo en los ¡peligros y asisto en las tribulaciones del espíritu! ¿Quién ha venido a mí y no ha experimentado consuelo? ¿Quién me ha invocado llevando mi Escapulario, y yo no le he escuchado? Si una madre siempre atiende al hijo
que le suplica, yo, Madre sobre todas las madres, ¿no acudiré al llamamiento de mis cofrades que son hijos de mi alma? Alguna vez te habrás quejado de que no son escuchadas tus oraciones; pero tu oración ¿ha sido humilde y llena de fe? Hija mía, las oraciones de la tierra rara vez suben al cielo por falta de amor y confianza, pues si se orase como se debe, mi Hijo y yo no faltaríamos a nuestra palabra. La falta está en el que pide, no en aquél a quien se pide, no en mí, pues soy la dispensadora de la gracia.


El Alma. — Confieso Madre mía, Reina de mi amor, que Tú has sido mi verdadera Madre, que nada te queda por hacer. En cambio, yo no he sido verdadera hija tuya: no he vivido como a tal… mis oraciones han sido un pasatiempo, mi piedad vacía de obras, y la religiosidad de mi vida apariencia vana. Pero no quiero ser ya más tu pena, Madre mía del Carmen; de hoy en adelante me esforzaré en mostrarme hija tuya; tu Escapulario cubrirá un corazón humilde y devoto, puro y sufrido. Confío, no en mí, que soy para el bien veleidosa, pronta para el mal, y débil para la lucha. Confío en ti, Virgen del Carmen.... ¡Ea pues, abogada mía, vuelve esos tus ojos a esta alma que es toda tuya; mírame, Madre mía, que tu mirada es luz de mis ojos, paz de mi alma, alegría de mi corazón, ¡fuerza de mi espíritu... mírame y bendíceme!...

La Virgen. — Mi mirada está siempre fija en mis hijos y cofrades... nunca los olvido... ¿Cómo he de olvidarlos si están en medio del mundo luchando y sufriendo? Les miro y bendigo. Hija mía, cuando luchas y sufres y lloras, tu Madre te mira y te bendice. Ten, pues, valor. Mi Escapulario es escala mística: sus dos cintas son hilos que transmiten de corazón a corazón confidencias dulces; mis hijos me cuentan penas y yo les devuelvo consuelos; son hilos que transmiten del corazón de mis hijos al mío, corrientes de amor filial, y del corazón mío al de ellos, luz, calor, fuerza, sentimiento, piedad, devoción... ¡Oh hija, que nunca falte en tu pecho esa insignia de amor y poder!

El Alma. — Virgen purísima, estrella del mar, Reina mía, siento movido mi corazón por los sentimientos de gratitud y de amor… ¿Qué quieres, Madre mía? ¿qué haré yo para mostrarte mi devoción y gratitud? Tuyo es mi corazón, tuya mi alma, tuya mi vida, los latidos de mi corazón, mis pensamientos y palabras, obras y deseos; todo mi ser te pertenece, y me complazco en ser tuya para siempre. Este Escapulario me recordará siempre que yo, pobre y miserable, soy tuya, y tú, Señora y Reina, eres mía, mi Reina, mi Madre, mi todo…

La Virgen. — Gratas me son estas protestas de amor, y quiero pedirte una fineza de cariño que no te será difícil. Mucho me debes, pero no seré exigente ¿Por qué, bija mía, alma mía, corazón que eres mío, no me dedicas unos quince minutos cada semana? ¡Cuántos minutos pierdes en vanidades y acaso en perjuicio de tu alma!... ¿No podrías dedicarme siquiera lo que te sobra, unos minutos perdidos que tú habrías de malgastar?... unos minutos, si no en mi iglesia, en tu casa, en cualquier otro templo, a los pies de alguna imagen mía, quince minutos de íntima conversación, de confidencias y de mutuo amor. ¿No tienes nada que contarle a tu Madre?...

El Alma. — Cierto, Madre mía, que he desperdiciado muchos minutos y aun horas y también días. ¡Cuán buena eres, Señora de mi alma! Me confundes al pedirme tan poca cosa... ¡Unos minutos! ¡tiempo que yo he despreciado! ¡lo que no he querido, lo que me ha sobrado!... ¡esto pides tú, que tienes derecho a toda mi vida!... Sí, Madre mía, te dedicaré unos minutos de conversación. ¡Oh, quién pudiera vivir fuera del mundo y de las necesidades de la vida para estar siempre a tus pies!... Ya que esto no puede ser, al menos quince minutos dedicaré a estar contigo, bien en tu iglesia, o en mi casa, o donde sea posible.

La Virgen. — Quiero pedirte una florecita más de fina gratitud; quiero, alma
mía, que seas apóstol de mi Escapulario y de mi advocación del Carmen; procura que todos me conozcan, que todos lleven esa prenda de salvación, en especial los niños, ¡oh los niños! ¡qué lástima me dan! ¡cuánto pena por ellos mi corazón! Que vengan a mí los niños, yo quiero los niños, quiero guardar su corazón, quiero preservar su alma; procura que todas las madres hagan imponer mi Escapulario a sus hijos pequeñitos para que guarde su inocencia… Los pecadores, las almas buenas, los corazones que están en peligro, los enfermos, ¡que todos lleven mi Escapulario! tú debes procurarlo. Los pobrecitos en los hospitales, los desgraciados en las cárceles, que todos lleven mi santa insignia; ¿lo procurarás, alma mía? No te pido más, sino que hagas de tu parte lo que puedas, según tu posición social, o las circunstancias de tu vida.

El Alma. — Es justo lo que me pides. Que todo el mundo ame a la Virgen del Carmen, que todo el mundo lleve su santo Escapulario, será, Madre mía, desde hoy, mi empeño, mi ideal; tomaré ese propósito como deuda de gratitud que tengo contraída contigo, Madre mía.


La Virgen. — Una palabra más, hija mía; la última: Te suplico que nunca dejes mi Escapulario, nunca, hija mía; esta será la señal de que me amas. Debes también, en testimonio de tu gratitud, de tu cariño, procurar asistir a la Salve que todos los sábados se canta en mi iglesia, donde están mis hijos, los Carmelitas o al menos rezarla con especial fervor, si no te es posible asistir adonde se canta. Procura una vez al mes concurrir a los ejercicios de comunión y procesión que se acostumbra celebrar en las iglesias de mis hijos y Cofrades. Ya ves, hija mía, que no te pido cosa difícil, en cambio de tantas gracias y favores concedidos con el santo Escapulario.

El Alma. — Tuya soy, hermosura del Carmelo. Señal de esta entrega que hoy hago de mi ser, será este Escapulario, que nunca más dejaré... ¡oh, Escapulario santo de mi Madre del Carmen! no te dejaré... tú guardarás mi corazón, mi vida, tú me asistirás en las dificultades y tribulaciones, tú me darás fuerza en la tentación, aliento en la debilidad y luz en la obscuridad de mi espíritu. Virgen del Carmen, virgen de mi amor... tuyo es mi corazón, tuya mi vida, tuyo todo mi ser. Yo me postro a tus pies en reconocimiento a todas tus bondades; yo te canto con la más grande humildad y con todo el cariño de mi corazón, Salve, Reina, Madre de Misericordia; vida de mi alma, dulzura de mi corazón, mi esperanza en este valle de lágrimas... Mírame, Madre mía, con compasión, no me dejes... no me dejes, que, sin ti ¿qué será de mí? Sin ti, no habría remedio para mis males. Eres Madre, no me dejarás. Este Escapulario me recordará siempre tu amor, tu mirada, tu protección. Me voy confiada... pero antes te ruego que me bendigas, y tu bendición me hará fuerte en la fe, ardiente en la caridad y constante en la esperanza. Adiós, a tus pies dejo mi corazón, guárdalo. Adiós, Reina soberana y madre piadosa del Carmen.





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