DEVOTO
EJERCICIO DE LOS SIETE VIERNES EN HONOR A JESÚS PACIENTE
AFECTUOSOS
COLOQUIOS CON
SIETE
VIERNES DE CUARESMA, Y PARA CUALQUIERA OTROS VIERNES DEL AÑO
Impreso
en la Stampería de Michelle Puccinelli, Calle Tor Sanguigna núm 17. Roma, Italia. Año 1816
PRIMER
VIERNES
Misterio:
Agonía en el Huerto
Virtud:
Resignación
COLOQUIO
CON JESÚS.
Oh Jesús mío,
cuánto has padecido por mi amor en el Huerto de Getsemaní, cuando abrumado por
una agonía mortal era tal la plenitud de amargura que inundó a tu afligido
corazón, que un sudor de sangre copioso cubrió todas las partes de tu
sacratísimo cuerpo hasta caer en tierra mojándola. Qué horror no concebiste a
la vista de tanta iniquidad, con las cuales fuiste culpado, haciéndote víctima
de expiación de todos los pecados del hombre? ¡Oh cuánto debiste estar
particularmente amargado en aquel penoso momento por el número y la gravedad de
mis culpas! Ningún consuelo le quedaba a tu espíritu, porque donde quiera que
volvieras la mirada aparecían ante Ti solo objetos que te causaron las mayores
amarguras, aflicciones y angustias. El Padre, que casi se olvida de que él es
un Padre, no te veía más que como el signo de su justa venganza, porque te vio
revestido con la divisa del pecador; Los hombres de ese tiempo y de otros
porvenir han sido tan ingratos por el gran beneficio de la Redención, que
habrían hecho todo lo posible por hacer inútil tal derramamiento de sangre; y
por todo esto, la naturaleza humana que por exceso de amor habías asumido,
oprimida por el horror de la próxima Pasión, deseaba alejarse del amargo Cáliz
de tantos sufrimientos. Y, sin embargo, mi querido Jesús, aunque reducido a la
agonía de la muerte, aunque estuvieses derramando sangre por la vehemencia de
la aflicción, te resignaste a la voluntad del Padre eterno, y realizaste el
gran sacrificio de Ti mismo, para que se salvaran tantos y tantos pecadores. ¡Oh,
amor infinito de mi Salvador, cuánto te debo! ¡Oh ejemplo de resignación
verdaderamente heroica, que me reprocha el poco amor que le tengo a la cruz, a
los trabajos, a los sufrimientos! Ah cuántas ocasiones he tenido para poder
sufrir por tu amor, pero he escuchado más las voces de mi carne siempre enemiga
del sufrimiento, y no he hecho caso a los estímulos que Tú le has dado a mi
corazón al mostrarme tu Agonía y tu resignación en el Huerto de Getsemaní. Te
dejé solo en tu sufrimiento, en tu sudor de sangre y en tu agonía, y me fui a
dormir, como los Apóstoles, por mi delicadeza; he acariciado tantas veces mi
carne, porque aprendí de una infeliz experiencia a ser más rebelde con el
espíritu; En suma, puse todo mi estudio en evitar cada cruz y en alejarme con
tanto perjuicio de tu santísima voluntad. Querido Jesús mío, te ruego por
cuanto sufriste en tu Agonía, por cuantas gotas de sangre derramaste en el
Huerto, que me des la gracia de despreciar cada vez mi propia voluntad, y de
buscar solamente el cumplimiento de tu amorosísimo beneplácito. No te pido
sufrimientos, porque conozco demasiado mi debilidad, mi miseria; pero te pido
que yo pueda llevar mi cruz con resignación y con mérito, y que continuamente
junto contigo diga con el corazón y no con la lengua: “No se haga mi voluntad,
sino la de mi Dios”. Amén.
PRÁCTICA
No hay persona en
el mundo que no tenga su cruz, pero son bien pocos los que la llevan con mérito
y la sufren con resignación. Muchos son los que dicen amar a Jesús, lo visitan
mucho en el Santísimo Sacramento, reciben frecuentemente la Comunión, felices
de estar con Jesús, para que su corazón se halle tranquilo y para que Jesús les
comunique su dulzura. Pero si el Señor se complace en visitarlos con cualquier
aflicción espiritual o corporal, si les surge algún problema, cualquier
disgusto, rápidamente pierden el valor, estallan en quejas bien amargas, y tal
vez incluso contra la Providencia, y harían cualquier cosa por quitarse de la
espalda esa cruz. Las almas cristianas, que anhelan de todo corazón una
devoción firme y no superficial, a menudo reflexionan sobre este modelo en
Jesús Penante en el Huerto, acostumbrándose a reflexionar sobre cuán resignado
abrazó la cruz, cómo sacrificó su voluntad para hacer la del Padre eterno, y
animados con su ejemplo llevan con resignación su cruz, incluso tú. Imita a
Jesús, que teniendo que dar inicio a su Dolorosa Pasión se preparó con una
larga Oración en el Huerto. Acostumbrémonos a tan bello, tan ventajoso, tan
necesario ejercicio de meditar a cualquier hora todos los días sobre la Pasión
del Salvador. Aprende de él a silenciar tus bajos instintos y a someter la
carne al espíritu. Con este efectivo medio, te despojarás de ti mismo y
eliminarás muchos desórdenes del amor propio y, poco a poco, comprarás la
hermosa virtud de la resignación.
JACULATORIA
Dios mío, que se
cumpla siempre en mí vuestra santísima, justísima y amabilísima voluntad: Fiat
in me voluntas tua, fiat, fiat.
ORACIÓN
A MARÍA SANTÍSIMA DOLOROSA
Virgen Santísima
Dolorosa, por aquel inmenso mar de penas, y de aflicciones en el cual quedó
como sumergido tu Corazón al pie de la Cruz, vuelve tus ojos misericordiosos
sobre mí, que, aunque soy pecador, también soy hijo tuyo. Es cierto, que he
sido yo el causante de tu amarguísimo llanto, porque con mis pecados he causado
la muerte al inocentísimo Jesús, tantas veces crucificado por mí, cuantas veces
he vuelto a caer en el maldito pecado. Pero a ti recurro, porque en ti tengo
puesta mi esperanza, porque si no en ti, Madre de Piedad, Madre de
Misericordia, ¿en quién podré confiar entonces? Si tú eres mi Madre, aunque yo
soy pecador, a ti me ha entregado Jesús desde la Cruz en el último momento de
su penosísima Agonía; Tú me aceptaste en el Calvario, y yo pongo como mi
ventaja aquél mismo pecho que yo mismo traspasé con la muerte de tu Hijo. ¡Ah,
no permitas que un hijo de tus lágrimas y de tus dolores pueda perderse! ¡Ah no
permitas que sea inútil tanta Sangre derramada por Jesús para mi salvación!
Obtenme, oh querida Madre, un arrepentimiento tan vivo de mis pecados que
limpie mi alma de toda mancha, y una vez reconciliado con Dios reconquiste la
gracia y pueda llamarme ser verdadero hijo tuyo, no solo en el llanto y el
dolor, si no en el consuelo y el amor. Obtenme también que en mi corazón queden
vivamente impresas las Llagas del Redentor, para que yo pase todos los días de
mi vida recordando continuamente cuánto Él ha padecido por mí, para así nunca
más ofenderlo, y espere feliz el momento de entregar mi alma en el dulce abrazo
de mi Jesús Crucificado para ir a darle gracias en el Santo Paraíso por toda la
Eternidad. Amén.
SEGUNDO
VIERNES
Misterio:
La Traición de Judas
Virtud:
Perdón de los Enemigos
COLOQUIO
CON JESÚS.
Oh amorosísimo
Jesús, qué bello ejemplo de heroica caridad me das al iniciar tu dolorosísima
Pasión! He aquí al desgraciado Discípulo, aquel Judas elevado por ti al grado
excelso del apostolado, instruido en tu divina escuela, favorecido también con
el don de milagros, participante de tu Carne Inmaculada en la última Cena,
quien ha venido a traicionarte, y entregarte a aquellos que te buscaban a
muerte. ¡Oh traición, como no se ha visto ni se verá otra igual! ¡Oh pecado,
que contiene en sí la horrenda malicia! Ah si tus enemigos hubieran, como lo
habían intentado otras veces, llegado por sí mismos a asaltarte, para
apoderarse de tu Persona, así habría sido menos cruel la herida de tu corazón
amoroso; pero verlos conducidos por un Apóstol, ver aquél rebelde discípulo
abusar de tu tierna confianza, aquel a quien admitiste tantas veces, venir a
darte un beso de falso amor como señal a tus enemigos para que te arrestaran,
esta sí que es una herida cruelísima, que atraviesa el alma, y en la persona de
este monstruo de ingratitud se te presentaron a la mente tantos y tantos
cristianos ingratos, que con labios mentirosos e inmundos se han acercado al
Banquete Celestial. Bien se merecía que tan terrible atentado fuera castigado
sin demora por la venganza Divina. Pero tú, querido Jesús, has traído al Mundo
una Ley de amor, has querido que el distintivo de tus seguidores fuese la
caridad mutua, has predicado que si amamos a nuestros enemigos y perdonamos sus
injurias, y si devolvemos bien por mal, tú estás listo a ponernos el sello con
tu Divina Doctrina. Tú, Jesús mío, saliste al encuentro del Traidor, lo
saludaste con el nombre de Amigo, recibiste su beso, lo invitaste a la
penitencia y le ofreciste el perdón. Oh
Caridad propia solamente de un Hombre Dios! Y cual excusa encontraré yo para el
odio, el rencor, que tantas veces he tenido en mi corazón conta mi prójimo,
cuando debo ser juzgado por Ti, ¿que fuiste a abrazar a Judas? ¿Podría ser que
recibieras mayor injuria? ¿Podría ser que me creyera merecer menos de Ti? Ah,
desafortunadamente en el reflejo de tu ejemplo, mi pecado no encuentra excusa; pero
encuentra, en cambio, la más consoladora esperanza de perdón en esas mismas
entrañas de la Misericordia, de las cuales el desafortunado discípulo no quiso
aprovecharse. No, que ya no quiero abusar más de ti, Jesús mío; hoy mismo a tus
pies me despojo de todo mal sentimiento contra mi prójimo; quiero olvidar para
siempre cualquier error, cualquier injuria, cualquier ofensa que haya recibido;
perdono, sí perdono de corazón, perdono por amor tuyo a cualquiera que me haya
ofendido; abrazo a todos mis enemigos y me dispongo a hacerles todo el bien que
ellos no han hecho por mí, a cambio del mal que me han deseado. Por lo tanto,
mi querido Jesús, que has prometido perdonar a quien perdona a sus enemigos,
perdóname tú todos mis pecados, y hazme pasar todos los días de mi vida en
espíritu de caridad y de comprensión hacia mi prójimo, para que en el día del
Juicio me reconozcas por Hijo tuyo, y Discípulo tuyo, y me admitas a participar
de tu Reino por toda la Eternidad. Amén.
PRÁCTICA
Las máximas falsas
del mundo siempre están en contradicción con las máximas verdaderas del
Evangelio. Reina por todas partes el espíritu de venganza, y si alguna vez se
deja de perseguirá un enemigo, esto es más por un reflejo de la prudencia
humana que por el sentimiento cristiano. De hecho, la depravación del mundo ha
llegado a tal punto que se cree deshonrado aquél que no empeña su vida para
vengarse de un mal recibido. Pero tienen el valor de recitar cada día el
Padrenuestro, y proferir aquellas terribles palabras: “Señor perdona nuestras
ofensas como perdonamos al que nos ofende”, ¡palabras terribles! Si se hiciera
la debida reflexión, se entendería que al pronunciarlas pronunciamos una
condena irrevocable contra nosotros mismos, ya que como no perdonamos a
nuestros enemigos, nunca podemos esperar de Dios el perdón de nuestros pecados.
Almas cristianas, no se sorprendan por el falso honor del mundo, pongan toda su
gloria en ser seguidores de Jesús Crucificado, e imítenlo al perdonar de
corazón los insultos, y hagan el bien a quienes le han hecho y deseado el mal. Que
tu perdón por tu prójimo, que te ha ofendido, sea pleno, sincero e irrevocable;
así como anhelas el perdón, que le pides a Dios por tus pecados. Olvida las
ofensas y no escuches a quienes dicen que perdonar es de cristianos, que olvidar
las ofensas es una tontería. ¡Oh tontería deseable por el amor de Jesucristo! Oh
tontería, ¡según dice el Mundo!, pero en el día del Gran Juicio será reconocida
como verdadera Sabiduría, que nos abrirá por toda la eternidad la Puerta del
Santo Paraíso.
JACULATORIA
Jesús
mío por tu amor perdono a todo el que me haya ofendido, y le abrazo de corazón
a los pies de tu Santísima Cruz.
TERCER
VIERNES.
Misterio:
La Flagelación
Virtud:
Mortificación de los sentidos
COLOQUIO
CON JESÚS
Aquí estás,
querido Jesús, entregado a la ira de tus enemigos para hacer la masacre más
bárbara de tu carne inocentísima. No fue suficiente, que no se encontrara falta
en ti, y que todas las acusaciones fueron declaradas falsas; sin embargo, se
les permitió azotarte sin piedad y poner en práctica todas las maneras más
despiadadas para hacer que exhales el espíritu bajo los golpes. Contempla al
final los ardientes anhelos de tu Corazón; aquí al final fueron satisfechos los
malos deseos de tus enemigos. Querían tu muerte a toda costa, y al no poder
obtenerla de un juez, aunque Pagano, convencido de su inocencia, querían
reemplazar la cruz con la columna y los azotes; quieren verte muerto. Por otro
lado, tú ya habías anunciado que estarías inmerso en un Bautismo de Sangre, y tu
Corazón tenía muchas ganas de pasar esta prueba suprema de tu inmenso amor por
el Hombre. ¡Oh, Preciosísima Sangre más preciosa, que brotaste de cada vena, y
de cada arteria de mi Jesús, que ya has cubierto toda su carne inmaculada, y
que ya estás fluyendo como ríos en la tierra, ¡te adoro profundamente! . . .
Cada gota, cada partícula reprocha su complacencia al hombre carnal, y el abuso
que ha hecho tantas veces de sus propios sentimientos contra la ley de Dios. La
justa ira del Señor ya había reivindicado sus errores contra los hijos de los
hombres, que se habían sumido en pecados tan vergonzosos; Había enviado una
inundación de aguas para sumergir tantas iniquidades; Había llovido un diluvio
de fuego destruyendo a Sodoma y Gomorra. Sin embargo, ejemplos tan tremendos no
fueron suficientes para frenar la lujuria del hombre. Ahora tú, mi querido
Jesús, quieres sumergirlos en un nuevo diluvio de sangre, que más que por una
paliza inhumana, tu ardiente caridad hará que se derrame de cada parte de tu inocentísimo
cuerpo. ¡Pero cuál será la utilidad de tanto derramamiento de sangre! Tus
deseos, oh mi Jesús, se cumplirán al no dejar ningún intento de refrenar la
brutal licencia del hombre; ¡pero el hombre!... ¿Se abstendrá de los placeres
prohibidos de la carne para no renovar la cruel carnicería de tu Flagelación?
¿O arderá por pisotear tu preciosa Sangre para correr tras la desvergüenza y la
lujuria culpable? Oh, mi Divino Redentor, que por culpa de mis pecados has
estado bajo los azotes hasta que has perdido la apariencia de Hombre,
despiertas en mi corazón un deseo tan vivo de imitarte en tu paciencia, que me
hace amar tanta mortificación de todos mis sentidos, y medito hasta qué punto
he seguido miserablemente las siniestras inclinaciones de mi corazón. Oh, por
los méritos infinitos de tu Sangre preciosísima, dame la gracia de proteger los
sentidos de mi cuerpo de ahora en adelante con tal celo, para que pueda
adquirir esa pureza de corazón, por la cual has prometido la bendita visión de
Dios por toda la eternidad. Amén.
PRÁCTICA
Viven muy
engañadas algunas almas que fingen mantenerse puras a los ojos de Dios,
mientras ninguna cuida el custodiar celosamente sus sentidos. La muerte, como
dice el Espíritu Santo, entra por las ventanas, y las ventanas del alma son
precisamente los sentidos del cuerpo. Entonces, qué maravilla, si tantas y
tantas almas creyendo que ya están a salvo de cualquier peligro por algunas
prácticas devocionales, a las que están acostumbrados a ejercitarse todos los
días, y por qué no, como dicen, un poquito de cada hierba, a pesar de que a
veces caen, ¿y tal vez incluso no con poca frecuencia en la culpa grave? Si uno
pudiera examinar su conducta minuciosamente, uno encontraría que el principio y
la causa de sus caídas, ha sido precisamente la falta de custodia de los sentidos,
y especialmente de los ojos, por medio de los cuales bebieron el veneno de la
culpa. Ten mucho cuidado, alma cristiana, si deseas permanecer firme en las
buenas resoluciones para servir a Dios fielmente en tu propio estado.
Especialmente tú, que vives en medio del mundo, que solo tiende a amarrar a
quienes no son lo suficientemente cautelosos. Cuídate de no caer con cada paso,
fíjate bien donde colocas tus pies; quiero decir, no confíes tanto en tus
sentidos, ni nunca te creas tan seguro de que no te traicionarán. ¿Quién más
santo que David, quién más favorecido que él con tantos dones de Dios? Sin
embargo, una sola mirada fue suficiente para sumergirlo en la iniquidad más enorme.
¿Cómo, entonces, no caerá quién en cada reunión de personas de diferente sexo
deja que sus ojos fluyan libremente, y todavía sostiene la mirada sobre objetos
peligrosos, creyéndose lo suficientemente defendido cuando por cualquier frío y
débil acto contrario hace que la imaginación comience a calentarse, y el
corazón ya pierde el equilibrio debido a su tendencia hacia los placeres
prohibidos? Recordemos a San Luis Gonzaga, que no se permitía mirar fijamente
ni siquiera el rostro de su propia madre. Pero sobretodo siempre mantén tu
vista y tu mente en la imagen de Jesús Penante, atado a la Columna siendo
azotado bárbaramente e inmerso en un mar de Sangre para pagar con ella tantos y
tantos pecados de impureza.
JACULATORIA
Haz,
Jesús mío, que todos mis sentidos siempre sean custodiados por el espíritu de
mortificación.
CUARTO
VIERNES
Misterio:
La Coronación de Espinas.
Virtud:
Humildad.
COLOQUIO
CON JESÚS
Después de la
bárbara carnicería que sufriste en la Flagelación, oh mi buen Jesús, ahora se está
preparando un tormento más cruel con la Coronación de Espinas y al ser humillado
como Rey de burlas. ¡Oh tormento inaudito, y hasta ahora nunca practicado ni
siquiera con el culpable de las fechorías más horrendas! ¡Oh, la humillación
más angustiante para un Dios Hombre, Autor de toda la Creación, y verdadero, ¡y
único Señor de todos los Soberanos! Sin embargo, eres tan diferente de tus
enemigos, que aún no se han conformado con haberte quitado la figura de hombre
con innumerables latigazos, y quieren desahogar su ira hasta con tu Santísima
Cabeza cubriéndola toda de espinas muy agudas y muy dolorosas. Aquí también se
cumplió la Profecía, que desde la planta de los pies hasta por encima de la
cabeza no ha habido parte del cuerpo que no fuese inhumanamente desgarrada.
Parecía que toda tu preciosa Sangre ya había sido derramada por tantas heridas
que la Flagelación había abierto por todo tu Cuerpo; pero tu ardentísima
Caridad empuja desde tu corazón los avances de este sagrado amor a derramarse
desde tu Cabeza, a escurrirse y recubrir tu adorable Rostro. Oh Jesús mío, ¿qué
ha sido de tu Rostros? ¿Dónde está escondida tu amabilidad, que desde los
primeros momentos en que te dignaste a descender a la tierra, conquistó a
muchos hasta dejar todo para convertirse en seguidores tuyos? ¿Dónde está ese
Rostro, el cual los ángeles anhelan mirar ardientemente, y que forma la
felicidad del bendito reino del paraíso? ¡Oh, cuán enormes han sido mis
pecados, que han llegado a eclipsar al Sol de Justicia! Lo conozco muy bien, y
lleno de confusión aquí a tus pies, oh Rey de los Dolores, confieso que sufres
este nuevo tormento, esta terrible humillación por mis pecados de vanagloria,
ambición y orgullo. Son mías esas espinas que se generan en mi mente por tantos
pensamientos inicuos, y se nutren y crecen en mi corazón culpable de tantas
complacencias contrarias a tu Ley Santísima. Soy yo quien renueva el tormento
de la Coronación de Espinas todo el día al perderme detrás de la vanagloria del
mundo, y al sacrificar al ídolo de la ambición los verdaderos intereses de mi
alma. Mi orgullo me hizo renegar de la solemne promesa hecha en el Bautismo de
renunciar al mundo y sus pompas, y me hace sordo a tu Divina Voz, que me invita
a imitarte en tus humillaciones. Ah, querido Jesús, que por mi bien quisiste
humillarte hasta dejar que se burlaran de ti como un Rey falso, despierta mi
espíritu con la consideración continua de tus humillaciones, enamóralo de tus
oprobios. Permite que yo, de ahora en adelante, ponga toda mi gloria en ser
miembro de tu cabeza Coronada de Espinas, y que rechace de mí todo sentimiento
de orgullo y amor propio para vivir todos mis días en un ejercicio continuo de
Santa Humildad, que cuanto más me recuerde que soy nada, más me levante hacia
ti y me haga merecer aquella verdadera gloria, que has reservado a los humildes
de corazón en el Santo Paraíso. Amén.
PRÁCTICA
Dios rechaza a los
soberbios, pero le da su gracia a los humildes. Si esta verdad de Fe quedara
bien grabada en el corazón de todos los cristianos, no correrían con tanta
ansiedad detrás de la vanagloria del Mundo, no tendrían tanta opinión de sí
mismos, ni tratarían de ser estimados por otros. Parece imposible que el
hombre, que en el orden natural no es más que nada y vil polvo, y en el orden
de la gracia de ese bien, que está en él, toda la gloria debe atribuirse solo a
Dios, pero el hombre se enorgullece de ello, y trata de robarle a Dios todo el
honor para apropiarse de él. Oh, si a menudo nos acostumbráramos en nuestro
interior a repetir con San Francisco: “Dios mío, quién eres tú, quién soy yo”,
encontraríamos en cada momento, en cada ocasión tales motivos y tales razones
para bajar nuestro orgullo, que ya no tendríamos el coraje de levantar la
cabeza. Ninguna de estas advertencias le parece necesaria a las personas que
viven en el mundo con poco o ningún pensamiento sobre su salvación eterna. Incluso
las personas espirituales, incluso aquellos que tienen un deseo real de
santificarse y que lo desean con empeño, tienen una gran necesidad de que se
les repita con frecuencia, de que cuanto más se rebajen, y a menudo mediten en su
nada, más se mantendrán en sus corazones
un sentimiento decisivo, y una verdadera persuasión de no tener nada más que
defectos, faltas y pecados, y así progresarán aún más en el camino del
espíritu, y se elevarán hacia Dios, el único y verdadero Autor de todo nuestro
bien tanto espiritual como temporal. Por lo tanto, que estas almas tengan
cuidado de no caer en la vanagloria, de no caer en el orgullo, si saben que han
hecho cualquier buena obra, si el Señor se ha dignado favorecerles con
cualquier don; si experimentan algún consuelo espiritual en la Oración, en la
Comunión u otro ejercicio devoto. Esto sería un robo manifiesto de lo que
pertenece solo a Dios; sería lo mismo corresponder con ingratitud a sus dones,
y volverse cada vez más indigno de recibirlos en adelante. Que si el amor
propio les sugiere compararse con los demás y creerse más que ellos, recuerden
que el fariseo fue reprobado precisamente porque se atrevió a decir: “no soy
como los otros hombres que son malos”. Un gran Siervo de Dios dijo que para
convertirte en un Santo, tenías que poner tu cabeza debajo de tus pies. Haz lo
mismo por ti, oh Alma Cristiana; siempre ten humildad en el corazón, siempre
créete lleno de fallas y defectos; cree que eres capaz de hacerlo peor que
nadie, si Dios deja un momento de ayudarte con su gracia; en suma, créete digno
de ser despreciado por todos; y luego te volverás verdaderamente grande a los
ojos de Dios, quien humilla a los orgullosos y exalta a los humildes.
JACULATORIA
Dios
mío, Dios mío, todo el bien es tuyo y todo el mal es mío.
QUINTO
VIERNES
Misterio:
Camino al Calvario
Virtud:
Mansedumbre
COLOQUIO
CON JESÚS
Aquí estás, oh
Mansísimo Cordero, siendo conducido para ser víctima de expiación por nuestros
pecados; aquí estás como si fueras Isaac, que va al monte llevando sobre su
espalda la madera preparada para el gran sacrificio. Este es precisamente el
Monte destinado en los Decretos eternos, mostrado ya en figura a Abraham y
ahora es otro donde en verdad será derramada toda tu preciosa Sangre. Oh
querido Jesús, es ahora cuando te reconozco y te adoro por mi verdadero Rey,
viéndote cargando en tus sagradas espaldas con tu Cruz, porque veo precisamente
cumplirse la predicción de Isaías de que habrías de tener tu Principado sobre
tus hombros. Ah, que tu caridad infinita te ha hecho elegir una Cruz como
trono, trono de amor, trono, que, al ocultar todos los esplendores de tu
Majestad infinita, me da valor para acercarme a ti. Mientras tanto, la crueldad
de los pérfidos judíos te acompaña en este doloroso viaje con mil insultos, con
mil gritos de placer bárbaro por tus dolores. Mi pobre Jesús, te veo bañado con
el sudor de la muerte, y aún más con la sangre, que sale de muchas heridas
reabiertas por golpes, maltratos y por el enorme peso de la Cruz; Te veo caer
varias veces al suelo cerca de exhalar el último aliento, y estas mismas
caídas, que serían suficientes para mover las rocas más duras hacia la
compasión, solo hacen enojar a tus enemigos contra Ti. Sin embargo, en medio de
un impetuoso torbellino de insultos, golpes y burlas, estás en silencio, y como
Cordero inocente no abres la boca para dar el más mínimo lamento. Tienes toda
la razón, oh Jesús mío, de guardar silencio, porque hablaste lo suficiente como
para enseñarme en la predicación de tres años; y ahora abres una escuela para
mí, lo que me hace sonrojar porque no he aprendido a imitar tus virtudes. ¡Cuánto
habla tu silencio, tu paciencia, tu mansedumbre! ¡Oh, cómo me reprocha mi
locuacidad, mi intolerancia, mi arrogancia! En cada paso del doloroso viaje al
Calvario repites en mi corazón que me niegue a mí mismo para seguirte, que
abrace voluntariamente mi cruz, que sufra pacientemente las contradicciones y
el desprecio por amor tuyo, y que sea amable y manso con mi prójimo. Aprende,
aprende de mí a ser manso y humilde de corazón, y disfrutarás de la verdadera
quietud de tu espíritu, Oh voces de consuelo y estímulo, dignas solo de un
Hombre Dios, ¡que olvida tantos de sus sufrimientos y no piensa más en que la
salvación de mi alma! Ah, Jesús mío, ¿será posible que este corazón mío siga
siendo un ejemplo tan hablador? ¿Podría ser posible que todavía me deje llevar
por el amor propio para resentirme de cualquier lesión leve? ¿Será posible que
al final no me conmueva imitar tu heroica mansedumbre? Oh, superas con tu gracia
la repugnancia de mi naturaleza, suavizas la repulsiva dureza de mi corazón, arráncala
de mi pecho y llévatela al Calvario para ser crucificada contigo, de modo que
cuando muera para sí misma, viva solo de amor por ti, y reine en ella la
hermosa virtud de la mansedumbre, que me asegura la posesión, según tu palabra
divina, de esa tierra prometida, de esa Jerusalén celestial, que debe ser mi
patria por toda la eternidad. Amén.
PRÁCTICA
Habla bien claro
nuestro Divino Redentor cuando nos manda expresamente a imitarlo en su
mansedumbre y humildad. No quiere solamente que sus seguidores hagan prodigios,
que iluminen a los ciegos, sanen los enfermos o resuciten a los muertos. No, él
no desea esto; pero sí desea que aprendamos de él a ser bondadosos y mansos. ¿Cómo,
entonces, puede considerarse que un verdadero seguidor de Jesucristo es alguien
que en cada encuentro se deja llevar por el resentimiento y la ira? ¿Cómo podría
llamarse personal espiritual a alguien que no sabe cómo sufrir el más mínimo
mal con paciencia, y no sabe guardar silencio ante cada palabra insultante? ¿Qué
hará para algunos reprimir el resentimiento externo por razones humanas y,
mientras tanto, alimentar los sentimientos de indignación y venganza en el
corazón? Tales personas no merecen el nombre de espiritual, perfecto, y quizás
ni siquiera de cristiano. ¿Quién más insultado, vilipendiado y ultrajado que
Jesús en el doloroso viaje al Calvario? ¿Quién más públicamente insultado? ¿Quién
más maltratado y sin razón? Sin embargo, Jesús calla, no se queja; y el
cristiano, por el contrario, en palabras, en hechos y en deseos da rienda
suelta a la ira y la venganza. Aquí está el triste efecto de ser muy pocos
cristianos, que reflexionan seriamente sobre su deber, y que continuamente
tienen ante sus ojos a Jesús Penante, Jesús sufriendo con tanta paciencia y
mansedumbre. Oh almas cristianas, que quieren santificarse efectivamente, nunca
pierdan de vista a este Divino ejemplar; ajusta todas tus acciones al ejemplo
que te dio Jesús. Cuando seas vilipendiado o insultado, recuerda inmediatamente
al Redentor y su mansedumbre; míralo con los ojos del espíritu correspondiendo
con invencible paciencia y con inalterable mansedumbre, sin abrir la boca para
quejarse, ante todos los insultos, golpes y ultrajes de sus crueles enemigos.
No, que no tendrás el valor de dejarte afectar por tus errores, si de corazón
vas a acompañar a Jesús en su viaje al Calvario. Es cierto que la indignación a
veces puede ser correcta, cuando es por el celo de la justicia y el honor de
Dios; pero, sin embargo, advierte que ninguna parte tiene orgullo, pero sí una
cierta animadversión contra quien merece ser castigado. Tampoco olvides otra
reflexión muy efectiva para apagar el fuego del resentimiento y mantenerte en
la mansedumbre. Dite a ti mismo ¿cuántas ofensas no le he hecho a mi Jesús?
¿Qué hubiera sido de mí si en la primera injuria no me hubiera mirado con ojos
de piedad? Esta reflexión será suficiente para frenar a los irascibles, y
conducirlos mansamente con sus semejantes, y así mantener en su corazón esa
tranquilidad prometida por Jesucristo a los mansos y humildes, y que es tan
necesaria para su progreso espiritual.
JACULATORIA
Jesús
mío, hazme manso con el prójimo, como mismo deseo que tú seas misericordioso
conmigo.
SEXTO
VIERNES
Misterio:
Jesús en la Cruz
Virtud:
Devoción a María Santísima Dolorosa
COLOQUIO
CON JESÚS
Oh mi Divino
Redentor, mírate aquí, suspendido entre el Cielo y la Tierra, verdadero
mediador entre Dios y el Hombre, único reconciliador de la Justicia y la
Misericordia. ¿Era la salvación de los hombres tan valiosa, que no fue
suficiente que te rebajaras tanto al descender del Cielo a la Tierra y
someterte a todas las incomodidades y sufrimientos de la naturaleza humana? ¿No
bastaba que durante tres años hubieras enseñado con tus palabras y con tus
ejemplos a tus fieles el camino de la salvación, entre miles de fatigas y
necesidades? ¿No bastaba tanta sangre derramada en el Huerto, en el Pretorio y
por toda la Vía Dolorosa hacia el Calvario; tantas injurias, tantos maltratos
por parte de tus enemigos; tantos tormentos soportados con invencible
paciencia? Ah, frente a todo esto, la terrible voz de la venganza Divina, al
verte con la divisa de los pecadores, te llamaba hacia la Cruz, y no se creyó
suficientemente satisfecho, si entre la angustia de la más penosa Agonía no te
veía exhalar el último aliento. ¡Oh profundo abismo de mis pecados, que para
expiarlos un Hombre Dios está por expirar en el infame patíbulo de la Cruz! ¡Oh
la ingratitud más monstruosa de todos los tiempos, que, volviendo al pecado, he
vuelto a crucificarte con mis propias manos, oh divino Salvador! ¿con qué valor
me acercaré a Ti, oh Jesús mío, con mis manos aún empapadas en tu Preciosa
Sangre? ¿Cómo no temer que al final tanto exceso de misericordia no se
convierta en la Justicia más inexorable, y que tus adorables Llagas no sean
tantas bocas que griten mi condena por haber utilizado tan mal los méritos de
tu Pasión y Muerte? Pero tú, querido Jesús, que ves bien mi temor justo, tú que
ves de qué angustia se apodera mi corazón, te mueves a compasión y me dices,
que los tesoros de tu Misericordia aún no están agotados, me dices que a toda
costa quieres mi salvación. Y como reavivas la esperanza de obtener el perdón
de mis pecados, me das a tu Santísima Madre como Madre, convirtiéndola en la
mediadora más poderosa contigo. ¡Oh regalo incomparable! ¡Oh, invaluable virtud
de la Cruz, que de hijo de pecado me convierte en hijo de María! No, mi querido
Jesús, ya no me apartaré de los pies de tu cruz; Ya no quiero separarme de una
Madre tan querida; Uniré las mías a sus lágrimas; Le pediré perdón por haber
matado a su Hijo, y de esta manera endulzaré la amargura de sus dolores a toda
costa. Oh tú, mi querido Jesús, que con el sacrificio de tu preciosa vida me
has obtenido ese perdón, que nunca podría haber merecido. Oh dame la gracia de
mantenerme fiel a Ti y devoto de María Santísima Dolorosa hasta el último
suspiro de mi vida; y desde ahora y mucho más en la hora de mi muerto, en mi
mayor necesidad olvídate de todas las injurias que te he hecho y solo
recuérdate de que soy Hijo de María, para que así muriendo con tu nombre y el
dulcísimo nombre de Ella en mi boca y en mi corazón, pueda llegar a aumentar el
triunfo de tu Cruz en el Santo Paraíso por toda la eternidad. Amén.
PRÁCTICA
La devoción a
María Santísima no necesita ser muy recomendada, ya que nos atrevemos a decir
que no existe persona cristiana que mucho o poco le tenga afecto. En el Mundo
entero, en especial en Italia puede decirse que tiene ventaja de tan tierna
devoción, porque en todo lugar y toda clase de personas tienen devoción hacia
la Madre de Dios. Pero, aunque sea tan grande el número de devotos de María, no
todos observan como se debe la esencia y la sustancia de esta bella y
provechosa devoción. Algunos cuanto se contentan con una cierta ternura de
afecto al recitar alguna Oración, o el Rosario a la Virgen, ternura nacida más
de la sensibilidad natural del corazón que de una firme devoción, y por lo
tanto no puede haber propósito de enmienda de sus defectos ni de adquirir
virtudes, de las cuales carecen, o tal vez lo hacen pero tan débiles, tan
superficiales, que después lo olvidan con la misma facilidad con que las
hicieron. Son éstos como ciertos árboles que hacen gran gala de sus hojas y
flores, pero que pocos o ningún fruto llega a la madurez. La verdadera devoción
a una Madre tan querida consiste principalmente en abstenerse de todo lo que
pueda disgustar a su Divino Hijo, y en imitar sus virtudes. De hecho, ¿cómo
pueden los que son enemigos de Jesús ser amigos de María? ¿Cómo puede ella
mirar con ojos de Madre a aquellos que vuelven con sus pecados a crucificar a
su Hijo? Pero no es suficiente, oh alma devota de María Santísima, que anheles
que ella te tenga por verdadero y tierno hijo. Graba en ti mismo sus hermosas
virtudes, pon cada esfuerzo en mantener y convertir a tu favor el hermoso
patrimonio que te ha dejado con su ejemplo. Sobretodo imita de corazón su
profunda humildad, la cual le mereció llamar la atención del Altísimo para
elegirla como Madre del Hombre Dios. No pierdas la oportunidad de practicar tan
gran virtud imitando a la Virgen, una virtud que afirma el fundamento sólido de
todas las demás virtudes. Especialmente puedes honrarla continuamente bajo el
título de sus Dolores; de esta manera siempre mantendrás vivo el pensamiento de
cuánto Jesús sufrió por tu amor, y al dividir tus afectos entre Jesús Penante y
María de los Dolores, el amor por el Uno y la Otra crecerá más en tu corazón
cada día; y por lo tanto, después de haberte compadecido de tu querida Madre en
la vida, merecerás tener su poderosa protección en el momento de tu muerte, e
ir junto con ella al Cielo para ser partícipe de sus triunfos por toda la
eternidad. Amén.
JACULATORIA
Querida
Madre, te lo suplico, haz que las Llagas del Señor queden impresas en mi
corazón.
SÉPTIMO
VIERNES
Misterio:
La Muerte de Jesús
Virtud:
Amor a Dios
COLOQUIO
CON JESÚS
Ha llegado el fin
de tu vida mortal, oh Jesús mío, ya ha llegado el momento marcado en los
decretos eternos para cumplir el gran Sacrificio; y esa vida, que ninguna
fuerza podría quitarte, te la quita el inmenso amor tuyo por el Hombre. ¡Oh
caridad, que no conoce límites! ¡Oh infinito tesoro de la Divina Misericordia!
¡Ya expiras, querido Jesús, y al bajar tu Divina Cabeza hacia la tierra me lo
dices, y con qué fuerza me lo repites al corazón! “Así es como te amo”. ¡Oh
exceso de amor! ¡Oh sacrificio de caridad, ante cuyo cumplimiento todo se
resiente, y la naturaleza creada se sacude, sorprendida al ver tanto amor por
el hombre de su Creador, de su Dios! Si todo de tu parte se ha cumplid, oh mi
Redentor, tienes razón de replicar: “¿qué más puedo hacer para ser amado de los
hombres?”. Tú moriste por todos, tú moriste por cada uno de nosotros, tú
moriste expresamente por mí, y de todos, de cada uno y en especial de mí otra
cosa no deseas, otra cosa no buscas en recompensa de tan gran Sacrificio, que
ser amado. Has protestado por esto
incluso antes de comenzar tu dolorosa Pasión, que cuando fuiste levantado en la
Cruz, atrajiste hacia ti los corazones de todos los hombres. ¡Oh dulcísimas
cadenas de caridad capaces de atar y forzar suavemente cada corazón para amar
un corazón tan amante como el tuyo! ¡Oh amorosísimo Jesús!, en este día, en que
triunfaste del Infierno y de La Muerte, en que desarmaste la Justicia del Padre
Divino, y en el cual tus mismos crucificadores se sobrecogieron y presa de un
íntimo arrepentimiento te confesaron por verdadero Hijo de Dios, ¿seré yo el
único insensible a tanto amor? Mientras toda la naturaleza llora por tu muerte,
¿sólo yo no dejaré caer una lágrima de amor por ti y de dolor por mí? Aquel
fuego de amor, que has venido a traer para encender todo el Mundo, ¿sólo estará
extinta en mi corazón? Ah no, Jesús mío, no se puede resistir tan inmenso amor.
Antes de que renuncies a tu último aliento en manos del Padre Eterno, aquí
estoy, de pie, pidiéndote perdón por haberte crucificado con mis propias manos;
aquí estoy listo para morir junto a ti para darte esa satisfacción, como puedo
por tan horrible Deicidio, y para darte una prueba de mi amor. Sí, te amo, oh
Jesús mío, sobre todas las cosas, y no quiero nada más que amarte más cada día.
También has sacrificado tu propia vida por mi salvación, sería un signo de
ingratitud, si no me sacrificara completamente por ti, mi único y supremo Bien,
mi Redentor, mi todo. Deja que este sea el momento afortunado, en el que, por
los méritos infinitos de tu preciosísima Muerte, descienda tanto fuego de
caridad en mi pobre corazón que se consuma cada afecto, cata ataque del mundo y
las criaturas, y se encienda sin apagarse nunca tu Santo Amor con tal
abundancia que pueda decir con el Apóstol: “Yo vivo en Dios y Dios vive en mí”.
Amén.
PRÁCTICA
El querido
Discípulo nos aconseja amar a Dios no con palabras ni con la lengua, si no con
las obras y con la verdad. Ciertamente no se puede decir que se ama a Dios si
sólo se ataca una cierta sensibilidad de afectos y se olvida de obrar bien y de
sufrir por Dios. Dijo el Divino Redentor a sus Apóstoles, y también a nosotros
mismos, “Si me amas, obedece todos mis Mandamientos”. Así que aquí está la
principal práctica y al mismo tiempo la medida de tu amor hacia Dios, oh alma
devota. Examínate a ti mismo, si eres diligente en la observancia de los
Divinos Preceptos; observa si tu corazón busca en cada cosa con empeño la mayor
gloria y el mayor agrado de Dios; pregunta a tu voluntad si realmente quiere
lejos de sí cualquier cosa por pequeña que sea que pueda desagradar a Dios; y
entonces sí podrás decir que tienes el hábito y el ejercicio de la Santa
Caridad. Pero si al contrario te encuentras faltando al cumplimiento de la Ley
del Señor; si en tus acciones andas más cerca de satisfacer tu amor propio; si
te encuentras débil y negligente en huir de aquello que no le agrada a Dios;
ten por seguro entonces que debes preocuparte por ti mismo porque no tienes
verdadera Caridad. Tampoco serás compensado por una cierta ternura de devoción,
que puedes probar en tus ejercicios espirituales diarios, ya que es meramente
accidental, y que no tiene nada que ver con la sustancia de una virtud tan
hermosa. Por lo tanto, si Dios se complace en hacerte un regalo de esta
sensibilidad, recíbelo con humildad, sabiéndote indigno y con acción de
gracias; pero, no te aferres a eso para que no descuides el verdadero y
sustancial ejercicio continuo de la Santa Caridad. La otra medida de la caridad
es el amor al sufrimiento por a mor a Dios, y abrazar voluntariamente esas
ocasiones de sufrimiento que se te presentan cada día. De hecho ¿cómo puede
decirse que la Caridad reina en aquellas personas que por cualquier cosa
contraria a sus deseos se enojan y se inquietan? ¿Que, en cada desaire, en cada
incomodidad corporal se muestran impacientes e intolerantes? En una palabra,
son quienes ponen todo su esfuerzo por evitar el sufrimiento, y las cruces, y
si fallan lo sufren con gran pesar y con mal corazón. Oh cuán deformes son esas
almas, distintas de nuestro único modelo Jesús Penante, ¡que sólo por nuestro
amor hizo tanto y sufrió voluntariamente! A menudo quieren parecerse a él, y
ciertamente se sonrojarán porque aún no han concebido una chispa de ese fuego
sagrado, que el Redentor vino a traer al mundo, y del cual dio una prueba tan
sorprendente en su Pasión y Muerte. O sufres o mueres, dijo Serafina del
Carmelo; He aquí, oh alma devota, cómo debes amar a Dios.
JACULATORIA
Oh mi Jesús, que
has muerto por mi amor, yo me sacrifico enteramente y eternamente por Ti.
Su
Santidad el Papa Pio VII con su Reescrito del 6 de Abril de 1816 concede “in
perpetuo” la gracia de Trescientos días de Indulgencia por cada viernes del año
en que se practique este Santo Ejercicio; y de Indulgencia Plenaria en uno de
los Siete Viernes de Cuaresma en que se haya confesado, y comulgado mientras se
hace esta Devoción, y extiende esta gracia y las indulgencias durante todo un
año si se confiesa y comulga durante los Siete Viernes de manera consecutiva,
por conseguir en uno de ellos en el modo indicado la Indulgencia Plenaria.
Colaboración de Carlos Villaman