DÍA XXXI.
Santísimo Patriarca San Ignacio: En este último día del presente mes, tan glorioso para Vos, espero de vuestra piedad, que, coronando vuestra obra, añadáis a todas las gracias que hasta ahora me habéis hecho, el más rico don de todos los dones, que es el amor de Dios. De él estuvisteis Vos tan lleno, que solo el vero inspiraba en los corazones de vuestros prójimos este divino fuego: y no bastando a vuestro ardentísimo celo el haber encendido a Roma, procurasteis por medio de vuestros dignos hijos encender toda la Europa, las Indias y al mundo entero. Todos vuestros pensamientos, palabras y acciones iban enderezadas al amor de Dios: toda vuestra vida, desde que os convertisteis a Dios, fue un continuo ejercicio de amor divino; y por fin vuestra muerte fue un dulcísimo y bienaventurado deliquio de amor. Ahora desde el cielo procuráis con vuestros favores que este fuego divino prenda más y más en el corazón de vuestros devotos: y por esto habiéndose erigido cierta congregación bajo el título del amor de Dios, Vos con una carta que enviasteis por medio celestial, la loasteis, y prometisteis vuestro amparo. Y no en vano la Iglesia en la Misa, que canta en honor vuestro, os apropio aquel dicho del Salvador: lgnem oeni mittere in terram, et qui volo nisi ut accendatur^ (Luc. 12) Fuego he venido a traer a la tierra, y que otra cosa quiero, ¿sino que arda? Pues si esto es así, encended e inflamar este mi corazón con ese grande fuego: y si con vuestros enemigos, que con horrendas imprecaciones os deseaban toda clase de males, empleasteis la noble y generosa venganza de desearles que se abrasasen vivos en el fuego del amor de Dios; cuanto más lo habéis de procurar hoy, y alcanzarlo para mí, ¿que soy uno de vuestros devotos e hijos? Vos conocéis mejor que yo la obligación que tengo de amar a un Dios, que además de haberme criado y rescatado con su propia sangre, me alimenta con su misma carne, me conserva la vida, y me enriquece cada instante con tantas gracias, que ni aun conocerlas puedo. Vos, que ahora lo estáis gozando, comprendéis cuan digno es de ser amado infinitamente sobre todas las cosas; y cuan ingrato he sido yo hasta ahora con mi tibieza. Mas tened compasión de mí, si yo ciego, no he amado como debía, ¡una hermosura infinita, una suma bondad, una liberalidad sin límites! ¡Oh loco de mí! y que amé yo cuando preferí el amor de las criaturas? ¡Ah Dios amabilísimo! ¿Y quién me ama tanto como Vos me amáis? ¿Pues porque yo no os he de querer con todo mi corazón? Cuanto me pesa ahora, de no haberos amado como debía, antes, al contrario, haberos tantas veces ofendido, correspondiendo con culpas a vuestros beneficios; y me pesa más por amor que os tengo, que por temor de los castigos debidos a los pecadores. Para mí no puede haber infierno más temible que el mismo pecado, con que he ofendido a un Dios dignísimo de todo amor. Sea todo vuestro mi corazón, como fua todo vuestro el corazón de Ignacio, con el cual uno yo el mío, para que Vos no lo desechéis. A todos vuestros dones añadid el don de vuestro amor, para que con vuestros mismos dones os pueda satisfacer lo que os debo. Novum superadde muneribus tuis munus amoris, ut de munere turn tili persolvam dibitum meum. (S. Th. de Villan.)
Padre nuestro, Ave María, Gloria.
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