DÍA
VIGÉSIMO OCTAVO
MEDITACIÓN
Grande es la necesidad que tenemos cuantos vivimos en el mundo de una Madre como la Virgen Santísima, cuyo Corazón amantísimo tiene por título y gloria ser Reina y Madre de los pecadores. Y digo que tenemos todos necesidad, porque ¿qué mortal hay que no sea pecador? Concebidos en pecado, nacidos en desgracia de Dios, llenos de ignorancia, inclinados al mal, sujetos a bastardas pasiones, a veces vehementísimas; rodeados de mil objetos que nos arrastran y seducen y dan al traste con nuestras mejores resoluciones; de voluntad débil e inconstante en el bien, no hay quien no caiga y peque muchas veces. ¿Qué fuera de nosotros si no nos diese el Señor lugar a penitencia? ¿Si no nos hubiese concedido una Madre que cuando nos ve caídos solicita sin cesar nuestro arrepentimiento, se compadece de nuestras llagas y se interpone entre nosotros, sus hijos, y la divina justicia? No se irrita una madre al ver enfermo a su hijo; ni el Corazón de María se indigna al ver caído al pecador. Cuanto más miserable es, más se enternecen sus entrañas maternales. Tiempo es ya de reconocer con humildad, nuestra propia flaqueza, alejemos de nosotros el fariseísmo de aquellos que se tienen por justos, o el grosero sentir de otros, que, porque ni matan ni roban, creen ser hombres de bien.
¡Oh Corazón de mi Reina y Madre! ¡Cuánta paciencia has tenido conmigo! No me dejes, porque si me dejas me perderé; yo prometo no huir de ti cuando me reconozca culpable, sino acudir luego al seno de tu misericordia.
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