5.
LAS DOS REINAS
Si
el primero de los días honró a la Reina de la creación prodigándola todas sus
delicias, y alumbrando su camino con los rayos de un sol, que parecía
inclinarse obsequioso en servicio Suyo; y si, en suma, todo propendía a proclamar
la Reina de la tierra, la primera de las noches apareció para decirla, tú no
eres la Reina de los cielos. La infinidad de estrellas colocadas a una
distancia demasiado grande, para ser examinadas según el antojo humano, y
obedientes a una ley admirable, de ningún modo sujeta al imperio del hombre, aunque
inocente, al paso que le imprimían en el más alto grado el sentimiento de la
grandeza de Dios, le hacían conocer toda su pequeñez, como si le dijesen con su
majestuoso silencio: «Tú no eres más que un gusanillo colocado en uno de los
globos más pequeños, destinado a recorrer con nosotros el espacio del
Universo.» ¡Cuán diferente es la Reina de la redención!... Mientras que los
cielos no cesan de narrarnos la gloria de Dios: mientras una fácil inducción
nos impele a suponer en aquel prodigioso número de astros la existencia de seres
semejantes a nosotros en algún modo: mientras que la ciencia nos hace componer
de todo lo creado un coro inmenso, para entonar el himno eterno de la gloria
inefable del Criador, cruza por nuestra mente el pensamiento de si entre
aquellos maravillosos soles, que la mano del Omnipotente ha sembrado á millones
por el espacio sin límites, se encontrará alguna criatura más gran dé, a al menos
semejante a María. Acaso seres puros e inocentes viven en regiones no manchadas
por la culpa ni heridas por la muerte... pero ¿qué más puro que ella, observa
santo Tomás, que es lo más puro que puede haber en todo lo criado? ¿Quién más
inocente que la inmaculada María Madre del Autor de toda vida, del principio de
toda santidad? Esplendorosos habitantes, dotados de toda perfección, ofrecen
allí quizá un espectáculo que excede en mucho a la limitada esfera de nuestra imaginación...
pero ¿qué más esplendente que ella, añade san Ambrosio, que fue elegido entre los
esplendores del Eterno? ¿Quién más perfecto que ella, en la cual, según dice el
Doctor Angélico, aparece cuánto puede haber de más perfecto? Por más que
nuestro pensamiento se afane en vagar por el espacio de los cielos, cuanto
supongamos más grandioso, siempre será muy inferior a la Virgen inmaculada, y
cuanto se pueda idear de más sublime, no llegará ni con mucho a su sublimidad.
Esta Virgen gloriosísima, espejo más
terso
que el más tersísimo cristal, que la divina virtud ha formado para representar
la sabiduría del supremo Artífice, no es aventajada sino por el Eterno, que
quiso preservarla inmaculada, para hacerla su elegida Madre, las
delicias
de su bondad, la Virgen única unida a Él en tan sumo grado, que no se pudiese
alcanzar otro mayor sino llegando a ser Dios. Si la sabiduría del Padre nos
hubiese manifestado algunas menos de sus perfecciones, podríamos imaginar entre
los astros alguna igual cuando menos á María. Pero el que hizo a María más
bella que los querubines y los serafines, la elevó sobre todos los coros de los
ángeles. El que permitió a la ciencia investigar las leyes del firmamento, para
hacer inmensa la idea de la divina Majestad, y para hacer resplandecer la
gloria de María, parece haber querido dejar escrito de una manera misteriosa
sobre la esfera de las estrellas. Única es la ley que gobierna los cielos y la
tierra, como una mi naturaleza, una mi eterna operación y única también es la
Reina de los cielos, única la perfecta mía, la Paloma mía, la Inmaculada mía.
CANTICO
Alabad á María, vosotros, los que estáis en
los cielos; alabad y celebrad a vuestra inmaculada
Reina.
Alábala, sol, con tus destellos de la mañana,
tu resplandor del mediodía, y con los últimos
rayos de la tarde.
Alábala, oh luna, con la plenitud de tu luz;
alabadla, estrellas, con vuestro brillo en el firmamento.
Alabad a María, cielos de los cielos; alabadla
y ensalzadla por todos los siglos.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
que preservó inmaculada a María, por los siglos
de los siglos. Amén.
ORACION
¿De
qué me serviría, oh inmaculada María, el que hayáis sido elevada á tan alto
grado de perfección, si yo hubiese de permanecer en vuelto en tantas
imperfecciones como las que rodean mi corazón? ¿De qué me serviría el que
vos
seáis más bella que las estrellas del firmamento, si yo prosiguiese en
asemejarme cada vez más a las tinieblas del abismo? ¿De qué me aprovecharía el
que seáis vos la gloria más sublime de toda la creación, si yo hubiese de ser su
oprobio? ¡Ah! vos purísima entre todas las criaturas, ¡sed esa inmaculada
Esposa, que enamore mi corazón con una prerrogativa tan bella, que pudo haceros
digna de ser Madre de un Dios! Vos, más resplandeciente que la estrella de la
mañana, sed ese inmaculado esplendor que ilumine mi espíritu con la luz de una gracia,
de que un Dios misericordioso os hace dispensadora benigna. Vos, la Virgen más
sublime de la tierra y del cielo, sed la inmaculada protectora que eleve mi
mente, para que despreciando las cosas fútiles y mezquinas de acá abajo, pueda
nutrir con las cosas más elevadas del cielo el resto de mi vida, que ya se aproxima
al punto que vuestro divino Hijo ha establecido como término de su peregrinación
sobre la tierra. En aquella hora tremenda, oh María, en esa hora de amargura y
de terror, ¿cuál sería mi confusión sino pudiese confiar en vuestra protección,
oh amable refugio de los pecadores, oh inagotable consuelo de mi corazón, oh
dulce esperanza del alma mía? Asistidme, pues, desde ahora, oh Virgen bendita, a
fin de que teniendo fija mi vista en vos, espejo tersísimo de toda santidad, é
imitando con vuestro auxilio vuestras virtudes, pueda al fin de mis días
descansar en paz en vuestro inmaculado regazo, y en vuestros brazos ser presentado
al señor Jesucristo que, aunque juez severísimo, es también vuestro
afectuosísimo Hijo.
Tres
Ave Marías.
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