18.
LA MADRE INMACULADA
Aunque
el Hijo de Dios podía haber tomado la humana naturaleza de cualquiera manera que
le agradase, quiso tomarla de una mujer. Una mujer fue la causa de la perdición
del género humano; era una Virgen inmaculada, la que destruyendo el tesoro de
la propia inocencia nos ofreció el fruto de la muerte, y El dispuso que de una
mujer tuviese origen nuestra redención, y que una Virgen inmaculada, conservando
siempre intacta su inocencia, nos ofreciese el fruto de la vida. He ahí el gran
designio de la divina bondad que, haciendo superabundar la gracia de que había
abundado nuestro primer padre, se sirve del órden mis no de nuestra caída para
trazar el de nuestra reparación. De ahí el que la humanidad fuese realzada
hasta el punto de contar en el número de sus hijas a la Madre de un Dios: de
ahí el que las glorias de María inmaculada, por una misericordia infinita, llegasen
al más alto y sublime grado de una infinita dignidad: de ahí el que los
privilegios de esa criatura tan prodigiosamente enaltecida, haciéndonos olvidar
la tierra, nos conduzca a contemplar en el cielo su imagen y a descubrirnos la
semejanza inefable, por la que una Virgen sin mancha es destinada a imitar de
un modo nuevo é inaudito al mismo Eterno Padre en la divina generación. Ese
Padre sempiterno engendró desde toda eternidad a un Dios en el esplendor de su
gloria. María engendró en el medio de los tiempos a ese mismo Dios en el
esplendor de su santidad. El Eterno Padre produjo un Hijo infinitamente
perfecto, sin el concurso de madre alguna: María concibió a ese mismo Hijo sin
el concurso de ningún padre. El Eterno, produciendo a su Hijo en el cielo antes
que, a la estrella de la mañana, le sacó de su seno, de su propia divina
sustancia. María, estrella de la mañana, produciendo en la tierra ese Hijo divino,
le tuvo en su propio seno y le formó con su propia humana sustancia. El Eterno pudo
decir a su Hijo mientras se hallaba jugueteando, antes de la creación del
universo, y con la divina complacencia del amor, aquellas eternas palabras: «Tú
eres mi único Hijo; hoy te he engendrado». Y pudo María decir a ese unigénito
de Dios, mientras se hallaba jugueteando con los despojos infantiles destinados
a la redención del universo, entre las maternales complacencias de un
inmaculado amor: «Tú eres mi único hijo; yo te he engendrado en mis entrañas».
CÁNTICO
Los fundamentos de María se apoyan en el
trono del Santo de los santos: ama el señor á la Hija
de Sion más que a todas las criaturas de
la tierra.
Grandes cosas se han dicho de vos, Madre
inmaculada de Dios; pero no llegan a la altura de
vuestra gloria.
He ahí que vuestro pueblo, así como el extranjero, y
el indio como el etíope, correrán á
vos como hijos, y a vuestra sombra establecerán sus moradas.
¿Y no sois vos, por ventura, aquella de quien se ha
dicho: Innumerables Hombres han nacido de esta madre?
El Altísimo os ha establecido sobre sus generaciones:
el Altísimo os ha hecho madre de
la progenie de los elegidos.
El Señor mismo se halla en el número de
vuestros hijos, como el primogénito de muchos
hermanos.
El primogénito que nos acoge en la familia
de Dios, que nos hace habitar con vos en el
júbilo de su alegría.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
que preservó inmaculada a María por los siglos
de los siglos. Amén.
ORACION
¡Yo
os saludo con la efusión de mi alma, oh Madre inmaculada de mi Salvador! ¡De
qué filial confianza me llena ese vuestro glorioso título, qué dulce suavidad
esparce en lo íntimo del corazón y de qué gozo inunda todas las potencias de mi
espíritu Vos, que imitasteis al Padre en la generación del Hijo, imitaréis
también a ese Hijo amoroso en mi regeneración! Si Él me ha salvado con el
mérito de sus padecimientos, vos, con el afecto de un maternal
amor,
velaréis de continuo sobre la multitud de asechanzas y peligros de que se halla
amenazada mi salvación. Si me ha rescatado de la esclavitud de la culpa, vos me
sostendréis en el rudo combate que el mundo, el demonio y la carne me presentan
de continuo para volverme a aherrojar con las cadenas del infierno. Y si Él me ha
abierto las puertas del paraíso, invitándome con una gloria eterna, vos me allanaréis
el camino en medio de los trabajos de esta vida; vos, abogada mía y mi consuelo
y esperanza, vos me tenderéis una mano protectora y me salvaréis. ¡Sólo entonces,
oh Virgen inmaculada, habréis cumplido en mí la palabra que comenzasteis en la
tierra cuando llegasteis á ser Madre de un Dios; y sólo entonces, cuando una mi
voz a la de los ángeles para cantar entre la gloria del Eterno la hermosura de
una Madre inmaculada, podré gozar de vuestros amables acentos, que me dirán con
maternal complacencia: Ven, hijo mío, yo te he parido para la gloria de los
siglos. Amén.
Tres
Ave Marías.
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