domingo, 8 de diciembre de 2019

MES DE LA INMACULADA - DIA OCHO


8.
EL ÁRBOL DE LA CIENCIA
El árbol de la ciencia hizo conocer a nuestros progenitores cuánto se diferenciaba la perdida felicidad de su inocente vida de las miserias inseparables de una vida culpable. El nuevo árbol de la ciencia, plantado en el paraíso de la reconciliación, debía producir un efecto totalmente opuesto. ¡Sabemos demasiado bien lo que es la desgracia! Después de cincuenta y ocho siglos de infortunios y miserias, no obstante, una redención que produce el fruto admirable que puede servirnos para curar nuestras enfermedades, en una época que se jacta de los mayores progresos en las artes y las ciencias, las cuales parece que deberían elevar al hombre sobre el polvo, ¿qué otra cosa somos sino una mezcla de vanidad y de miseria. Del mismo modo que en un noble edificio derruido desde mucho tiempo, se descubren en nosotros de cuando en cuando los vestigios de nuestra grandeza, pero sólo entre las ruinas. Al mismo tiempo que la mente se eleva a contemplar lo infinito, la pasión exterior nos impele a arrastrarnos por el fango de la tierra: jamás encontramos en el pecado la paz del corazón; y, sin embargo, buscamos en él de continuo esa felicidad que constantemente huye de nos otros, porque la buscamos donde no existe. Los temores, los peligros, los deseos, las esperanzas ilusorias, los amargos desengaños, el dolor y la muerte (que son nuestra herencia), que desgraciadamente atormentan nuestro corazón, son el mejor testimonio de los males adquiridos. María, árbol inmaculado de la divina Sabiduría, sólo debe servir para darnos una idea del bien. ¿Qué símbolo más bello de la felicidad puede presentarse a nuestros ojos que una Virgen cándida por su inmaculada Concepción: una Virgen siempre inocente, sin defectos, sin enfermedades corporales, sin extravíos de razón ni de voluntad: una Virgen grande por la posesión de toda ciencia, todavía más grande por sus virtudes: una Virgen que no conoció la corrupción del sepulcro, y que des pues de haber habitado en la tierra en perfecta unión con Dios, se eleva a los cielos, en donde la esperaba con toda la gloria del paraíso? Demasiado sublime parecerá acaso a primera vista este símbolo de beatitud; pero diversa hubiera sido nuestra suerte si la naturaleza humana no hubiese pecado. Dios, que había hecho nacer el árbol de la inmortalidad para que el hombre no volviese a convertirse en el polvo de que había sido formado, le había conferido también su gracia, para que después de haber habitado y guardado por algún tiempo el jardín de la inocencia, exento de todo vicio y desventura, sin experimentar el horror de la tumba, pudiese cambiar la terrestre inmortalidad por la posesión de la gloria eterna, solio de Dios por los siglos de los siglos.


CÁNTÍCO
¡Abrid vuestros oídos, oh cielos!... pues que
voy a hablar de María: escuche la tierra las
palabras de mi boca.
Sean mis palabras como una lluvia benéfica,
y mis acentos se extiendan como el rocío.
Porque invocaré el nombre de María, el nombre de la Virgen siempre inmaculada.
¡Ah! ¿quién me suministrará palabras para
representar a la que es bella con divina hermosura?
Insuficiente es la lengua del hombre para llegar a las alturas en donde se halla colocada su
gloria.
Vano es el pensamiento que quiere elevar
hasta conocer su inmaculado semblante; pero
no es vano el corazón que confía en ella.
Adorémosla en el regazo del Santo de los
santos con el silencio de los labios, con la expresión del corazón.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
que preservó inmaculada a María, por los siglos de los siglos. Amén.


ORACION
Cuán bella sois, oh María! Vos fuisteis concebida inmaculada; nacísteis resplandeciente como una estrella pura, como una paloma, y os reunisteis con vuestro divino Hijo en el cielo, ¡llena de méritos y de gracia... Ah!... mientras gozo con vos, oh María, de la gloria inmensa que os circunda, un pensamiento desconsolador oprime mi corazón... yo fuí concebido en el pecado, abrí los ojos en el pecado, y he vivido siempre entre pecados... ¡qué contraste entre lo que contemplo en vos y en vuestra preciosa imagen, y el desorden que agita mi alma!... Vuestros ojos reflejan la dulzura del paraíso... por piedad, no me arrojéis de vuestra presencia... vuestra vista inmaculada, oh María, es la que me impele y sostiene para hacer me menos indigno de vos. Concedédmelo, pues, oh Virgen bendita, concedédmelo por aquel felicísimo instante en que fuísteis concebida pura como el pensamiento del eterno amor, que os quiso preservar de la mancha común para hacer brillar sobre vos sus misericordias. De ese modo seréis siempre para mí el árbol de la verdadera ciencia, que enseñándome el camino de la felicidad eterna dirigirá mis pasos por el sendero de la virtud, y me conducirá a gozar algún día para siempre la gloria de vuestra inmaculada concepción.
Tres Ave Marías.




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