8.
EL ÁRBOL DE LA CIENCIA
El
árbol de la ciencia hizo conocer a nuestros progenitores cuánto se diferenciaba
la perdida felicidad de su inocente vida de las miserias inseparables de una
vida culpable. El nuevo árbol de la ciencia, plantado en el paraíso de la reconciliación,
debía producir un efecto totalmente opuesto. ¡Sabemos demasiado bien lo que es
la desgracia! Después de cincuenta y ocho siglos de infortunios y miserias, no obstante,
una redención que produce el fruto admirable que puede servirnos para curar nuestras
enfermedades, en una época que se jacta de los mayores progresos en las artes y
las ciencias, las cuales parece que deberían elevar al hombre sobre el polvo,
¿qué otra cosa somos sino una mezcla de vanidad y de miseria. Del mismo modo
que en un noble edificio derruido desde mucho tiempo, se descubren en nosotros
de cuando en cuando los vestigios de nuestra grandeza, pero sólo entre las
ruinas. Al mismo tiempo que la mente se eleva a contemplar lo infinito, la pasión
exterior nos impele a arrastrarnos por el fango de la tierra: jamás encontramos
en el pecado la paz del corazón; y, sin embargo, buscamos en él de continuo esa
felicidad que constantemente huye de nos otros, porque la buscamos donde no
existe. Los temores, los peligros, los deseos, las esperanzas ilusorias, los
amargos desengaños, el dolor y la muerte (que son nuestra herencia), que
desgraciadamente atormentan nuestro corazón, son el mejor testimonio de los males
adquiridos. María, árbol inmaculado de la divina Sabiduría, sólo debe servir
para darnos una idea del bien. ¿Qué símbolo más bello de la felicidad puede
presentarse a nuestros ojos que una Virgen cándida por su inmaculada Concepción:
una Virgen siempre inocente, sin defectos, sin enfermedades corporales, sin
extravíos de razón ni de voluntad: una Virgen grande por la posesión de toda
ciencia, todavía más grande por sus virtudes: una Virgen que no conoció la corrupción
del sepulcro, y que des pues de haber habitado en la tierra en perfecta unión
con Dios, se eleva a los cielos, en donde la esperaba con toda la gloria del
paraíso? Demasiado sublime parecerá acaso a primera vista este símbolo de
beatitud; pero diversa hubiera sido nuestra suerte si la naturaleza humana no
hubiese pecado. Dios, que había hecho nacer el árbol de la inmortalidad para
que el hombre no volviese a convertirse en el polvo de que había sido formado,
le había conferido también su gracia, para que después de haber habitado y
guardado por algún tiempo el jardín de la inocencia, exento de todo vicio y
desventura, sin experimentar el horror de la tumba, pudiese cambiar la
terrestre inmortalidad por la posesión de la gloria eterna, solio de Dios por los
siglos de los siglos.
CÁNTÍCO
¡Abrid vuestros oídos, oh cielos!... pues que
voy a hablar de María: escuche la tierra las
palabras de mi boca.
Sean mis palabras como una lluvia benéfica,
y mis acentos se extiendan como el rocío.
Porque invocaré el nombre de María, el nombre de la Virgen
siempre inmaculada.
¡Ah! ¿quién me suministrará palabras para
representar a la que es bella con divina hermosura?
Insuficiente es la lengua del hombre para llegar a las
alturas en donde se halla colocada su
gloria.
Vano es el pensamiento que quiere elevar
hasta conocer su inmaculado semblante; pero
no es vano el corazón que confía en ella.
Adorémosla en el regazo del Santo de los
santos con el silencio de los labios, con la expresión
del corazón.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
que preservó inmaculada a María, por los siglos de los
siglos. Amén.
ORACION
Cuán
bella sois, oh María! Vos fuisteis concebida inmaculada; nacísteis
resplandeciente como una estrella pura, como una paloma, y os reunisteis con
vuestro divino Hijo en el cielo, ¡llena de méritos y de gracia... Ah!... mientras
gozo con vos, oh María, de la gloria inmensa que os circunda, un pensamiento
desconsolador oprime mi corazón... yo fuí concebido en el pecado, abrí los ojos
en el pecado, y he vivido siempre entre pecados... ¡qué contraste entre lo que
contemplo en vos y en vuestra preciosa imagen, y el desorden que agita mi alma!...
Vuestros ojos reflejan la dulzura del paraíso... por piedad, no me arrojéis de
vuestra presencia... vuestra vista inmaculada, oh María, es la que me impele y
sostiene para hacer me menos indigno de vos. Concedédmelo, pues, oh Virgen
bendita, concedédmelo por aquel felicísimo instante en que fuísteis concebida
pura como el pensamiento del eterno amor, que os quiso preservar de la mancha común
para hacer brillar sobre vos sus misericordias. De ese modo seréis siempre para
mí el árbol de la verdadera ciencia, que enseñándome el camino de la felicidad
eterna dirigirá mis pasos por el sendero de la virtud, y me conducirá a gozar algún
día para siempre la gloria de vuestra inmaculada concepción.
Tres
Ave Marías.
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