7.
EL ÁRBOL DE LA CIENCIA
Dios
crió el hombre libre, le colocó en el jardín del paraíso, y le puso delante el
árbol de la inmortalidad y el de la ciencia para que es cogiese: ¿cuál fue su
elección? La muerte, blandiendo su guadaña a cada instante, nos contesta cuán
malamente usó la humanidad de su libre albedrío, y la Sagrada Escritura nos pinta
aquel acontecimiento con admirable sencillez, diciéndonos, que el hombre,
siguiendo al espíritu tentador, probó el fruto vedado del árbol de la ciencia
del bien y del mal. Pero ¿no era una cosa buena, cuando fue plantado por el
mismo Dios? ¿Por qué poner un árbol que habría destruido la belleza del objeto
más importante de la creación? El árbol de la ciencia del bien y del mal, llamado
así, como observa san Agustín, porque el hombre conocería por medio de la transgresión
la diferencia que había entre el bien que producía la inocencia, y el mal que seguía
á la culpa, era un árbol hermoso a la vista y de sabrosa fruta; pero Dios había
prohibido su uso por una sencilla prueba de obediencia. Si el hombre, en aquella
primitiva constitución exenta de pasiones e incentivos, no hubiese recibido de
Dios ningún precepto que pusiese a prueba su más precioso dote en que tanto
aventaja a los animales, la libertad, no hubiera podido tener un desarrollo
adecuado a la grandeza de su misión, sin tener ocasión de mostrar una alma
fuerte, un alma que a pesar de las más violentas tentaciones, y a presencia del
mal, permanece en el bien, y hace ver además que el bien no es una ley fatal
para el hombre, sino una ley que le apresta y le mantiene contra todas las
culpas y los esfuerzos del error; ¿qué seria él sino un ser que apenas se habría
tomado la fatiga de nacer? La inmortalidad es el premio de las grandes
acciones, y la justicia de Dios no hubiera permitido al hombre que llegase al
árbol de la vida, que le confiriese una inmortalidad no merecida, y hubiera
visto trascurrir sus días, como los de los animales, sin gloria ni deshonra.
No; el Criador le había formado para más alto destino, le había circundado de
su gracia, para que le auxiliase en el peligro, y le puso delante un medio de
contraer un mérito, y adquirir un premio, una gloria y una in mortalidad. ¿Qué
precepto más pequeño y menos difícil, podía en semejante contingencia imponer
la bondad, la bondad de un Dios, que el de vedar el fruto de un solo árbol, bello
sí, pero colocado entre otros igualmente hermosos, cuanto podía criarlos un Ser
Supremo, que trataba de formar un jardín de delicias para albergar en él a dos
criaturas inocentes, a quienes amaba tiernamente? Llegada la redención, y
efectuada esa grandiosa manifestación del amor eterno, volvimos a recuperar de
una manera llena de dulzura y de sublimidad en la inmaculada María, todas las delicias
del paraíso terrenal. No podía ser de otro modo, porque sólo la mansión
destinada a la inocencia era digna de contener la preciosa figura de una Virgen
inmaculada. Por ese me dio el árbol misterioso de la ciencia, origen de nuestra
desventura, vino a convertirse en
María
árbol inviolado de la verdadera ciencia, principio de nuestra gloria. No era
ella, en efecto, sino el árbol del mérito por el cual el hombre, con la
observancia del precepto podía con seguir su salvación eterna; ¿y no es María el
árbol predilecto que produce el fruto que nos ha merecido el reino de los
cielos? Sólo que este nuevo árbol de la ciencia, colocado por Dios en medio de
su Iglesia para destruir los malos efectos que la generación humana había
experimentado
del primero, debía seguir un orden totalmente opuesto al de aquel. Dios, piadosamente
solícito por devolvernos la salud por los mismos medios por qué la habíamos perdido,
no dijo ya, no comeréis, sino el que coma el fruto de la vida y de la ciencia tendrá
la vida eterna. Nos dio un corazón para amar, y por eso hizo que el nuevo
presente fuese una invitación de amor. Amaos, dijo; el amor será uno de
vuestros méritos para mí, os dará fuerza para vencer el mal en que habéis caído;
yo vengo a merecer por vosotros, haciéndome igual a vosotros; yo mismo seré el fruto
de la ciencia, ¿sufriré por vosotros... moriré por vosotros... podréis dejar de
amarme? El nuevo árbol de la ciencia, la inmaculada María, atraerá también
vuestras miradas con la hermosura y la dulzura de su fruto; acercaos, llegad al
árbol inmaculado; después de mí, no podréis encontrar, ni en el cielo ni en la
tierra, cosa más amable que una Virgen inmaculada. Madre intemerata del más
hermoso Hijo entre los hombres. ¿Podía hacer más la misericordia de un Dios? ¿Podía
Ser más consoladora la idea de una Virgen inmaculada?
CANTICO
Ensalza, alma mía, a la Virgen Inmaculada,
y regocíjese mi espíritu con la Madre del Salvador.
Porque Dios miró la humildad y la virtud de
su sierva, y desde aquel instante todas las edades la
llamaron bienaventurada.
Porque El, que es poderoso, obró en ella cosas
grandes, y santo é inmaculado fue el nombre de María.
Por medio de ella la misericordia se extiende
de progenie en progenie, en los que la aman
en el fruto bendito de su seno.
Dios concedió el poder a su brazo; el poder
que arrojó a los soberbios del jardín de las delicias.
Que depuso de sus sillas a los poderosos del
mundo, y elevó a los humildes.
Que sació de bienes a los deseosos de justicia y de
verdad, y dejó vacíos a los ricos de
falsa grandeza.
Aquel poder benigno que socorrió a los hijos
de Israel, que recordaban su misericordia.
Como había prometido a nuestros progenitores, á Abrahán
y a su progenie en lo eterno.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
que preservó inmaculada a María, por los siglos de los
siglos. Amén.
ORACION
Todo,
oh inmaculada María, todo me invita a amaros, pues que todo me inclina a
confiar en vos, todo me dice que de vos me vienen las bendiciones celestiales.
Vuestro Hijo es el fruto misterioso que ha merecido el reparar mis males, y de
él provienen los tesoros de la divina gracia; pero vos sois quien me le habéis presentado:
vos, quien estrechándole en vuestros brazos le rogáis por mí, ¡y vos sois la
que hacéis salir de sus dulces y piadosos labios palabras de perdón... Ah
María!... ¡Inmaculada María!... ¡Mi corazón se dilata ante vuestra presencia,
toda mi alma se concentra en vos... Ay!... ¿por qué no es eterno este momento
de deliciosa é inefable contemplación? Mas vos podéis transformarle en tal
haciéndome conseguir un día ese cielo, por el que fui redimido. Cuando me halle
con vos, oh María, entre los coros de los ángeles, entre los cánticos eternos de
las divinas misericordias, no cesaré de ensalzar vuestro inmaculado nombre.
Pues que Dios ha querido haceros tan hermosa, no puedo imaginar una eternidad
feliz sin hallarme reunido con vos, y sin repetir de continuo: Por siempre sea
alabada y bendita la inmaculada Virgen María. ¡Ah! ¿cuándo llegará ese venturoso
y eterno momento?
Tres
Ave Marías.
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