3.
EL COMPLEMENTO DE LA CREACION
Hallábase
ya establecida la armonía de la naturaleza: la hermosura de sus primeros momentos
estaba enriquecida a un mismo tiempo por la suavidad de la primavera, el
esplendor del estío y la abundancia del otoño, y producía un éxtasis de
maravilla y de amor en el inocente Adán. ¡Pero se encontraba solo!... Dotado de
la palabra, no tenía quien le escuchase; era inclinado a la sociedad, y carecía
de una dulce compañía; deseaba posteridad, mas no había para él esperanza
visible de tenerla; rico con la grande herencia del universo, no sabía a quién
dejarla, ni con quien compartirla; estaba solo, más solo que hasta el más
ínfimo animal; y mientras que todos los seres se hallaban provistos, según su
actitud, de cuanto les era necesario, sólo el hombre carecía de un semejante
suyo. Podía muy bien propagarse su generación por obra del poder divino; más la
dignidad de su naturaleza hubiérase envilecido
y
hecho inferior a las de los animales que se propagaban por su propia virtud. Podía
conversar con su divino Hacedor; pero éste era demasiado grande para
familiarizarse con él. Podía gozar de la compañía de los ángeles, a los cuales
era poco inferior; pero, aunque con formas corporales, eran puros espíritus, y
no podía hablarles como de semejante a semejante. Por tanto, era necesaria una
nueva criatura en la que pudiese ver su propia semejanza, y que pudiera formar la
base de aquella sociedad, a que tan naturalmente se hallaba inclinado. Entonces
fue cuando Dios, para dar la última perfección a su grande obra, formó la más
dulce de las criaturas, la compañera inseparable del hombre, la mujer. Con ella
tuvo complemento la naturaleza humana; por ella debía propagarse la generación
de los inmaculados sobre la tierra; y por ella, en fin, el próvido Dios, que nada
hace en el orden de la naturaleza sin coordinarlo con el de la gracia, preparó
al hombre un auxiliar aptísimo, no tan sólo para sus necesidades naturales,
sino también para las espirituales. Con la dulzura de su índole, debía ella dar
un inocente reposo a sus altas contemplaciones, con la amabilidad de sus modales
hacerle siempre más grato el cielo; y, en una palabra, debía formar su
verdadera gloria. ¡Ay! ¿por qué ese amable ministerio de la mujer se convierte a
veces en instrumento para arrastrarle a la culpa? Dios remedió otra vez el daño
causado por la culpa; suspendió por un instante la ley que sujetaba al pecado a
todo el género humano, y formó otra mujer tan inocente como la primera, pero la
colmó de los tesoros de su gracia para que no fuese tan caduca. Esa mujer
inmaculada fue María. Por ella se llevó a cabo la redención de aquella
naturaleza que había pecado; por ella la generación de los redimidos fue una generación
de hermanos del Redentor. Podía Dios obrar la reconciliación de la humanidad,
sin servirse del ministerio de una mujer, pero la humana naturaleza no hubiera
adquirido la dignidad de tener por hijo suyo a un Dios. El redimido hubiera
podido ofrecerá Dios reconciliado sus afectos, pero aquél habría permanecido
siempre bastante distante si una Madre inmaculada no le hubiese hecho hermano
suyo. Por ese medio la misericordia de Dios nos restituyó con la redención la
inmaculada compañera, el auxiliar semejante a nosotros, que nos hiciese más
soportable nuestra peregrinación sobre la tierra. En medio de las asechanzas
que los estímulos de la carne, la vanidad del mundo y la malicia del común
enemigo nos tienden a cada paso, María, esta dulce guía, digna de toda nuestra
confianza, vela por nuestra salvación, nos tiende una mano protectora para
apartarnos de los tropiezos, y vuelve a nosotros sus compasivos ojos, como si quisiese
decirnos: Sé muy bien que sois débiles, y os allanaré el camino; Dios me ha
dado suficiente fuerza para poneros a salvo.
CANTICO
Alabad, naciones, a la inmaculada María:
pueblos todos, celebradla.
Porque su ayuda se ha confirmado en nos
otros, y su protección se halla en lo eterno.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
que preservó inmaculada a María, por los siglos de los
siglos. Amén.
ORACION
Rodeado
de tantos seres, cuya belleza, aunque frágil é imperfecta, es no obstante demasiado
lisonjera para fascinar un corazón tan débil como el mío, ¡cómo podré dirigir
mis pasos por el camino de la vida sin desviarme del sendero recto, si Dios no
hubiese presentado ante mis ojos vuestra hermosa imagen, oh in maculada María!
Vos, tan superior a toda terrenal belleza, nos inclináis dulcemente a seguiros
por el camino de la virtud; vos, exenta de toda mancha de culpa, ofreces una guía
segura al pobre peregrino en este valle de asechanzas. ¿Me será posible
apartarme del feliz sendero, siguiendo los impulsos de la gracia de que sembráis
mi camino, con lo que, no sólo me le hacéis menos difícil, sino que me lo allanáis
con vuestra amable protección? Y, sin embargo, ¡doloroso es pensarlo... Ay!
¿cuántas veces, a pesar de la dulzura que me habéis prodigado, abandonando
vuestra guía, he cedido a las ingeniosas apariencias de las cosas terrenas?
¿Cuántas veces, despreciando el bien que me presentabais, me he dejado llevar
de los alicientes que el mal ofrecía a mi corrompida naturaleza? ¿Cuántas
veces, lejos de servirme de la más hermosa de las criaturas para practicar la
virtud, me ha ofuscado el falso brillo de la belleza de criaturas inferiores,
para engolfarme en el vicio? ¡Vos queríais elevarme a la estabilidad del cielo
y yo he preferido arrastrarme en la caducidad de la tierra; vos me ofrecíais
delicias inmortales, y yo he escogido las perecederas; vos queríais dar la paz
a mi espíritu lejos de las mundanas agitaciones, ¡y yo he buscado en las
ilusiones del mundo pábulo para mis pasiones! ¡Ah! no más, inmaculada María,
¡no más! Pongamos término al desvanecimiento de mi corazón; sea este el momento
en que me ponga definitivamente bajo vuestra guía, para no abandonarla jamás...
pero soy muy débil, extremadamente débil; y si no hacéis uso de todo el poder
que Dios puso en vuestro brazo, me volveré a perder en la intrincada selva de
las humanas pasiones, en que tantas veces me he visto enredado. Confío en
vuestro auxilio, oh Virgen inmaculada; interceded con vuestro divino Hijo, y mi
alma, pasados tranquilamente los días de la peregrinación, no será confundida
en la eternidad.
Tres
Ave Marías.
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