26.
LA MADRE DE LOS DESVENTURADOS
Dios
no creó el dolor... En la feliz mansión de los inmaculados, un gozo de toda
pureza debía establecer su dominio permanente en el corazón del hombre: un gozo
quieto y tranquilo sin memoria de males, sin idea alguna de peligros, sin
sombra de temor, sin ser precedido de afanes ni de ese ardiente deseo que comprime,
destruye y consume el espíritu: un gozo purísimo cual podía formarle un Dios, cual
podía disfrutarle una criatura inocente. Dios no creó el dolor al dar el ser
con sus propias manos a una inmaculada, para que fuese madre de los vivientes: quería
establecer sobre la
tierra a la madre de las generaciones felices. María, que nació para reasumir en
sí misma todos los títulos y prerrogativas de la primera inmaculada, no podía
por otra parte acumular un título tan venturoso. La culpa había abierto ya las
puertas del dolor, las penalidades y afanes habían crecido al aumentarse los
pueblos, y los dolores más agudos herían acerbamente hasta su mismo corazón
inmaculado. María, en medio del llanto de las generaciones de la tierra, fue la
madre de los desventurados. Pero ese título tan humilde en la madre de aquel Sabio
que había de arreglar todas las cosas en un misterio en que la misericordia y
el amor coronaron la humillación con la diadema de la gloria, debía producir un
título de nuevo júbilo, un título que diese expansión a un gozo no conocido en
los siglos. Ese es el gozo del verdadero cristiano, que en medio de las penalidades
de la vida se consuela con el pensamiento, de que una madre inmaculada le ha precedido
en participar del cáliz de la amargura. Ese es el gozo de los hijos benditos de
María, que entre la acerba memoria de sus faltas descubren una Virgen
inmaculada, que ofrece las lágrimas de su dolor para aliviar nuestras penas.
Ese es el gozo de los felices amantes de María, que al contemplar en ella esa unión
admirable de inocencia y de desventura, ese prodigio de amor y de piedad, se
sienten inspirados de los más tiernos trasportes del corazón, para formar su
delicia de aquellos padecimientos que, elegidos por una inmaculada tan sólo por
nuestro provecho, vienen también a ser el origen de nuestra gloria. Ese es un
gozo, que, si bien se alimenta de humillaciones, de dolores y sacrificios, es
un gozo que la Madre de un Dios humillado, la Madre de un Dios que padece, la
Madre de un Dios que se sacrifica por la humana progenie, ha convertido en gozo
divino. Así, mientras la madre de los felices se hace madre del dolor, la madre
de los desventurados viene a ser la consoladora de los afligidos; y mientras
que la madre de los felices produjo la desgracia eterna, María, madre de los
desventurados, produce la eterna felicidad.
CANTICO
Por vos, oh Virgen inmaculada mía, por vos suspiro
desde que aparece la luz.
De vos tiene sed mi alma; ¡con cuanto anhelo os desea
continuamente mi corazón!
De vos me acuerdo en mi lecho por la mañana, y a la
sombra de vuestras alas reposo
durante la noche.
En el dolor y la angustia me acuerdo de vos
y encuentro consuelo: también fuisteis desgraciada,
María.
Y me fue dulce el dolor al pensar en vos:
gocé en la tribulación, y os bendije en los trasportes
de mi corazón.
En vuestras manos encomiendo mi espíritu;
Vuestra diestra le sostendrá en lo eterno. Gloria al
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
que preservó inmaculada a María por los siglos de los
siglos. Amén.
ORACION
Por
vos, oh María suspiran todas las almas afligidas; á vos elevo mis ojos en el
llanto para implorar vuestro socorro. No son los dolores de una vida de
destierro, no son las amarguras bien merecidas por mis faltas las que me impelen
á postrarme a vuestros píes: mis desventuras son muchas y muy grandes, dignas
de compasión y de lágrimas eternas. Mi desventura es la miseria de mi alma, que
se aumenta continuamente con el número de mis días. Mi desgracia es un deseo
engañoso de vida perfecta, que sólo sirve para adormecerme en la culpa. Mi
desgracia son los proyectos de un futuro arrepentimiento, que no son otra cosa que
un sutil artificio de mis pasiones para fascinarme y dirigirme por el lúbrico
sendero de la impenitencia. Despertadme, oh inmaculada María, despertadme de
tan funesto letargo: las
lágrimas
del arrepentimiento me harán experimentar ese gozo que no puedo tener en medio de
la iniquidad; y pues que no puedo imitaros en la inmaculada belleza, os imitaré
al menos en la penitencia bienaventurada entre las bendiciones de vuestro
nombre, entre los tiempos de la gracia que Dios os ha conferido para beneficio
de vuestros hijos desventurados.
Tres
Ave Marías.
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