21.
LA CUSTODIA DEL PARAÍSO
El
Señor concedió a Adán una Virgen inmaculada, para que le hiciese compañía en
una vida que era como un bosquejo de la bienaventuranza del cielo. Si aquella Virgen
era inferior a él en la fuerza y en la ciencia, le aventajaba, sin embargo, en
la dulzura y en las gracias naturales, que pueden ejercer una inocente influencia
en el corazón de un esposo amado. Con esta prerrogativa debía servir de suave
custodia a un hombre venturoso, invitarle cariñosamente a marchar
constantemente por el recto sendero de la virtud, y a guardar en ella a unos hijos
inocentes de los padres más inocentes... Mas, ¡oh fatalidad! oh desventura! por
la debilidad de una mujer que había sido criada para consuelo y gloria del
hombre, vino a cambiar de repente el hermoso órden establecido en la especie
humana por la inmensa bondad de Dios. El primero de los esposos no tuvo corazón
para contristar a su amada, no para confirmarse en el bien, sino para sacrificar
su propia inocencia, y para ofenderá la majestad de su Criador... ¡Nacerán los
hijos, pero lejos del paraíso, Sepultados en la culpa, condenados a la guadaña
de la muerte, miserablemente perdidos por obra de aquella madre, ¡que debía
guardarlos! ¡Cuán consoladores debían ser los misterios de María! Dios, que se
complació en hacer de esa inmaculada criatura el tipo más bello de su
omnipotencia, la concedió prerrogativas tan tiernas y amables, cuales puede
abrigar
algunas veces un corazón bien dispuesto, pero no describir. Si una mujer, un día
inmaculado, hizo maldito a los siglos su sexo, he ahí a María, otra mujer
siempre inmaculada, que le hizo bendecir por las generaciones de las
generaciones. María es la nueva inmaculada a la que el Padre da las
misericordias confió otra vez el encargo, no de proteger una cosa terrena, sino
el de guardar un Hijo inmaculado, un esposo divino, como lo era a un tiempo
mismo Jesucristo. Los siglos que fueron y los venideros pueden contemplar los
diversos destinos a que la bondad de un Dios invitó a las humanas generaciones;
mientras que todas las criaturas en Sus variadas misiones tienen que guardar
mayor o menor número de semejantes suyos sobre la tierra, sólo la inmaculada
María es la destinada a guardar un Dios. Ella sola es la que recibió su
custodia en su purísimo seno, en donde le concibió por obra del sempiterno amor:
ella sola la que le guardó en su regazo, mientras los ángeles adoraban su
prodigioso nacimiento: ella sola la que mientras la tierra y el cielo se
prosternaban para adorar en él a su Hacedor, era la privilegiada para
prodigarle las tiernas caricias con que una madre amorosa colma a su niño.
María fue la destinada á guardar de la intemperie de las estaciones a aquel
Dios, que las estableció con una sapientísima ley: María fue la destinada a guardar
con el alimento de su propio pecho los días de aquel Dios eterno, que es el
disponedor de la vida y de la muerte: María fue la destinada a velar para que
no fuese turbado el sueño infantil de aquel Dios omnipotente, que siempre
vigila y gobierna todas las cosas. Y si este Rey de los reyes, Señor de los
dominadores, es perseguido por los mismos hombres, por cuya Salvación bajó
entre nosotros, María le guarda entre sus brazos de la perfidia de un Herodes,
entre sus brazos le saca de su país natal, entre sus brazos le trasporta a la región
del destierro. Cuántas veces un Dios humillado por nuestra salvación, y
sometido a los trabajos y penalidades de nuestra vida, necesita de una mano
protectora, siempre es María quien se la tiende, María quien le consuela, María
quien le guarda. Y si por un breve intervalo este amadísimo Hijo debe separarse
de ella, es porque la voluntad del Padre le llama a instruir a las turbas,
porque su misión permite a la rabia de los judíos el más atroz de los delitos,
le guarda entre los dolores de su corazón la más tiernísima memoria. Y cuando
toda la tierra se conmueve con la muerte de su Criador, a los pies
de
la cruz se halla aquella madre amorosa é inmaculada, sin que pudieran
contenerla la confusión y el tumulto de las turbas, la ira de los verdugos, ni
la fuerza de su dolor, para correr a guardar los últimos instantes de un Dios
que muere... Y en el corazón de María era donde debían resonar las últimas
palabras de aquel Hijo amado, cuyos misterios había guardado desde su
nacimiento; y si estaba decidido que un Dios debía descender al horror de un
sepulcro, en el regazo de la inmaculada Madre es en donde deben ser depositados
primero sus restos benditos, para que la inocente María, que lo había guardado
en su seno desde su Concepción, pudiera guardarle todavía entre sus brazos hasta
la tumba.
CANTICO
Yo dije en medio de mis días: me dirigirá a las
puertas del paraíso y llamaré a la inmaculada María.
La ofreceré los años que me restan, y su
mano me conducirá a la mansión de la paz.
Mis ojos se han debilitado de mirará lo alto:
¿cuándo podré entonar vuestro cántico en la casa del
Señor?
En vos puse mi esperanza, oh Virgen inmaculada; en vos
confié desde mi niñez.
Balbuceé vuestro dulcísimo nombre entre los primeros:
desde los brazos de mi madre fuisteis mi protectora.
Os canté y bendije en todo tiempo: de vos hablé con la
ternura del corazón, y mi alma
fue inundada de consuelo.
Oh siempre se halle mi boca llena de alabanzas, para
que cante vuestra gloria y vuestra grandeza por toda la vida.
No os apartéis de mí, oh María: vos sois mi custodia,
vos que guardasteis a un Dios.
No me abandonéis en el tiempo de la vejez, cuando mis
fuerzas van decayendo, y Se me presentan los años eternos.
Anunciaré a las generaciones venideras vuestra beneficencia:
mis labios se regocijarán al hablar de vuestra inmaculada hermosura.
Y cuando vengáis á cerrar mis ojos con la
sombra de vuestro amor, en mi último suspiro diré:
Bendita seáis, oh María Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
que preservó inmaculada a María, por los siglos de los
siglos. Amén.
ORACION
A
vuestra protección me acojo, oh Virgen inmaculada, y a vuestra dulcísima
custodia en comiendo esta miserable alma mía. Vos la guardaréis con esos ojos
inmaculados, que velaron sobre un Dios niño; la guardaréis entre esos amorosos
brazos que custodiaron a mi Salvador, y la estrecharéis contra ese corazón amabilísimo,
contra el que tantas veces estrechasteis a vuestro amadísimo Hijo. Y cuando
llegue, oh María, el momento de abandonar esta cárcel terrena, imprimiréis en
mi frente el nombre de ese Padre omnipotente que os crió inmaculada, y en mis
labios el nombre de ese Hijo Redentor que, escogiéndoos por madre, os adornó
con la plenitud de su gracia, y me esculpiréis en el corazón el nombre de ese
Espíritu Paráclito que, eligiéndoos esposa, derramó en vos toda la copia de sus
celestiales dones. Entonces, oh María inmaculada, en compañía de esos ángeles
de que sois Reina, y de los querubines y serafines que se hallan prontos a la menor
señal vuestra, y entre los cánticos de todos los coros del cielo os alabaré y bendeciré
y habitaré en paz y tranquilamente en la Sion santa, y será mi corona la vista
beatífica del Dios
Uno y Trino por la eternidad de los siglos. Amén.
Tres
Ave Marías.
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