viernes, 27 de marzo de 2020

CORONA A LA DOLOROSA




CORONA DOLOROSA
A
NUESTRA SEÑORA DE LA SOLEDAD
COMPUESTA POR EL SR. DR, D. JUAN ANTONIO SALVADOR
CURA PROPIO DE IRAPUATO
MÉXICO. AÑO DE 1833

ACTO DE CONTRICIÓN
Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Criador y Redentor, Juez glorificador, y Padre mío: me pesa, me arrepiento con todo mi corazón de haberte ofendido con tantas culpas: yo soy un pecador lleno de malicia, una criatura vil, un vaso de barro despreciable, un desdichado hijo de Adán, un gusano miserable; una nada soy, Señor, en tu presencia, y aún peor que la misma nada, pues tuve atrevimiento de ofenderte. Pequé, Señor, no solamente una, sino innumerables ocasiones, abusando de tu misericordia, despreciando tus piedades, apurando tu paciencia y provocando el bien merecido enojo, y las terribles venganzas de tu Justicia. Tú, eres el Ser Supremo, Hijo de Dios Vivo, la segunda Persona de la Trinidad Augusta, el Mesías prometido, mi único verdadero Dios, que te dignaste padecer y morir por la salud de los hombres. Yo agradezco tus beneficencias, alabo tus liberalidades, conozco los excesos de tu amor, confieso tu benignidad, adoró tu demencia; y postrado ante tu Divina Ms gestad, con el más vivo dolor de haberte ofendido, te suplico que me perdones mis muchos y gravísimos pecados; y que, con la gracia del Espíritu Santo, me concedas la reforma de mis Costumbres, y la enmienda de mi vida, por intercesión de tu verdadera Madre María Santísima de los dolores. Tu Señora, eres mi Madre, Protectora, Medianera y Abogada nuestra, que mereciste acompañar y ser semejante a tu Santísimo Hijo en su sacratísima Pasión; hazme digno de comparecer en tu soberana presencia, alumbra mi entendimiento, enciende mi voluntad, abrasa mi corazón, ayuda mi memoria, santifica mis pensamientos y mis labios, para rezar y ofrecer con la debida devoción, y con la más humilde reverencia esta, santísima Corona, en honra y culto de los inmensos agudísimos Dolores que padeciste al pie de la Cruz de tu Santísimo Hijo, verdadero Dios, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina, por los siglos de los siglos. Amén.


PRIMER MISTERIO
CONSIDÉRASE LA PRISION DEL SEÑOR
Dolorosísima Virgen María, verdadera Madre de Dios: es llegada la hora tantas veces anunciada de los Profetas, aquella hora triste de que te habló el Santo Simeón en el templo, en que tu Alma bendita debía ser traspasada con una espada de otros tantos filos y puntas, cuantos fueron los horrendos y sacrílegos atrevimientos cometidos por los hombres en la sagrada Divina Persona de nuestro amabilísimo Redentor, tu natural y verdadero Hijo Jesucristo: en su prisión comienza su sacratísima Pasión, que fue la causa de tus Dolores: en el monte de las Olivas y huerto de Getsemaní, un Discípulo traidor con señales de paz lo entrega, los demás huyen y lo desamparan: el Señor se prepara con una devota oración, y le hace sudar a sangre la viva contemplación de sus tormentos: sin embargo, de los prodigios con que a muestra su Divinidad, permite a los ministros que lo aseguren, atándolo con duros cordeles para llevarlo como a un facineroso, en medio del estruendo desús armas a las casas de los Príncipes de los Sacerdotes, en donde lo niega tres veces un Apóstol, un criado lo hiere con una bofetada, el Pontífice lo reprende como blasfemo, los ínfimos criados lo tratan con el último desprecio, y todos lo califican digno de muerte: en una obscura noche comienza tan lastimosa escena, porque bien necesitaba la desvergüenza de los hombres cubrirse con las horrorosas y negras obscuridades de las tinieblas: amarran aquellas manos en que descansa la Omnipotencia; aprisionan aquellos miembros que formó el Espíritu Santo en tus virginales entrañas; tiran por todas partes con el objeto de atropellado; Vendan aquellos ojos que todo lo tienen presente; encierran en un calabozo inmundo al que no puede caber en la inmensidad de los cielos; así abaten a la Majestad suprema; así se trata en el consejo de los pecadores el Santo por esencia, el inmaculado fruto de tu Vientre: tú eres escogida para acompañarle, y ser semejante a su Majestad en los excesos de su Pasión: tu Alma, la más inocente y casta, la más fiel y constante, la más tierna y amorosa, se halla dispuesta con humilde docilidad y prudente resignación a padecer. Bebe, Señora, ese cáliz amargo con que te convida la Divina Justicia: una Justicia infinita es la que te aflige; el enojo de un Dios irritado te atormenta; la cólera del Eterno Padre se pretende satisfacer en la víctima que le ofreces; tu inocencia y santidad es igual a tu castigo; el furor de la culpa te ha constituido en esta miserable situación.


SEGUNDO MISTERIO
MEDÍTANSE LOS AZOTES A LA COLUMNA
Angustiadísima Princesa: en ti se juntan para más atormentarte el dolor y la admiración, el pesar y el asombro, cuando te sorprendes mirando los excesos de la bondad de nuestro Dios. Después que lo presentaron por ante diversos jueces, vistiéndolo y tratándolo de insensato, negando sus milagros, pidiendo a gritos su muerte, como importante a la seguridad del estado; lo acusan testigos falsos, y lo azotan seis feroces verdugos. Presenciaste, Señora, estas crueldades, y a un mismo tiempo te atormentan una fantasía una sabiduría muy dilatada y profunda, una memoria muy conservativa, una voluntad muy amante, un conocimiento muy pronto, una imaginación muy encendida, un cerebro por su extraordinaria nobleza, muy fácil para las impresiones; y dentro de tí misma tienes todos estos poderosos enemigos que te hacen percibir los objetos de modo, que ni a favor de la distracción, multitud, insensibilidad, o alguna otra causa, se te oculten o se desperdicie de la fuerza que tienen para afligirte todo o que tienes de inepta para lo malo de la Culpa, te sobra de idónea para lo malo de la pena: a Dios nuestro Señor le agrado manifestar en ti, con una generosidad propia de su grandeza, las infinitas perfecciones de sus atributos; y si hasta aquí ha dado a conocer en tu elevación su misericordia, es llegado el día en que ostente también en tu rigoroso abatimiento su Justicia; ¿pero cómo, Señora; con la más inocente Paloma, con la Princesa del cielo, con el objeto de todas sus complacencias? No hay duda, en su Hijo y en ti está castigando nuestros pecados, satisface con justicia los inviolables derechos de su honor ultrajado. ¡Hasta dónde llega la malicia de la culpa! ¡tanto exige su reforma' ¡se pierde de otro modo el género humano! que debo yo esperar a vista de lo que con Jesucristo y su verdadera Madre se determina para la satisfacción y debida venganza del Eterno Padre? ¿hasta dónde llegaron en su Hijo Divino las finezas extraordinarias de su infinita bondad? ¿qué rey de la tierra teniendo poder para impedirlo, permitiera en su cuerpo este desacato? Los azotes son infames castigo de malhechores, y por eso las leyes antiguas exceptuaban a los caballeros romanos, y las nuestras a los nobles de esta vileza a la presencia de una multitud inmensa de gente plebeya, delante de sus enemigos, por mano de verdugos que se alternaron, sin embargo de que mandaba el Deuteronomio, que con ningún reo se pasará de cuarenta azotes por orden de Un gentil, amarrado fuertemente a Una columna, rasgando inhumanamente; la carne, rompiendo las venas, dislocando los huesos, reventando los nervios, abriendo heridas, descargando golpes, insultando con amenazad, escarnios y bufonadas, exprimiendo arroyos de sangre, mudando en líneas azules y moradas el color blanco de las espaldas, separando unos pedazos del resto de la carne: más aun no digo en este paso tu mayor dolor; todo, todo te parece menos cuando reflejas en la desnudez; él no tiene manchas, los ángeles son impuros, y tú eres en lugar de horror si se comparan con la honestidad, pureza virginal y vergüenza de aquella Humanidad; y así le quitan la túnica inconsútil, le despojan de sus vestidos, queda desnudo el Cuerpo de Dios, lo azotan, lo desmayan, lo despedazan, para. que se vea el deseo y el interés que tiene de salvarnos.


TERCER MISTERIO
MEDÍTASE EN LA CORONACIÓN DEL SEÑOR
Reina inconsolable: que después de afrentosamente atormentado y azotado el Rey de los cielos, padeces el siguiente gravísimo Dolor, de que sentado en una piedra, lo visten de un trapo sucio en que fingen la púrpura; en la mano le ponen por cetro una débil caña, y en la cabeza le clavan una corona de penetrantes espinas para entretenerse un rato, mofándolo con ironías y vituperios: Dios te salve, Rey de los Judíos, es la salutación con que acompañan la risa y el ceremonial de hincarse para burlarlo con fingidas adoraciones: allí son las más horrendas blasfemias, allí el deshonrarlo golpeándolo con 1a caña; allí el zaherirlo con zumbas, y con los más desvergonzados sarcasmos; allí el abusar de, su paciencia y humildad para menospreciarlo; allí el rodearse de su Majestad para ultrajarlo con preguntas impertinentes y necias; allí el convertirlo en diversión y juguete de una plebe insolente, tosca y desatenta: este es el solio, ésta la insignia y el honorífico tratamiento que dan los hombres a su Dios. Ya las espinas profundamente clavadas en lo más delicado de la cabeza, debilitan la vista de los ojos, exprimen abundantes lágrimas, se tiñen las sienes y la frente con la sangre, y con ella también se humedecen los cabellos de este Divino Nazareno: todavía no te permiten el acercarte; pero en la distancia que te hayas tienes el honor y el único consuelo de llorar y ungir a tu amantísimo Hijo, no una sino muchas veces, con tus lágrimas, Con tu llanto, con el ungüento precioso, con el agua cristalina, con el bálsamo que sale de esos divinos ojos, por los trabajos en que se halla nuestro Redentor: ¡qué sacrificio tan digno de estimación es el de tus lágrimas par a quien sabe apreciarlas como Dios! ¡qué dieran las más preciosas margaritas por parecerse a una de tus lágrimas! ¡cómo se lisonjeará si pudiera imitarlas el rocío del cielo! ¡qué maná tan suave, qué miel tan dulce, qué licor tan medicinal, qué jugo tan hermoso, qué humor tan raro, qué líquido se podrá encontrar en toda la naturaleza que se pueda comparar con las gotas de agua qué corren por tus mejillas, y se derraman por el cielo de tu cara, destiladas de esos tus ojos, de esos dos encantos de belleza, de esas admirables fuentes de hermosura, de esos dos luceros! Vuelve, Señora, con ellos, y mira á tu Santísimo Hijo turbadamente encendida la soberanía de aquel apacible semblante, en quien desean mirarse las inteligencias del cielo, ultrajado ese columbino ruello con la aspereza de los cordeles, despedazadas las espaldas con el vehemente un pulso de tantos desapiadados azotes, la cabeza con otros tantos manantiales de sangre, cuantas son las espinas de la corona, el cuerpo todo herido, ensangrentado, Heno de inflamación y convulso; cada llaga es una muerte para tu amante corazón. Toda recogida en las íntimas espirituales consideraciones de tu entendimiento, no hablas, no te mueves, no te quejas, no te retiras, no te cansas; pareces insensible, y es que cuando la pena es de los tamaños y carácter de la tuya, necesariamente ha de embargar y suspender las funciones de la naturaleza; ¿por dónde han do salir los gemidos, si la boca es puerta muy pequeña para tantos? ¿cómo, han de formarse los suspiros, si no alcanza para su número la inmensidad de los aires? Todas las mujeres en las historias, o por su belleza, o por su santidad, o por sus lágrimas, o por la crueldad con que eran atormentadas, hallaron quien se compadeciera de sus trabajos; menos tú, Señora, excediéndolas á todas en el dolor y en las prendas de naturaleza y de gracia. Se te negaron aun las atenciones que dicta la urbanidad; se han borrado entre los hombres para contigo los principios de la caridad; la indiferencia con que se prescinde de las aflicciones de un bruto, es la única obligación que debes a las criaturas.


CUARTO MISTERIO
CONSIDÉRASE EN LA SENTENCIA QUE DIERON AL SEÑOR
Afligidísima Emperatriz de los cielos: ¿quién pensara que los hombres había de ser más atrevidos que Lucifer y sus ángeles? Estos quisieron igualarse con Dios, y los hombres intentan ser superiores, porque lo juzgan y lo sentencian: los sacerdotes que tienen más obligación de servirlo, son los primeros en solicitar su castigo; y el gentil Pílalos, presidente de la Judea, constituyéndose juez de aquella causa, pronuncia la sentencia, y manda que muera en un afrentoso patíbulo el más inocente de los nacidos; en medio de dos ladrones ha de ser deshonrado el soberano Autor de la gracia; aun una súplica no se te permite. Señora; pudieras rogar a los hombres que templaran el rigor de su injusticia contra Dios, o al Padre Omnipotente, que templara el enojo y severidad de su Justicia contra su Hijo; pero estás muy interesada del beneplácito de la Divina voluntad; así lo ha dispuesto el Padre de las Misericordias; esto conviene a los designios de una sapientísima Providencia; se está cumpliendo el orden de unos eficaces oscurísimos decretos; así se estableció en la muy asentada economía de la Redención: te conduces por unas reglas muy elevadas para que no puedas faltar a la más pequeña de tus obligaciones; el cielo está suspenso, la tierra en admiración, el abismo se espanta, y tú padeces, adoras y ofreces, mientras que nuestro Dios se contenta y se satisface. Saliste por fio del Pretorio, Señora, por las calles públicas de la ciudad, acompañando a tu Santísimo Hijo; mira cómo se bambalea, y parece que pierde la progresiva dirección de los pasos con el peso de la Santa Cruz; deseas imprimir de rodillas un ósculo en cada una de sus huellas, y formar con las niñas de tus ojos el suelo que pisan aquellas divinas plantas; ya van á ejecutar la sentencia más inicua; nunca más mentirosos los hombres en sus balanzas; el Hijo del hombre va a ser exaltado; el título de Rey de los judíos se manda poner en lo más alto de la Cruz, escrito en tres lenguas, hebrea, griega y Latina, para que sea conocido de todos, y sirva su castigo de un general escarmiento; en medio de dos facinerosos es conocido el que se merece sentar a la diestra de Dios Padre; y el juez que lo sentencia queda muy sereno con haberse lavado las manos.



QUINTO MISTERIO
CONSIDERANSE LAS CAIDAS QUE EL SEÑOR DIO EN EL CAMINO DEL CALVARIO
Inocentísima Paloma: sin embargo, de las delicadezas propias de tu sexo, lo fino de tu naturaleza, la proporcionada organización de tu cuerpo, lo débil de tu complexión, y la insuficiencia de una criatura para tanto padecer, en tu fidelísima inmovilidad y constancia estoy admirando, que tú eres la Mujer fuerte; es muy superior a tu sufrimiento lo que padeces: ¡qué chica seria la grandeza de tus Dolores, si pudiera nuestro entendimiento concebirla! Una Doncella fecunda, una Madre Virgen, un parto sin mancha; ninguna, ninguna de estas excelencias podemos entender, porque para concederlas el Señor, claro está que no se había de arreglar a la bajeza de nuestras ideas, como no se arregló tampoco en hacerte sentir más de lo que podemos imaginar. Son, Señora, tus congojas muy superiores a las debilidades de tu sexo; ¡cuánto esfuerzo necesitas para ver como tu Santísimo Hijo, caminando por el monte Gólgota, cae tres veces en tierra oprimido con el peso de la Santa Cruz, se abren de nuevo las heridas, se lastiman con cada golpe los huesos, y se tiende por el suelo la Santa Humanidad, derramando sangre por nuestras culpas! ¡O impulsos del pecado, que debilitas, desmayas, y tres veces derribas a nuestro Dios! ¿No es este Señor aquel Dios Fuerte que sostiene las virtudes, manda las dominaciones, se sienta sobre los querubines, en cuya presencia tiemblan las potestades? ¿pues cómo así estropeado de los hombres, y sujeto a las miserias de una villana naturaleza? Esta consideración aumenta tu dolor: ¡qué poca falta afligida Madre, para quedarte sola en el mundo, sin el Santo Sacerdote, sin el inocente Abel, sin el obediente Isaac, sin el hendido Jacob, sin el sabio Salomón, sin la cabeza de la Iglesia, sin el Hacedor de todas las criaturas! ¿Qué causa hubo para este odio rabioso de los judíos? ¿este premio da los hombres a la más eminente virtud? ¿esta es la correspondencia de sus milagros y doctrina? ¿á un exceso tan enorme se avanzan las maldades del mundo? ¿cómo subirá el Señor hasta el monte de la Mirra, si va tan sin fuerzas, que sus propios enemigos temen que acabe de morírseles en el camino? No fue piedad el ponerle un mozo de Cirene que le ayudara, sino medio para conservarle la vida, por el deseo que la perdiese con afrenta. ¿Dónde está el ángel que lo confortó en el Huerto? ¿dónde los siete príncipes que asisten delante de su trono, el Padre que habló en el Tabor, el Espíritu Santo que bajó en el Jordán? Todos son Misterios escondidos a nuestra ignorancia, en estas incomprehensibles disposiciones del Altísimo.


SEXTO MISTERIO
MEDITASE EN LA CRUCIFIXIÓN DEL SEÑOR
Hija poderosísima del Eterno Padre: del mismo modo que las vírgenes de Jerusalén rejuntaban todos los años, para llorar amargamente la temprana y lastimosa muerte de la desgraciada hija de Jesé, nosotros te acompañamos, Madre y Señora nuestra, en el tierno y justísimo llanto, porque ya ves a nuestro Dios crucificado, desnudo, taladrados sus divinos pies y manos, con los brazos abiertos para medir el mundo con sus misericordias; ¿dónde están ahora las puras alegrías y gozos interesantes que sentiste cuando te saludó el ángel, cuando nació en Belén, cuando lo adoraron los pastores y reyes, cuando confundía a los sabios, sanaba a los enfermos, multiplicaba los panes, y manifestaba en todo tu Santísimo Hijo ser el único verdadero Dios? Ha llegado la hora funestísima de esconderse las luces de la Divinidad en ese mar de penas; tu imaginación zozobra en medio de nuevas temerosas olas, que por donde quiera te combaten; nunca la orfandad más desamparada estuvo tan distante de la alegría; nunca la viudedad más triste tuvo más reñida oposición con el gozo; nunca la soledad más abandonada estuvo sujeta a tan melancólicos pensamientos. Para formar concepto de lo que tú padeciste, Señora, era necesario comprehender o experimentar lo que es ser Madre de Dios, lo que quiere decir Jesucristo Crucificado; y mientras no tengamos el debido concepto de estas altísimas ideas, siempre estarán tus Dolores tan distantes de nuestra inteligencia, como tus merecimientos, tu dignidad y tu gracia. Todos tus placeres se han convertido en acíbar, veneno, rigor, y amargura es lo que pruebas: dureza y contradicciones lo que experimentas: tú también estás vestida en traje de pecadora; y a pesar de tu inocencia, sientes el insoportable peso de la culpa. ¡O, cómo ves con una santa envidia los dichosos brazos de la Cruz, por habérseles concedido la honra, que por ahora se te ha negado! Cuando entraba el Señor en tu casa fatigado de predicar el Evangelio, lograbas la dulce satisfacción de limpiar el sudor de su Rostro, de prepararle el descanso, darle de comer y beber, poniéndote con su Majestad a la mesa, para alimentarte más bien que con los manjares, con la leche racional de su doctrina: pero ahora mira qué día tan distinto es el viernes veinte y cinco de Marzo; llegan las tres de la tarde, y aun no te desayunas, ni tienes ni pides una poca de agua con que humedecer tus fauces secas, a causa de la pena y de los ardientes rayos del sol: no conviene ni alcanzas a limpiar a aquel Divino Rostro que ha emporcado la grosería de los ministros: pasó el media día, y ya no es el tiempo de ponerte a la mesa con el Señor. Fatigada, débil, cansada, llorosa, en oración continua, sin haber tomado alimento ni refrigerio, sin lograr un rato de sombra, sin haberte podido sentar ni un instante, atropellada de la multitud, deshonrada, despreciada, presenciándolo todo, exponiéndote a las más circunstanciadas vergüenzas, observando uno sobre otro infinito de los más horrendos y sacrílegos atentados.


SÉPTIMO MISTERIO
CONSIDÉRASE EN LA SED QUE PADECIÓ EL SEÑOR
Madre sapientísima del Divino Verbo, Madre tan dichosa como desgraciada: ¿conoces a ese Señor que tenéis tan cerca? ¿es éste aquel claro espejo de belleza en que se miraba tu hermosura? ¿son esos los ojos que con sus miradas conmoverían a los pecadores? ¿es ésta la frente que quisieron las turbas coronar en el Desierto? ¿es ese venerable Rostro el embeleso de los cielos? ¿esa lengua la que desataba las enfermedades; es ese cuerpo el que recibía tus dulces amorosos brazos; esos hombros los que sostienen al universo; esas rodillas las que se hincaron delante de Judas; esa cabeza sobre la que bajó el Espíritu Santo; esos pies los que dieron tantos pasos en solicitud de los pecadores? ¿es éste el Unigénito del Padre, el concebido por obra de la Gracia, el anunciado por el ángel, el adorado por los príncipes, el que desearon los patriarcas, y vaticinaron los profetas? ¿dónde está la túnica que le formaron tus manos? ¿No respondes? ¿no hablas? pues oye siquiera lo que dice tu amantísimo Rijo desde la Cruz: Tengo sed. ¿A qué moribundo se le ha negado este consuelo? ¡Cómo penetra esta sentida queja lo más delicado y amoroso de tu corazón! ¡cómo quisieras tú misma convertirte en agua cristalina para humedecer las fauces de tu Señor! ¿por qué no mandas a los ángeles que vengan de rodillas a servirlo? Perdona, Señora, las preguntas y curiosidades inútiles de nuestra ignorancia, que no somos capaces de conocer unos sacramentos tan altos, que únicamente debemos adorar: no hay un poco de agua para el que las elevó sobre el firmamento, las congregó en el mar, las multiplicó en el Diluvio, las dividió en el paso de los israelitas, las santificó en el Jordán, y riega con ellas al mundo para corregir todos los años las infecundidades de la tierra: sin tornar aguas desde el día anterior, desangrado con las heridas, debilitado con el sudor, despedazado con los azotes, fatigado con el camino, postrado con el cansancio, ¿qué ardiente será la sed que produce una mortal agonía, y aproxima la muerte de nuestro pacientísimo Jesús? Esa agua que le niegan los hombres, poco después la derrama por ellos en la herida del costado, acaso la pedía para concederles este nuevo favor; y ellos anduvieron tan insolentes e inhumanos, que en lugar de agua le dieron vinagre. No hay lengua, Señora, que pueda decir, ni palabras que puedan explicar lo que tú padeciste cerca de la Cruz.

Después del octavo Gloria Patri, considerase la:


MUERTE DEL SEÑOR
Amantísima Esposa del Espíritu Santo: a tan crecidos Dolores, se añade ahora el presenciar y ver con atentos ojos el justo sentimiento de toda la naturaleza, por lo que se hace con su Criador en ese monte: mira por todas partes la conmoción y enojo, el resentimiento y semblante triste del universo; el sol y la luna se eclipsan, se obscurecen y sufren un mortal deliquio; se chocan y despedazan las piedras, se rasga el velo del templo, se viste de tinieblas el mundo, arrastra negras bayetas el aire, se abren los sepulcros, y resucitan los muertos: todo se trastorna y se confunde, se estremece con temblores el globo de la tierra, se empañan los cielos, se obstinan y endurecen los hombres, se suspenden admirados los ángeles, se retiran amedrentadas las aves, las fieras corren pavorosas a encerrarse en sus cavernas, se derrite el corazón de los justos, y hasta un gentil de Areópago conjetura, que o padece su Autor, o a la naturaleza le amenaza su última ruina. ¿Qué es esto Señora, que por donde quiera registran tus ojos? Jesucristo tu amantísimo Hijo que está para exhalar el último aliento de la vida sobre el Madero Santo de la Cruz; por eso se escandalizan y llenan de horror todas las insensibles criaturas, se asusta el cielo con la novedad de este pecado, y se avergüenza la tierra por haber sido escogida para teatro sangriento de tan lastimosa tragedia. Creció por todas partes tu desconsuelo, cuando adviertes que por causa de la elevación no puedes dar a tu Hijo los últimos abrazos, ni despedirte de su Majestad con todas las demostraciones de ternura que dicta tu amorosa reverente devoción; quisieras lavar las inmundicias y polvo de su cara con lágrimas de tus ojos; quisieras deshacer con amorosos afectos lo que un ingrato pueblo causó con crueldad horrible. ¿Cómo te preparas para recibir herida la pesadumbre más fuerte? Se renuevan ahora todas las tristezas, porque ya llegó el momento en que con una grande voz, con un clamor, con un suspiro, con una inclinación de cabeza…
Murió Cristo en la Cruz: Acabaste, Señora, de experimentar el cruelísimo rigor, no; con que mancha la tinta, pero sí con que oprime la pena del pecado. Murió tu Jesús, Señora, perdió la vida el Autor de ella: murió la inmortal Segunda Persona de la Trinidad augusta; de un madero Santo está pendiente el sagrado cadáver de la Sabiduría Eterna: ese divino Cuerpo de repente se ha quedado hercio, sin movimiento, sin vida y sin sangre, sin el uso de sus sentidos, y todo despedazado delante de ti. ¡Oh cuchillo el más penetrante de dolor, y cómo traspasas de parte á parte el corazón tierno de la más Santa y pura de las vírgenes! ¿Dónde está nuestro primer padre Adán, que vea todo el efecto que ha producido la infinita malicia de nuestro pecado? Enséñale, Madre mía tu corazón, que ese propiamente ha sido el Monte Calvario, donde para salvarnos, ha muerto nuestro Redentor. Vuelve, Señora, los ojos a ese difunto Cuerpo, y mira la cama en que acaba de morir: sin tener almohada en que reclinar su cabeza, eclipsada la luz de sus ojos, cárdenos los labios, y estampada en su Divino Rostro la amarillez espantosa de la muerte. ¡Ah! ¡cómo quisieras haberle puesto tus brazos, o el sagrario de tu pecho para que a lo menos descansara en los últimos momentos de su vida! No hay remedio, Señora; no pueden por ahora tener consuelo tus Dolores, ni cumplimiento tus piadosas consideraciones: es fuerza que subas al primer asiento de la gloria por el último escalón de la tierra.


OFRECIMIENTO DE LA CORONA
Soberana Reina y excelsa Señora: nosotros te ofrecemos humildemente la Corona que acabamos de rezar, para que unida con tus Dolores y la Sangre de Jesucristo, la presentes en el solio de la Trinidad Augusta, rogándole por el bien de nuestras almas; por el acierto de nuestro soberano Pontífice, y exaltación de nuestra Santa Madre Iglesia; por los infieles, herejes, judíos, pecadores y demás necesitados, para que consigan su conversión el perdón de sus culpas, y consuelo los afligidos; por el alivio de las almas del purgatorio; por la salvación aumento y prosperidad de cuantos deseosos de tu culto y adoración, concurren a hacerte y acaban de hacer una tierna memoria de tus penas. Míranos, Madre nuestra con ojos de piedad; no perdemos Señora tu misericordia nos decampara; tenemos muy enojado a nuestro Padre, tu piadoso Hijo Jesucristo, y tus lagrimas son las únicas que puedan apagar el incendio de la Divina Justicia; después de su Majestad, en ti ponemos nuestra confianza, no permitas que el beneficio de la Redención se convierta en juicio, ruina y condenación por nuestras culpas; alcánzanos aquella pureza de alma y cuerpo, en la cual nadie puede agradarte; estas almas están redimidas con la Sangre de tu Hijo, toda la tiranía y soberbia, impulso del pecado, no nos ha podido quitar esta dicha; somos ovejas de tu rebaño; somos hijos de la iglesia católica; somos cristianos, Señora, y esto basta para que nos veas como cosa tuya; no desesperarnos a vista de tus piedades; nuestro remedio está puesto en tus manos, como tú quieras, corno tú gustes Pero ¿por qué no has de querer, Madre y Señora, cuando el pecador arrepentido fue siempre la más digna ocupación de tus deseos? Dígnate, Señora, recibir con afable condescendencia nuestras peticiones: morir en gracia de Dios: morir en el número de sus escogidos: morir en el seno de tu protección: morir pronunciando tu Santo Nombre de María; que yo borre de mi alma con la negra tinta del pecado la Sangre preciosísima con que fui lavado; que yo no tenga la desgracia de morir sin confesión: alcánzame de nuestro Dios y Señor, tu Santísimo Hijo, que yo antes de morir tenga la dicha de recibirlo dignamente en su Divinísimo Augusto Sacramento con la Santa Extremaunción, y todas las demás prevenciones cristianas: yo acompaño tus penas, adoro tus Dolores, y me encomiendo de todo corazón a este Soberano Misterio. Tú eres la nobilísima Hija de David, la legítima Esposa del más Casto de los hombres, la Predilecta del Altísimo, la Plenipotenciaria, la Privada, la Emperatriz, la Princesa, la Hija más amada, la Tesorera de las gracias, la Distribuidora de los dones, la Esposa, la Madre ya lo dije todo, Señora: tú eres la verdadera Madre de Dios.


HIMNO
Las piedras chocan y la luz se esconde,
Muévase el globo con funesto ruido,
Y el sacro velo del santuario queda
Hoy dividido.

Al fuerte impulso de tormentos grandes
Jesús exhala su poster suspiro
Dejando al hombre con su muerte cruenta
Ya redimido.

¡Oh tu Señora, que el monte santo,
Miras el cuerpo de Jesús herido,
Sin serte dable mitigar su pena
Y su martirio!

Diles a los hombres, que si acaso vieron
Dolor mas grande que el que te ha circuido
Dales la espada que tu pecho corta
Que vean sus filos.

Yo creo entonces, uniformes todos
A voz en cuello gritan unidos,
Que tu alma pura, sin igual padeces,
Duros suplicios.

Y el llanto amargo seguirá a raudales,
Daránse prisa a abandonar sus vicios,
Y a tu consuelo ofrecerán gustosos,
Mil sacrificios.




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