EJERCICIO
MUY DEVOTO PARA ACOMPAÑAR A NUESTRO SEÑOR
JESUCRISTO
CON LA CRUZ ACUESTAS
DISPUESTO POR EL BACH. D. SALVADOR ANTONIO
VERDÍN, SACERDOTE DE LA CONGREGACIÓN DEL ORATORIO DE S. FELIPE NERI DE
GUADALAJARA,
Á PETICIÓN DE UNA RELIGIOSA CAPUCHINA DEL
CONVENTO DE SR. S. JOSÉ DE LA VILLA DE LAGOS.
ZACATECAS. 1905
CONSIDERACIÓN I.
Ea,
alma amante de Jesús, son ya las once del día: llégate con presteza a la casa
de Pilatos, y lleva prevenidos mares de lágrimas para llorar lo que allí verás.
Acércate a oír el ruido, gritos y vocería de los soldados; el estruendo de las
armas; y mira el espectáculo más tierno y doloroso que vieron los siglos. Atiende
cómo después de más de cinco mil azotes que ha recibido tu. Redentor en su
sacratísimo cuerpo; después de tener su santísima cabeza traspasada con setenta
y dos agudísimas espinas que penetraban hasta el cerebro, llegan aquellos malditos
verdugos, y con palabras feas y malas, ponen sobre sus molidos hombros el
pesadísimo madero de la cruz, que, según San Gregorio Niceno, era de encino, y
tenía quince palmos de largo, que hacen tres varas y tres cuartas; y ocho de
brazos, que componen dos varas. He aquí al inocente Abel, a quien la envidia saca
al campo para quitarle la vida: al obediente Isaac, que lleva en sus hombros la
lefia al monte, en donde ha de ser sacrificado. Mira cómo a golpes y empellones
le hacen salir a andar aquel largo camino de mil trescientos veintiún pasos,
que tanto había, como dice Andricomio, de la casa de Pilatos al monte Calvario.
Toma ánimo, abre los ojos, éntrate por la multitud de gente que ha ocurrido:
mira, mira como ya lo sacan estirando de una soga al cuello como jumento:
atiende cómo va temblando todo el santísimo cuerpo, rasgadas y despedazadas sus
carnes y desvanecida la cabeza con el dolor de las espinas, con los gritos y
falta de sangre: ciega la vista y turbada por la hinchazón de los ojos; tapados
con la misma sangre los oídos y las narices; abierta la boca santísima y toda
ensangrentada; acelerada la respiración por el peso de la cruz y la violencia con
que lo llevan, que era tanta por el deseo de quitarle la vida, que estirando
violentísimamente el que llevaba la soga, y rempujado con un grandísimo empellón
los que venían atrás, a los ochenta pasos cayó en tierra tu dulcísimo Redentor,
y dio con sus santísimas rodillas en las piedras, renovándose a la fuerza del
golpe todos los dolores de su cuerpo. ¡Oh alma, alma cristiana! ¡para cuándo son
las lágrimas de sangre! ¡Para cuándo partirse de dolor el corazón! ¿Conoces a
este hombre? ¿Sabes quién este preso? ¿Quién le ha puesto en esta figura?
¿Quién le ha derribado al suelo tan a pocos pasos con tan lastimosa caída? ¡Quién
había de ser, sino las caídas de los malos pensamientos con que tan ligeramente
corriste los primeros pasos de tu niñez! Ellos, ellos son los cruelísimos
verdugos que con su desenfreno, soberbia y altivez han tirado por los suelos a
tu dulcísimo Redentor ¡Oh caídas, oh pecados de pensamiento cuál es vuestra crueldad
y tiranía!
Medita
este primer paso el tiempo que tu devoción te moviere, después dirás el
siguiente:
ACTO D E CONTRICION
¡Oh
Jesús dulcísimo! ¿Qué es esto que he visto? ¿Qué espectáculo ha pasado por mis
ojos? ¿Es posible, amor mío, es posible que algún tiempo fui tan malo? ¿Es
posible que me criaste y nací para servirte; y cuando sólo había de tener
entendimiento para conocerte, voluntad sólo para amarte; ¿cuándo aún eran pocas
primicias de mi obligación haberse ardido de amor mi corazón, me aparté de ti a
los primeros pasos de mi niñez con el desvarío de mis locos y malignos
pensamientos, corriendo con ellos con tanta ligereza, que parece sólo había
sido criado para injuriarte, sólo había nacido para ofenderte? ¡Oh Dios mío amantísimo!
¿Cómo puedo acordarme de esto y quedar vivo? Ahora conozco que soy más que de
piedra: te miro tan lastimosamente caído por mis primeras caídas, y no me caigo
muerto de dolor. ¿Para cuándo guardo mi vida, habiendo sido causa de tu muerte?
Yo, Dios mío, yo merezco esos dolores, afrentas é ignominias, pues son mis
culpas quien las ha causado. ¡Oh, quién muriera de dolor al considerarte
ofendido! ¡Oh bondad infinita, tan inicuamente por mi atrevimiento despreciada!
Ea, dulce bien mío, Padre de misericordia, levántate de esa lastimosa caída,
mis lágrimas y el dolor que tengo de haber pecado. ¡Oh si antes hubiera mil
veces perdido la vida! Y si ingrato he de volver a ofenderte, piérdala luego en
este instante, que no la quiero más de para amarte, servirte y agradarte hasta
la muerte. Amén.
Rezarás
un Credo.
CONSIDERACIÓN II.
Llégate,
alma devota, a tu amorosísimo Jesús, caído en el suelo por tus culpas; y pues
ellas fueron los ingratos verdugos que le arrojaron, ofrécele, para que se
levante, tu corazón lleno de dolor y arrepentimiento, y acompáñale en el largo
camino que le queda. Considera cómo con esta caída y los golpes que se dio en
las piedras, y los que le dieron los verdugos, quedó aquel santísimo cuerpo
sumamente quebrantado: míralo cómo va caminando con
mayor flaqueza y temblor; y como, los pasos van ya más lentos y cansados, crece
la furia de sus enemigos y le dan más crueles y recios golpes. Mira cómo
pasando tu humildísimo y dolorosísimo Redentor bajo de los balcones y ventanas,
le arrojan de ellas asquerosísimas aguas, diciéndole muchas injurias, como
afirma San Buenaventura. Oye, haciéndosete pedazos de dolor el corazón, oye la
sentencia que le van pregonando, dictada por tus pecados y ejecutada por la
judaica malicia: Poncio Pilato, presidente de Jerusalén, manda y decreta que sea
crucificado Jesús Nazareno por falso profeta, engañador de las, gentes,
inquietador de la república, sembrador de doctrinas falsas y nigromántico que,
con pacto con los demonios, obra fingidos milagros, valiéndose para ello de
Belcebú, príncipe del Infierno: y por tirano usurpador de reinos, y traidor al
César, emperador de los romanos. ¿Qué dices, alma cristiana? ¿Te pasmas? ¿Te
asombras de oír contra la santidad por esencia tan execrables testimonios? ¿Te
espantas de ver cómo corresponde aquel ingrato pueblo a tantos beneficios? Pues
pásmate, y suelta sin cesar las corrientes a tus ojos, viendo que tú, tú has
sido la ingrata, que con licenciosas palabras has dictado la sentencia, después
de hallarte obligada con los muchísimos beneficios que sabes has recibido de
este mismo Señor, a quien has sentenciado, y otros innumerables que no conoces.
¡Oh Dios santísimo! ¡Oh alma ingratísima! Coteja la paciencia, amabilidad y
modestia de tu Redentor, al oír tan infames injurias, con tu ira, desasosiego e
inquietud al oír cualquiera palabrilla de desprecio; al imaginar que no eres
respetado como tu altivez y soberbia te representa que se debe; y mira cómo la
rabiosa furia y prisa de sus enemigos, dando más recios golpes a tu Redentor,
le hicieron caer segunda vez en la puerta judiciaria, como dice Andricomio,
ensanchándose con nuevo dolor y pena todas las heridas anteriores. ¡Oh caídas!
¡Oh culpas de palabras, y qué caro costáis á mi Redentor!
Medita
el espacio que quieras.
ACTO DE CONTRICION
¡Oh
inocentísimo Redentor de mi alma, Jesús dulcísimo, caído segunda vez con el
peso de la cruz por las repetidas caídas de mis licenciosas, vanas y
desenfrenadas palabras! ¿Cómo Dios mío, no se abren mil abismos para castigar
mis desenfrenados atrevimientos? ¡Oh! ¡Quién tuviera mares de lágrimas para
llorar incesantemente mis indecibles culpas! Yo, dolorosísimo Señor, yo he sido
la causa de esta tan lastimosa caída. ¡Oh si al pronunciarlo me cayera muerto
de dolor de haber ofendido tan cruelmente a tu amabilísima bondad! Me pesa Dios
mío y quisiera que las voces con que lo digo fueran pedazos de mi corazón, que
arrancados de dolor salieran por la boca, para satisfacer a tu Majestad.
Quisiera tener las lenguas de todas las criaturas para alabarte, en
satisfacción de lo eme con mis palabras te he ofendido. Ea, Dios misericordiosísimo,
ya yo obré como quien soy obra tú como
quién eres; dale a mi alma un dolorosísimo sentimiento de tus tormentos, que la
tenga unida la muerte. Amén.
Rezarás
un Credo.
CONSIDERACIÓN III.
Si
el dolor del lastimosísimo espectáculo que hasta aquí has visto, no te ha
sacado fuera de ti, acércate alma devota, y ayuda a levantará tu dulcísimo Redentor,
para que no sean tantos los golpes que le dan sus enemigos. Para que se
levante, dile con íntimos gemidos de tu corazón a esa maldita gente, que
convierta su crueldad contra ti: que tú mereces esos golpes, injurias y
oprobios: que no es Jesús quien ellos piensan: que, aunque le ven con traje de
pecador, sepan que es la misma santidad y bondad por esencia, a quien el amor v
misericordia por los pecadores puso en esa figura: que esas caídas no son
suyas, sino tus depravados deslices: que descarguen en ti toda su furia v rigor
que desahoguen en ti toda su crueldad y tiranía; y mira cómo habiéndose
levantado tu pacientísimo Jesús con grandísimo trabajo, prosigue su doloroso camino
con indecible flaqueza. Oye cómo crece el mido, algazara y blasfemias de
aquellos cruelísimos sayones, y prevén mares de lágrimas de sangre para lo que
verás. Mira cómo se ha encontrado en la calle de la Amargura con su Madre
Santísima, que allí le aguardaba para verle. Ahora, si no te caes muerto de
dolor, mira si hallas voces con qué ponderar el dolor y pena de los dos. ¿Qué sentiría
el corazón de nuestra Señora, cuando le vió venir tan lastimado, ensangrentado
y fatigado, que a las mismas fieras causara compasión? ¿Qué sentiría aquel
clementísimo Señor, cuando alzando los ojos, se tropezó con los de su Madre
amantísima que lo miraban? ¿Quién puede aquí explicar el dolor y quebranto de aquellos
dos corazones? Si el tuyo, alma devota, al considerarlos, no se hace pedazos, y
sale deshecho en lágrimas por los ojos, será tan de diamante como el mío al
escribirlo. Quedó nuestra Señora tan yerta e inmóvil con aquella vista, que, a
no haberla asistido la Omnipotencia con singularísima providencia, hubiera
caído muerta en aquella calle, aunque hubiera tenido mil vidas. El Señor quedó
tan traspasado con la lastimosa vista de su inocentísima Madre, que suspendió un
tanto los pasos; y entonces, impacientes los verdugos de esta detención,
tiraron con tanta fuerza y le dieron tan grande empellón, que cayó tercera vez
como muerto y del todo desasido, sin poderse mover debajo de la cruz, como lo
reveló su Majestad a Santo Domingo. Ea, alma amante, mira aquí al Hijo
Santísimo caído delante de su Madre, y a la Madre casi muerta delante de su
dulcísimo Hijo. ¿Qué haces ahora, corazón mío? ¿Vives todavía, habiendo
atendido a esto? ¡Oh caídas! ¡Oh culpas de obra, cuál es vuestro peso, pues llega
a rendir los hombros de la infinita fortaleza! Pero atiende a mayores
sentimientos. Mira cómo de todo punto irritados con esta tercera caída, los ministros
le maltratan mucho más que en las otras; dábanle más recios golpes, tirábanle
de la soga; pero todo en val de, porque con los mismos golpes que le daban para
que se levantara, le imposibilitaban más hacerlo; y aunque tu dulcísimo
Redentor forcejaba para levantarse, era tal el temblor de todos sus miembros,
que flaqueaban y no podían sustentar el peso del sagrado cuerpo. ¡Oh infinita
fortaleza, y cuál te han puesto mis caídas! Viendo los ministros la demasiada
flaqueza del Salvador, (no por piedad, sino por deseo de que acabara de llegar
al suplicio) buscaron entre toda aquella multitud uno que le ayudara a
levantarse y llevar la cruz, y no hallaron quien quisiera, hasta que echaron
mano de Simón Cirineo, hombre inculto y silvestre, que venía del campo, y ni
aun él quería hacer aquel oficio, hasta que lo hubo de compeler, y así comenzó a
ayudar a Jesús de muy mala gana. ¡Oh dulcísimo Redentor mío, cuán aborrecible
es para las criaturas la cruz que por su amor tomaste! ¡Cómo no hay quien
quiera ayudarte a llevarla! ¡Y los que la llegan a tomar, cuán de mala gana la
llevan! ¡Oh centro de mi vida! ¡cuántas veces he imitado yo al Cirineo en la
repugnancia con que he llevado la cruz del estado, en que por amor y
misericordia indecible me has puesto! Atiende, alma devota, cómo ayudando el
Cirineo a levantar la cruz, se levantó tu Afligidísimo Señor y prosiguió su
doloroso camino: mira cómo, multiplicándose las injurias, lo llevan más arrastrando
y cayendo, que, andando, hasta llegar a la falda del monte Calvario. Ahora,
mira si tienes sentimientos
para llorar esta pena, que a mí me faltan voces para explicarla. Era la cuesta
del monte muy empinada: mira cómo la comienza a subir sin alcanzar resuello,
llevándoselo a cada instante para atrás el peso de la cruz. Si a un hombre sano
y robusto, al subir solo por una eminencia, se le fatigan, se le estremecen los
miembros, se le pausa la respiración, que apenas la alcanza, considera a tu amantísimo
Redentor, si el dolor no te saca de ti, cuál no subiría con el gravísimo peso de
la cruz, con la infinidad de los dolores anteriores, con la demasiada flaqueza
y con la prisa de sus enemigos ¡Oh alma amante, no se te olvide esta subida,
cuando se te hicieren cuesta arriba las virtudes; y cuando te vieres cansada de
tu cruz, mira con cuánta crueldad hacen subir con la suya a tu Dios, y con
cuánta piedad y misericordia la lleva por
ti! Llegó, en fin, a la cumbre del Calvario, en donde, descargándole con
dolorosos golpes del peso de la cruz, se prepara la crueldad para el non plus
ultra de la tiranía. Tú, alma devota, acompaña a tu Redentor en esa cumbre el
espacio que quisieres, que ya a mi tibieza faltan voces para explicar el mar
inmenso de sus penas.
Meditarás
el espacio que quieras.
ACTO D E CONTRICION
¡Oh
vida de mi alma! ¡Oh Jesús santísimo, bondad y dulzura no conocida! Bien prueba
mi corazón su insensibidad y dureza, cuando mirándote en la cumbre de tus
penas, no se deshace en un abismo de dolor. Bien puedo asegurar, que mi dureza es
mayor que las de las piedras, pues estas se partieron de dolor sin ser la causa
de ella, y yo que con mis indecibles culpas he sido el motivo de tus dolores,
aún persevero inmóvil a la vista de ellos. ¡Oh santo Dios, si seré yo de aquel
infelicísimo número de los réprobos, a quienes, por no haberse aplicado la
eficacia de tu preciosa sangre, quedan sus corazones empedernidos y destinados para
el eterno fuego! Bien puede ser así, v mis perversas obras son fundamento para
temerlo; pero, ¡oh Dios de misericordia! si así ha de ser, si yo con mis culpas
me he fabricado la cárcel en que eternamente he de carecer de verte y de gozarte,
no me niegues en esta vida la de amarte, servirte y alabarte, y haz de mí lo
que quisieres. Échame en hora buena a los infiernos, y tome tu soberanía la venganza
de mi osadía y atrevimiento. Vaya luego después a los infiernos; pero allí he
de estar amándote, engrandeciéndote y alabando tu soberana justicia, que tan
piadosamente castiga mis pecados; y si esto no es posible, no quiero
condenarme. Mudad, Dios mío, mudad la sentencia, que bien sé que sabréis
mudarla, si yo supiere enmendar mi delito. Sea glorioso triunfo de tus
tormentos mi salvación. Tú eres mi Dios y mi Criador, y yo soy tu pobrecita
miserable criatura. Quita lo que yo he hecho con mis culpas, y veras lo que tú formaste
con tu omnipotencia y misericordia. Quisiera, Señor, darte una satisfacción
infinita; pero, ¿qué he de hacer, si todo mi dolor es a la medida de mi ser?
Ea, Cordero inmaculado, sacrificado por mi amor, ablande tu preciosísima sangre
el diamante duro de mi corazón. ¡Oh Dios de mi vida, quien pudiera quedar
enclavado en esa cruz para satisfacer a tu bondad! Yo, Señor, yo soy quien la
merezco, pues que mi corazón lleno de vicios, es el áspero monte de donde se ha
cortado ese dolorosísimo y piadosísimo madero. ¡Oh quién pudiera deshacer mis
pasadas culpas, y darte con mi dolor y sentimiento tanta honra y gloria como mereces!
Vuelve ya, Señor, a la casa de su Padre celestial el más desconocido pródigo,
el más vicioso publicano, la más escandalosa Magdalena: no desprecies, Dios
mío, mi corazón contrito y humillado. Tú qué sabes convertir las duras piedras
en estanques y fuentes de dulces aguas, convierte el durísimo peñasco de mi
corazón en un mar de continuas dolorosas lágrimas, con que pueda lavar las feísimas
manchas de mis culpas. ¡Oh si yo fuera tan dichoso, que al entender cómo pierdes,
por mi amor, la vida en este duro leño, cayera muerto de dolor! Pero ya que esto
no merezco, haced, Dios mío, que, traspasado de esta pena, siempre viva muriendo,
hasta que, llegada la inevitable hora de mi muerte, pase mi alma, como lo
espero de tu misericordia, á alabarte en la gloria, donde vives y reinas por
los siglos de los siglos. Amén.
Rezarás
un Credo.
ACTO DE CONSAGRACION AL SAGRADO CORAZON DE
JESUS
Corazón
Sagrado de mi amado Jesús, yo, aunque vilísima criatura, os doy y consagro mi
persona, mi vida, mis acciones, penas y padecimientos, para no servirme de
ninguna parte de mi ser, sino para amaros, honraros y glorificaros. Esta es mi voluntad
irrevocable; ser todo vuestro y hacerlo todo por vuestro amor, renunciando de
todo mi corazón a cuanto pueda desagradaros. Os tomo, pues, ¡oh Corazón
Sagrado! por el único objeto de mi amor, el protector de mi vida, el garante de
mi salvación, el remedio de mi inconstancia, el reparador de todos los defectos
de mi vida y asilo seguro en
la hora de mi muerte: sed, pues, ¡oh Corazón bondadoso! mi justificación para
con Dios Padre, y alejad de mí los rayos de su justa cólera. ¡Oh Corazón amoroso!
pongo toda mi confianza en Vos, pues, aunque lo temo todo de mi debilidad, sin
embargo, todo lo espero de vuestra misericordia. Consumid en mí todo lo que os
desagrada o resiste, y que vuestro puro amor se imprima tan íntimamente en mi
corazón, que jamás pueda olvidaros ni ser separado de Vos. Os suplico por
vuestra misma bondad, escribáis mi nombre en Vos mismo, pues quiero que toda mi
dicha consista en vivir y morir como vuestro esclavo. Amén.
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