DÍA IV.
Santísimo
Patriarca San Ignacio, que aun en esta vida mortal quiso el Señor apareciese vuestro
rostro lleno de resplandores, ya en Barcelona a Isabel Resell y Juan Pascual,
ya en Roma a San Felipe Neri y a Alejandro Petronio; y también tuvisteis concedido
de Dios el singular privilegio de conocer claramente los secretos de las
conciencias ajenas: enviadme ahora un rayo de esa vuestra soberana luz, que me
dé a conocer distintamente todos los vicios y pecados que están escondidos en
los obscuros senos de mi corazón. Yo soy todo ojos para conocer los vicios de
otros, y muy fácil en condenar las acciones de mis prójimos: y al mismo tiempo
soy casi ciego (así lo confieso) para discernir mis culpas, y casi mudo para
acusar mis defectos. Pero vendrá aquel día del juicio universal, en que mis pecados
quedaran de un golpe descubiertos a los ojos de todo el mundo. Temo ahora el
examinarlos con diligencia, y manifestarlos por medio de una confesión voluntaria
con sinceridad y claridad a un confesor; y entonces serán descubiertos a todos los
hombres por medio de una manifestación forzosa, con extrema vergüenza y
confusión mía. No permitáis, esclarecidisimo protector mío, no permitáis que yo
viva así engañado de mi loca soberbia: alcanzadme la gracia de que de hoy en
adelante sea el más rígido censor de mis faltas y el más benigno interprete de
las acciones ajenas.
Padre nuestro, Ave María, Gloria.
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