DÍA III.
Santísimo
Patriarca San Ignacio: ¡Tiemblo de miedo al acordarme que he de morir, sabiendo
por el aposto! que a la muerte sigue el juicio. Vos, por el contrario, siempre que
pensabais en la muerte, se os inundaba el alma de tan grande jubilo, que parecía
se os salía el corazón por los ojos derretido en lágrimas de alegría. Bien clara
es la razón de esta diferencia: quien no es culpable, nada tiene que temer de
un juez rectísimo y sapientísimo, cual es Jesucristo, que es el que nos ha de
juzgar al fin de nuestra vida. Por eso tanto más temo al pensar en esto, cuanto
más cargado de pecados me siento. Con todo, yo sé que fácilmente obtiene de
este juez el perdón, quien lleva consigo un buen abogado. Vos, santo Padre mío,
habéis hecho muchas veces este oficio en defensa de las causas de vuestros devotos,
y con tal felicidad, que sois tenido comúnmente por grande protector de los moribundos.
Ahora, pues, os elijo, y declaro por singular abogado mío en mi muerte. No os
pido que me consoléis en aquella hora con vuestra presencia, como lo habéis hecho
con tantos hijos y amigos vuestros, porque no soy yo digno de tan grande
consuelo. Solo os suplico me ayudéis ahora a mudar de costumbres, de tal
suerte, que después de una cristiana y santa vida, merezca morir por
intercesión vuestra, con tan grande contrición de mis pecados, que nos haga salir
victoriosos a entrambos en la dificultosa causa de esta mi pobre alma.
Padre nuestro, Ave María, Gloria.
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