DÍA XXII.
Santísimo
Patriarca San Ignacio: Oigo lo que me dice el Apóstol San Pablo: que no puede
el alma alcanzar una vida divina, si no trata de mortificar el cuerpo. Y es mucha
verdad, porque si esta vida divina en nosotros, consiste principalmente en
tener la carne perfectamente sujeta a la razón y al espíritu, como podrá
tenerse a raya y en obediencia este cuerpo, ¿si no se le trata como un esclavo
vil, rebelde y contumaz? Vos supisteis sujetar bien el vuestro con el rigor de
la penitencia. Desde que os entregasteis a Dios, empezasteis a dormir sobre el
duro suelo: es azotabala cruelmente tres y cinco veces al día; ayunabais de
continuo, menos los domingos, y en estos mezclabais tierra y ceniza con la comida;
y vez hubo, que pasasteis ocho días sin más alimento que el de los consuelos celestiales.
Vestisteis un saco de lienzo crudo, forrado de un áspero cilicio: os ceñíais con
una cadena de hierro y con una faja tejida de espinas. Vuestra habitación era
una cueva desabrigada, en donde os heríais el pecho con una piedra: andabais descalzo,
con la cabeza descubierta y los cabellos desgreñados. En suma, supisteis de tal
suerte sujetar la carne al espíritu, que siendo de natural fogoso y ardiente, llegaron
los médicos a teneros por flemático, y alcanzasteis tal dominio sobre vuestros afectos,
que en Vos las pasiones no se movían sino al imperio de la razón. Que distante
me hallo yo, oh santo Padre mío, de estado tan feliz? Alcanzadme Vos un santo odio
de mi cuerpo, para que sepa yo tratarlo como esclavo infiel, ya que, por
haberlo tratado como amigo, me ha puesto tantas veces a punto de perder el
alma.
Padre
nuestro, Ave María, Gloria.
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