miércoles, 1 de julio de 2020

MES DE LA SANGRE DE CRISTO

MES DE LA PRECIOSÍSIMA SANGRE DE CRISTO
EJERCICIO PARA EL MES DE JULIO

Fieles católicos le cantan a la Sangre de Cristo

DÍA PRIMERO
Victorias que Jesucristo ha conseguido por la efusión de su Preciosísima Sangre
I. Vencida y encadenada por el enemigo infernal la desdichada humanidad, gemía en las tinieblas de la muerte. Por sí misma no podía levantarse del estado en que se veía caída, ni vencer al horrible enemigo que por medio del pecado la había hecho su esclava; únicamente del Cielo esperaban los pobres mortales el poderoso vencedor del infierno y de la muerte de que Él solo podía librarlos, cuando, llegada en fin la plenitud de los tiempos, Jesús apareció en el mundo para triunfar de todas las potestades de las tinieblas y librar a la miserable humanidad del yugo tiránico que la oprimía: Exivit vincens, ut vinceret.
¿Y cómo lo consiguió? ¡Ah! ¿No lo sé yo? Jesús mío, esta victoria no la debéis sino a la efusión de vuestra Preciosísima Sangre, cuyas primicias derramasteis a los ocho días de vuestro nacimiento, para hacerlo más tarde hasta la última gota sobre el Altar de la Cruz; así habéis triunfado del infierno y de todo el poder de las tinieblas.
II. Considera además, alma mía, cómo Jesús con esta Sangre nos ha armado para el combate. Nuestra vida sobre la tierra es enteramente una vida de combates: militia est vita hominis super terram. Tenemos que combatir con un mundo engañoso que, con sus vanidades e ilusiones, busca el modo de seducirnos y hacernos caer en sus lazos; tenemos que vencer una carne rebelde que hace al espíritu una guerra incesante; tenemos que aterrar un dragón infernal que, semejante a un león furioso, está siempre tratando de devorarnos.
¿Cómo, pues, podremos vencer enemigos tan poderosos y fieros? ¿Cómo conseguir cada día victorias tan difíciles, a no estar defendidos por esta Sangre, que nos hará terribles al infierno todo desencadenado contra nosotros?
Comprendamos la necesidad de despertar en nuestros corazones una ferviente devoción a la prenda de nuestra Redención y causa de nuestras victorias, y poner en ella la más viva confianza del triunfo. In hoc signo vinces, se dijo al grande emperador Constantino, y en virtud del signo adorable de la Cruz debía disipar los innumerables ejércitos de sus enemigos. Pues bien, nosotros también sabremos vencer por la virtud de esta Cruz santísima rociada con la Sangre del Cordero Inmaculado; nosotros celebraremos los más gloriosos triunfos sobre todos nuestros enemigos, y acaecerá en nosotros lo que se dice en el Apocalipsis (XII, 11): «han vencido al dragón por la Sangre del Cordero.»
COLOQUIO
Oh Jesús Omnipotente, que habéis triunfado completamente del dragón malo, que le habéis encadenado por la efusión de vuestra Preciosísima Sangre, y nos habéis preparado además poderosas armas para los continuos combates de esta vida miserable; ¡ah! ¡y qué confianza despertáis hoy en nuestros corazones seguros del triunfo y libres del temor! Vos sois el brazo todopoderoso de vuestro Eterno Padre que nos da la victoria en virtud de los méritos de vuestra Sangre derramada por nosotros; de aquí hay que sacar la fuerza y el valor para vencer al dragón infernal, al cual se vence con vos: Et ipsi vincerunt eum (draconem) per sanguinem Agni. ¡Oh! ¡Qué bien se está cerca de vuestra Cruz! ¡Qué felicidad fortalecer el alma con vuestra Sangre y sumergirla toda en ella! Ella es la que nos fortifica para vencer las tentaciones y nos hace adquirir esa corona de gloria inmortal que vuestro amor nos tiene preparada en el Cielo.
EJEMPLO
Sabido es el siguiente pasaje de la vida de San Edmundo; atormentado este Santo y tentado por el demonio, se armó valerosamente de los méritos de la Sangre de Jesucristo para pelear, y por la virtud de la Pasión y de la Sangre de Jesucristo obligó al demonio a confesar qué era lo que más temía, y aquel respondió: «lo que acabas de nombrar;» esto es, la Sangre Preciosísima de Jesucristo. Tan cierto es aquel dicho de San Juan Crisóstomo que esta Sangre omnipotente ahuyenta los demonios: Hic sanguis daemones procul pellit (Vida de San Edmundo.)

JACULATORIA PARA TODOS LOS DÍAS
Padre Eterno os ofrezco la Sangre de Jesucristo en rescate de mis pecados y por las necesidades de vuestra Iglesia.
El Soberano Pontífice Pío VII concedió cien días de Indulgencia por cada vez que se diga la anterior jaculatoria. Así consta del rescripto que se conserva en los archivos de los Padres Pasionistas de Roma.

DÍA SEGUNDO
El precio de nuestra alma demostrado por la Sangre Preciosísima de Jesucristo
I. El precio y el valor de una joya se valúa por el precio de su adquisición, y cuanto más subido es este precio, tanto más preciosa nos parece esa alhaja. Ahora bien, nuestra alma no ha sido rescatada al vil precio del oro y de la plata, sino con el precio de la Sangre del Divino Cordero: Empti enim estis pretio magno, dice el Apóstol San Pablo; y San Basilio dice que anima Christi sanguine reparatur. Oh dignidad incomparable de nuestra alma, exclama con razón el elocuente doctor: ¡Oh mira dignitas animarum! Hay más; por una sola alma, al decir de San Efrén, Jesús hubiera dado toda la Sangre de sus venas. Nuestra alma no es menos preciosa por su creación, pues ha sido creada a la imagen de Dios, que por su redención, pues que ha sido redimida por Jesús con el precio de su propia Sangre. Y sin embargo; ¡qué poco aprecio hacen de esta alma los hombres! ¡Por un vil interés, por un capricho, por un sórdido placer la entregan al demonio!
II. Entra dentro de ti misma, alma cristiana, y advierte cuánto has costado a Jesús. Piensa que si te pierdes a ti misma, de nada te servirá el haber ganado el mundo entero, de nada te servirá poseer riquezas, honores y placeres: Quid prodest homini si mundum universum lucretur; animae vero suae detrimentum patiatur? Esta es una verdad infalible anunciada por Jesucristo. No hay más que un negocio importante sobre la tierra, porro unum est necessarium; y este negocio es salvar un alma rescatada y todavía bañada por la Sangre Preciosísima de Jesús. ¡Oh alma! piensa cuán abundante ha sido ese precio de valor infinito que ha dado por ti: copiosa apud Deum, redemptio. Bastaría una sola gota de esa Sangre divina para rescatar al mundo entero, como enseña el Pontífice Clemente VI, y como lo repite el doctor angélico Santo Tomás: Cujus una stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere; y no obstante, por un amor inefable a nuestras almas, ha querido verterla toda. Y tú, ¿qué has hecho hasta ahora para salvarte? ¿Dónde están las espinas, los clavos, la cruz que has sufrido? ¿Dónde la sangre derramada? Nondum usque ad sanguinem restitisti. ¡Ah! ¡Y cuánto debe confundirnos esta comparación! Jesús ha sufrido tanto para salvarnos, y nosotros, a pesar de todo esto, nada queremos sufrir; cuando se trata de nuestra alma, todo nos desagrada, hacer oración, mortificar aquella pasión rebelde, extirpar del corazón esa afección desordenada, hacer abnegación de sí mismo, violentarnos. Más reflexiona, alma mía, que si tú misma no piensas en salvarte, de nada te servirá la Sangre derramada por Jesucristo; al contrario, Ella será tu condenación, porque Dios que te ha criado sin ti, como dice San Agustín, no te salvará sin ti: Qui fecit te sine te non salvabit te sine te. Y como los hebreos hallaron su salvación en el mar Rojo, donde los egipcios encontraron la muerte, así también si tú te aprovechas de la Sangre de Jesucristo te salvarás, y si abusas de ella encontrarás la muerte eterna.
COLOQUIO
Jesús mío, que tan pródigo habéis sido de vuestra Sangre Preciosísima hasta el punto de verterla toda por la redención de esta alma que me pertenece, puedo decir con verdad que no hay una gota de ella que no haya sido vertida por mí. Rociada con esa Sangre Preciosísima esta pobre alma, se presenta y recurre a vos ¡oh Dios mío! No permitáis que se pierda esta alma que tanto os ha costado, no permitáis tenga que escuchar algún día de vuestra boca la amarga reconvención de haber derramado inútilmente vuestra Sangre por mí: Quae utilitas in sanguine meo? ¡Ah! Excitad hoy en mi pobre corazón un deseo eficaz de salvarme, aunque me cueste mi sangre y mi vida. Por las entrañas de vuestra misericordia y por los méritos de vuestra Preciosísima Sangre salvadme, Jesús mío, socorredme en las tentaciones, sostenedme en los peligros, a mí que os he costado nada menos que vuestra sangre: Te ergo quaesumus tuis famulis subveni quos pretioso sanguine redemisti.
EJEMPLO
Santa Teresa de Jesús tuvo muy grande devoción a la Preciosísima Sangre de Jesucristo; se sentía toda conmovida a la sola vista de cualquiera imagen que representaba a Jesucristo derramando su Sangre; esta vista le recordaba todo el precio de su alma y el amor que Jesús le había tenido. Ella misma nos refiere lo que le acaeció en una ocasión: “Un día, dice la Santa, entrando en el oratorio, vi una imagen que representaba a Jesucristo cubierto de llagas y tan llena de expresión que, admirándola, me sentí toda turbada. Con tanta verdad representaba todo lo que Jesucristo sufrió por nosotros. Tal fue el sentimiento de dolor que experimenté entonces, que me pareció partírseme mi corazón, y arrojándome al pie de la imagen y vertiendo abundantes lágrimas, le supliqué que me concediese una vez por todas una grande fuerza para no ofenderle en adelante.”
Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA TERCERO
La Sangre Preciosísima de Jesucristo remedia los grandes y horribles males que ocasiona el pecado
I. ¿Quién puede comprender y expresar los tristes efectos que el pecado produce en nuestra alma? Por él entró la muerte en el mundo, muerte espiritual, muerte temporal y muerte eterna. Él despoja al alma de la gracia santificante y la hace objeto de abominación a los ojos de un Dios de pureza que no puede soportar la iniquidad; la hace esclava de Lucifer, y la pone tan horrible, que un solo pecado mortal la asemeja al demonio. Además injuria a la majestad del Señor, excita su ira y hace derramar sobre los hijos de los hombres el cáliz amargo de todas las tribulaciones. ¿Qué remedio, pues, queda a tantos males sino la Sangre Preciosísima de Jesucristo, ese baño saludable que cura todas las heridas del alma causadas por el pecado? Ella es la que nos reconcilia con la divina justicia ultrajada por nosotros, la que aplaca al Señor y calma su cólera: justificati in sanguine ipsius, reconciliati sumus Deo per mortem Filii ejus. Ella nos pone en estado de paz con Dios y los Ángeles: pacificans omnia per sanguinem suum sive quae in terris, sive quae in coelis sunt. Ella nos restituye los méritos que habíamos perdido y nos purifica de toda iniquidad. ¡Oh bondad inefable de Jesús que con su Sangre nos provee de tantos remedios y remedios tan eficaces!
II. Si el pecador considera, dice San Bernardo, todo el horror de sus faltas, ¡oh! ¡cuánto debe turbarse y espantarse! Pero si se vuelve hacia el Crucificado y mira sus sangrientas llagas ¡oh! con qué confianza debe contar con la misericordia y el perdón. Peccavi peccatum grande, turbatur conscientia, sed non perturbatur quoniam vulnerum Domini recordabor, exclama con confianza. La Sangre del Redentor vertida por nuestra salvación es el único medio de sanar nuestras llagas; es, como afirma San Ambrosio, el solo remedio saludable para todos los males del alma: Vulnus est quod accepit, medicina est quam effudit. Este precio entregado sobre la Cruz por Jesucristo, es el único que podrá pagar las deudas inmensas que los hombres han contraído por sus pecados: Suum pro nobis effudit sanguinem et debite nostrum delevit, asegura el mismo Santo doctor. Y esto es lo que expresa el Apóstol San Pablo en su carta a los de Éfeso diciendo: In quo habemus redemptionem per sanguinem ejus, remissionem peccatorum secundum divitias gratiae ejus. Jesús por la efusión de su Sangre ha entregado las riquezas de su gracia para pagar nuestras deudas, precio inestimable que tanto nos ha enriquecido y que tan generosamente satisface por nosotros.
COLOQUIO
¿Qué reconocimiento, Jesús mío, os debe esta alma por haber sido sanada por Vos, médico atento y saludable, con el baño inestimable de vuestra Sangre? ¿Qué sería yo, y en qué abismo de miserias no estaría sumida esta alma si no hubiera sido redimida por Vos, y tantas veces curada de las profundas llagas producidas en ella por tantas faltas de que soy culpable? Vos solo erais capaz de remediar tantos males. ¡Dios mío, haced que yo no vuelva a caer más en ese estado de muerte, del que vuestra Sangre me ha librado! ¡Que Ella sea mi salud, que Ella sea mi remedio, mi sostén durante la vida y en la muerte! Cuando yo reflexiono sobre mi pasada ingratitud quisiera morir de dolor a vuestros pies. Jesús mío, penetrad mi corazón de dolor y de amor por todas las heridas con que yo os he traspasado, por toda la Sangre que mis pecados han hecho salir de vuestras venas; y haced que yo no os ofenda más, sino que os ame siempre y por siempre. Amén.
EJEMPLO
Santa Catalina de Sena vio un día dos infelices que conducían al suplicio. Mientras que desgarraban su carne con hierros encendidos y prorrumpían en horribles blasfemias, la Santa oró por ellos con grande fervor, recordando al Señor las misericordias que había usado con tantos pecadores. Movido Jesús de sus oraciones se dignó aparecerse a aquellos cubierto de sus llagas ensangrentadas. Convirtiéronse en el momento aun en medio de aquel horrible suplicio; bendijeron a Dios, murieron con una resignación perfecta y subieron al Cielo. (Vida de la Santa por el Padre Frigerio, lib. II, cap. 10)
Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA CUARTO
La Sangre preciosísima de Jesucristo libra al alma de la esclavitud del pecado
I. Uno de los más deplorables efectos que el pecado produce en nuestra alma es el hacerla esclava de las pasiones y del demonio, esclavitud que es la más dura y triste de todas. La hace esclava de las pasiones, porque cada cual es esclavo de todo adversario que ha vencido sobre él: a quo enim quis superatus est, hujus servus factus est, y en otra parte leemos: Qui facit peccatum servus est peccati: “aquel que comete el pecado se hace esclavo del pecado.” Nos hace esclavos del demonio, porque consentir en sus malas sugestiones es someterse a su tiránico yugo bajo del cual la pobre alma está sujeta a una vergonzosa dependencia, y de los pecadores puede decirse que están sumisos a la voluntad del demonio: a quo captivi tenentur ad ipsius voluntatem. Pues bien, la Sangre de Jesucristo nos libra del oprobio de semejante esclavitud; nos libra del yugo de las pasiones, domándolas y reprimiéndolas por los méritos del Hijo de Dios que ha derramado esta Sangre Preciosísima; nos libra del demonio, porque le derriba y le aterra y hablando de esta Sangre divina puede decirse con verdad: et nunc princeps hujus mundi ejicietur foras. ¡Mira pues, oh alma mía, qué fuente de riquezas y de bienes brota de esa Sangre Preciosísima!
II. Y, oh Dios mío, cuán admirablemente indicadas están todas estas verdades en aquellas palabras de la Sabiduría bendiciendo el leño donde se efectuó la justicia: Benedictum lignum, per quod fit justitia. Por esta justicia conviene entender la paga rigurosa que Jesucristo ha satisfecho sobre el madero de la Cruz para rescatar las almas de la servidumbre del demonio, borrar la sentencia de nuestra condenación eterna, y a costa de su Sangre procurarnos la libertad de hijos de Dios. Ved ahí cómo San Ambrosio explica el texto que hemos citado: “A la justicia es a la que la Santa Escritura atribuye el perdón de los pecados; porque Nuestro Señor Jesucristo, puesto sobre esta Cruz, ha crucificado la sentencia de nuestros pecados, y con su Sangre ha purificado al mundo entero.” Pero ¿nos aprovechamos de esta franquía que la Sangre de Jesucristo nos ha merecido? ¿Vivimos como verdaderos hijos de Dios? ¡Ay! ¡Cuántas veces y voluntariamente volvemos a tomar estas duras cadenas de cuyo yugo nos libró Jesucristo! Aquel que deja dominar su corazón de las malas pasiones, el que consiente en las tentaciones del demonio, se hace él mismo esclavo del demonio. ¿No sabemos, pues, de qué manera este grande enemigo trata a las almas? ¿No sabemos los remordimientos, las amarguras, las aflicciones de espíritu de que son abrevadas las almas que militan bajo sus banderas? Y si alguna vez con una pérfida dulzura viene a presentar a nuestros labios la copa envenenada del placer, ¿no sabemos que nuestros labios han de sacar de ella la muerte? ¡Oh! estas cadenas son demasiado duras: rompámoslas, en fin, y gocemos de la libertad que Jesús nos ha adquirido con el precio de su Sangre.
COLOQUIO
¡Ay! ¡Jesús mío! si considero lo enorme de mis faltas y el triste estado a que me han reducido, ¡oh! ¡Y cuánto tengo que temer! Mis innumerables iniquidades me parecen otras tantas cadenas; pero si vuelvo mis miradas hacia el precio de la redención con que Vos habéis pagado por mí sobre la Cruz, ¡qué dulce confianza concibe entonces mi corazón y cuán fuerte es la esperanza que se apoya sobre tal fundamento! Merito mihi spes valida in illo est. Exclamaré con San Agustín. Sí, en esto pondré toda mi esperanza. El peso incalculable y la inmensidad de mis pecados precipitarían mi alma en el abismo de la desesperación, si Vos no me excitaseis a la confianza y al perdón, oh divino Salvador mío; si no os viese sentado a la diestra de vuestro Padre celestial ofreciendo todos los días vuestra propia Sangre por mí, miserable pecador. Esa Sangre que me ha redimido y me ha librado tantas veces del infierno, yo tengo confianza en Ella, y ningún temor me inspiran mis enemigos: Ille tuus unicus redemit me sanguine suo, diré también con confianza: non calumnientur me superbi, quonian cogito pretium meum. No, la multitud de mis pecados no me espanta cuando pienso en el precio de mi salvación, que es vuestra Sangre, oh amable Salvador mío: quonian cogito pretium meum.
EJEMPLO
Santa Catalina de Sena, por sus dulces palabras, obtuvo de un noble joven de Perusa, llamado Nicolás, que sufriese con resignación una sentencia de muerte que le parecía injusta. Decíale la Santa: “Irás a la muerte rociado con la Sangre preciosísima del Hijo de Dios, y morirás con el dulce Nombre de Jesús en tus labios” y de esta suerte le libró del grande dolor y del horror que tenía de ser decapitado, y del temor de no poder perseverar hasta el último momento en su resignación. Hizo aún más la Santa: quiso ella misma asistirle en su último momento. Verificólo en efecto, exhortándole a acordarse de la Sangre del Cordero divino, y el joven no cesaba de repetir: “Jesús mío, yo os amo; Jesús, Jesús.” Así murió, y cuando la cabeza fue separada del cuerpo, Catalina fijando los ojos en el cielo, vio a Jesucristo que conducía a esta alma dichosa al reino eterno. (Vida de esta Santa por Frigerio)

DÍA QUINTO
La sangre de Jesucristo vivifica al alma manchada por el pecado
I. ¡Oh! ¡Y qué horribles y repugnantes son las manchas que nuestras faltas producen en nuestra alma! De tal manera la corrompen que San Agustín llega hasta decir que “Dios prefiere el olor de un perro muerto, al que exhala un alma pecadora.”
Por esto, hablando el profeta Isaías a los pecadores, les exhorta a lavarse y purificarse en la fuente de la vida: lavamini, mundi estote. Pero ¿cuál es esta fuente de vida sino la purificadora y vivificadora Sangre del Cordero inmaculado en que se sumergen las almas para salir purificadas de toda mancha? “La Sangre de Cristo, dice el Apóstol, nos limpia de toda iniquidad:” Sanguis Christi emundat nos ab omni iniquitate.
La Sangre del Redentor es comparada a una fuente que ni está cerrada, ni oculta, sino abierta y visible a todos. Así que el profeta Isaías la vio en espíritu manar en abundancia las aguas que deben purificar las almas. Espárcense en seguida con profusión por todas las partes de la casa del verdadero Jacob, que es la Iglesia y su principal destino consiste en quitar de nuestras almas las manchas del pecado. Y ¿se hallará todavía quien quiera permanecer en sus impurezas y rehúse aproximarse a esta benéfica fuente de salud?
II. Considerad la injuria que hace el pecador a la Sangre Preciosísima de Jesucristo cuando prefiere vivir en toda la torpeza y fealdad del pecado a purificarse en esta fuente de vida.
¿Qué dirías, oh alma mía, de aquel que sumido en el fango quisiese más bien revolcarse en él, que acercarse a una fuente de agua limpia que pudiese lavarle? ¿No dirías que estaba loco? Pues bien, ¿cuánto más detestable no será la locura del pecador que pasa los años en el lodazal de sus vicios, y olvidándose de su alma, de la eternidad y de Dios, se aleja del baño purificante de esa Sangre Preciosísima?
Pecadores, despertad, que para vosotros se ha abierto esa fuente, Venid, lavaos y purificaos: Lavamini, mundi estote.
Mas ¿qué digo? no es ya solamente una fuente. La Sangre de Jesucristo es un vasto río, o más bien, un mar profundo sin límites y sin orillas que inunda y cubre toda la tierra; porque la misericordia divina, que distribuye esta Sangre Preciosísima, carece de límites.
Esto hacía decir a Santa María Magdalena de Pazzis, que el Señor nos había enviado dos veces el diluvio: la primera, en tiempo de Noé, cuando la inundación universal de la tierra; y la otra, en la época de la plenitud de la gracia. El Verbo hecho hombre (estas son sus palabras) envió de nuevo el diluvio a este miserable mundo; y ¿qué diluvio es éste sino una gracia sobreabundante y la efusión de su Sangre?
Ésto hace decir igualmente a San Juan Crisóstomo: «Esta Sangre derramada lava y purifica a todo el orbe:» Hic sanguis effusus universum abluit orben terrarum.
Ahora pues, ¡oh pecador!, he aquí la ocasión favorable de arrojar al seno de este mar inmenso el peso de tus pecados; y no puedes dudar de la voluntad del Señor de borrarlos prontamente, pues que te ha hecho entender por su profeta Miqueas que arrojará todas nuestras iniquidades en el mar profundo de su misericordia: Proficiet in profundum maris omnia peccata nostra.
COLOQUIO
Amantísimo Jesús, que me invitáis a arrojarme en el mar inmenso de vuestra Preciosísima Sangre a fin de purificarme de todas las manchas contraídas por mis iniquidades, muy culpable sería yo para con Vos si me hiciese sordo a la invitación de vuestra gracia. Sí, oh Jesús mío, quiero sumergir toda mi alma en esas aguas de misericordia y de gracia. Vos veis todas las impurezas, todas las aflicciones, todas las miserias que hay en ella, y sólo Vos podéis purificarla. Purificadme, pues, oh Señor, diré con el leproso del Evangelio, porque podéis hacerlo. Una sola señal de vuestra voluntad basta para purificarme: Domine si vis, potes me mundare. Haced, pues, que oiga de vuestros labios estas dulces y consoladoras palabras: Volo, mundare: «quiero, sé limpio.» Purificado así por vuestra Sangre, conservadme esta pureza hasta la muerte.
EJEMPLO
Para animar al pecador a arrojarse en su Sangre con una entera confianza en su misericordia, el Señor se apareció un día a Santa Matilde sobre un altar con las manos extendidas. Sus santas llagas como si estuviesen aún frescas derramaban sangre abundante, y la dijo: «Ve aquí mis llagas, abiertas de nuevo, a fin de poder aplacar al Eterno Padre para con los pecadores. Los hay tan cobardes y tímidos que no tienen bastante resolución para confiar en mi amor. Si recurriesen frecuentemente a mi Pasión, y adorasen devotamente mis llagas ensangrentadas, alejarían de sí todo temor.»
Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA QUINTO
La sangre de Jesucristo vivifica al alma manchada por el pecado
I. ¡Oh! ¡Y qué horribles y repugnantes son las manchas que nuestras faltas producen en nuestra alma! De tal manera la corrompen que San Agustín llega hasta decir que “Dios prefiere el olor de un perro muerto, al que exhala un alma pecadora.”
Por esto, hablando el profeta Isaías a los pecadores, les exhorta a lavarse y purificarse en la fuente de la vida: lavamini, mundi estote. Pero ¿cuál es esta fuente de vida sino la purificadora y vivificadora Sangre del Cordero inmaculado en que se sumergen las almas para salir purificadas de toda mancha? “La Sangre de Cristo, dice el Apóstol, nos limpia de toda iniquidad:” Sanguis Christi emundat nos ab omni iniquitate.
La Sangre del Redentor es comparada a una fuente que ni está cerrada, ni oculta, sino abierta y visible a todos. Así que el profeta Isaías la vio en espíritu manar en abundancia las aguas que deben purificar las almas. Espárcense en seguida con profusión por todas las partes de la casa del verdadero Jacob, que es la Iglesia y su principal destino consiste en quitar de nuestras almas las manchas del pecado. Y ¿se hallará todavía quien quiera permanecer en sus impurezas y rehúse aproximarse a esta benéfica fuente de salud?
II. Considerad la injuria que hace el pecador a la Sangre Preciosísima de Jesucristo cuando prefiere vivir en toda la torpeza y fealdad del pecado a purificarse en esta fuente de vida.
¿Qué dirías, oh alma mía, de aquel que sumido en el fango quisiese más bien revolcarse en él, que acercarse a una fuente de agua limpia que pudiese lavarle? ¿No dirías que estaba loco? Pues bien, ¿cuánto más detestable no será la locura del pecador que pasa los años en el lodazal de sus vicios, y olvidándose de su alma, de la eternidad y de Dios, se aleja del baño purificante de esa Sangre Preciosísima?
Pecadores, despertad, que para vosotros se ha abierto esa fuente, Venid, lavaos y purificaos: Lavamini, mundi estote.
Mas ¿qué digo? no es ya solamente una fuente. La Sangre de Jesucristo es un vasto río, o más bien, un mar profundo sin límites y sin orillas que inunda y cubre toda la tierra; porque la misericordia divina, que distribuye esta Sangre Preciosísima, carece de límites.
Esto hacía decir a Santa María Magdalena de Pazzis, que el Señor nos había enviado dos veces el diluvio: la primera, en tiempo de Noé, cuando la inundación universal de la tierra; y la otra, en la época de la plenitud de la gracia. El Verbo hecho hombre (estas son sus palabras) envió de nuevo el diluvio a este miserable mundo; y ¿qué diluvio es éste sino una gracia sobreabundante y la efusión de su Sangre?
Ésto hace decir igualmente a San Juan Crisóstomo: «Esta Sangre derramada lava y purifica a todo el orbe:» Hic sanguis effusus universum abluit orben terrarum.
Ahora pues, ¡oh pecador!, he aquí la ocasión favorable de arrojar al seno de este mar inmenso el peso de tus pecados; y no puedes dudar de la voluntad del Señor de borrarlos prontamente, pues que te ha hecho entender por su profeta Miqueas que arrojará todas nuestras iniquidades en el mar profundo de su misericordia: Proficiet in profundum maris omnia peccata nostra.
COLOQUIO
Amantísimo Jesús, que me invitáis a arrojarme en el mar inmenso de vuestra Preciosísima Sangre a fin de purificarme de todas las manchas contraídas por mis iniquidades, muy culpable sería yo para con Vos si me hiciese sordo a la invitación de vuestra gracia. Sí, oh Jesús mío, quiero sumergir toda mi alma en esas aguas de misericordia y de gracia. Vos veis todas las impurezas, todas las aflicciones, todas las miserias que hay en ella, y sólo Vos podéis purificarla. Purificadme, pues, oh Señor, diré con el leproso del Evangelio, porque podéis hacerlo. Una sola señal de vuestra voluntad basta para purificarme: Domine si vis, potes me mundare. Haced, pues, que oiga de vuestros labios estas dulces y consoladoras palabras: Volo, mundare: «quiero, sé limpio.» Purificado así por vuestra Sangre, conservadme esta pureza hasta la muerte.
EJEMPLO
Para animar al pecador a arrojarse en su Sangre con una entera confianza en su misericordia, el Señor se apareció un día a Santa Matilde sobre un altar con las manos extendidas. Sus santas llagas como si estuviesen aún frescas derramaban sangre abundante, y la dijo: «Ve aquí mis llagas, abiertas de nuevo, a fin de poder aplacar al Eterno Padre para con los pecadores. Los hay tan cobardes y tímidos que no tienen bastante resolución para confiar en mi amor. Si recurriesen frecuentemente a mi Pasión, y adorasen devotamente mis llagas ensangrentadas, alejarían de sí todo temor.»
Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA SEXTO
La Sangre Preciosísima de Jesucristo produce en el alma el orden perfecto y la verdadera tranquilidad
I. El pecado había turbado el bello orden que Dios estableciera entre sus criaturas queriendo que la voluntad del hombre estuviese rendida en un todo a su santísima voluntad.
Habiéndose rebelado el hombre contra la majestad del Señor, las pasiones se sublevaron, los apetitos fueron abandonados a sus desórdenes, el demonio tiranizó las almas, y de esta suerte perdióse la venturosa tranquilidad del corazón.
Apareció Jesús en el mundo, y con la efusión de su Sangre hizo renacer entre nosotros la paz: Pacificans per sanguinem crucis. Púsonos de nuevo en paz con Dios, y en paz con nosotros mismos; por esta Sangre nos reconcilió con su Eterno Padre, hizo de manera que la misericordia y la verdad se hallasen juntas, y que la justicia y la paz se reuniesen; reprimió nuestras rebeldes pasiones, ahuyentó al demonio, y aquel bello orden que lo pasado había turbado fue restablecido: Pacificans per sanguinem crucis ejus sive quae in terris sive quae in coelis sunt, palabras que San Cirilo Alejandrino interpreta de esta manera: “¿No veis que Jesucristo, que según San Pablo ha pacificado no solamente lo que hay sobre la tierra, sino también lo que hay en el Cielo, es el becerro de expiación ofrecido por el pecado?”
Esto es lo que reconocía como figurado por la víctima pacífica que se ofrecía por el pecado en la Antigua Alianza. Y en otra parte dice también: “Plugo al Padre Eterno reconciliarlo todo por la Sangre pacífica de su divino y único Hijo en quien ha hecho descansar la plenitud de sus gracias.” He aquí por qué conviene a Jesucristo el título de rey pacífico y de príncipe de la paz, este título, ¿no lo ha merecido por la amorosísima efusión de su Sangre?
II. ¿Sabemos nosotros mantener esta paz que Jesús nos ha adquirido con el precio de su Sangre? ¿Conservamos ese orden perfecto, esa tranquilidad que nos ha merecido por su propio sacrificio? ¡Ay! ¡Con qué facilidad lo perdemos! por una miseria, por un vil interés, por un placer momentáneo perdemos tan precioso tesoro.
Se pierde la paz de Dios perdiendo su gracia; el corazón se carga del pecado, que es el enemigo declarado de la paz, y que no acarrea sino remordimientos, amarguras y aflicciones de espíritu; se pierde la paz con el prójimo; por una ligera ofensa, por una contradicción leve, por un daño o perjuicio insignificante la cólera se enciende en nuestro corazón y se da entrada al odio y a la venganza; piérdase la paz consigo mismo, dando rienda suelta a sus pasiones que sólo saben hacer guerra al espíritu y sumir el alma en la más horrible tristeza.
Entremos dentro de nosotros mismos y no perdamos un tesoro que ha costado tanta Sangre a Jesús; se conserva la paz con Dios, guardando fielmente en su corazón el tesoro de su gracia; se conserva la paz con el prójimo, perdonando prontamente las ofensas y amando a aquel que nos ultraja y nos persigue, según la admirable doctrina de Jesús; se conserva la paz consigo mismo, refrenando las pasiones rebeldes que nos hacen la guerra.
COLOQUIO
Amable Redentor, autor de la paz, rey pacífico, que por reconciliar nuestras almas con la justicia irritada dais vuestra vida y vuestra Sangre. ¡Oh! haced que sepamos apreciar, cuanto es debido, un tesoro tan precioso, esa paz, que nos obtenéis, esa paz que el mundo no puede dar con todos sus bienes; paz que excede a toda alabanza humana; paz que es una prenda y una delicia anticipada de la imperturbable de que se gozará en el Cielo. Mirad los peligros que nos rodean y las ocasiones continuas de perder esta paz; ved la guerra intestina que nos hacen nuestras pasiones. ¡Oh Dios mío! contenedlas y, si a vuestra voz imperiosa los vientos y las tempestades en el seno de los mares borrascosos se calman para dar lugar a una perfecta tranquilidad, haced de nuevo sentir esta voz en mi corazón, a fin de que yo pueda volver a hallar la paz perfecta y la tranquilidad perdida por el pecado: impera, et fac tranquillitatem. Y hacedlo así por esa Sangre Preciosísima que con tanto amor habéis derramado para adquirirnos la paz verdadera y perfecta.
EJEMPLO
El corazón que quiere gozar de la verdadera paz debe unirse al Corazón de Jesús y bañarse con esta Sangre Preciosísima que corre de sus llagas. Santa Francisca Romana, según se lee en su vida, vio un día salir del sagrado costado de Jesús, y de sus llagas, una multitud de cadenas de fuego que consigo llevaban gran cantidad de Sangre por la salvación de las almas. Estas son las cadenas de amor a las cuales el corazón debe unirse para vivir en paz. Debe abrevarse de esta Sangre pacífica que calma las pasiones, doma al demonio y da sobre la tierra una muestra de aquella paz eterna, imperturbable, de que se gozará en el Cielo.
Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA SÉPTIMO
El deseo ardiente que tiene Jesucristo de que todas las almas participen de su Sangre Preciosísima
I ¡Cuán grande era el deseo que Jesucristo tuvo, durante toda su vida mortal, de derramar su Sangre por la redención del mundo! Y el deseo de que todos nos aprovechemos de Ella es tanto más ardiente cuanto que no todos participan de Ella.
Por ésto, pues, convidándonos a esta fuente de misericordia, nos dice: «Bebed de ésto todos, Bibite ex hoc omnes; Y abriendo en sus santas llagas cuatro fuentes, como dice San Bernardo, fuente de misericordia, fuente de paz, fuente de devoción, fuente de amor, convida a todas las almas a que vengan a saciarse en ellas: Si quis sitit, veniat ad me.
Y en efecto, ¿Por qué ha instituido los Sacramentos que son como los canales por los cuales se comunican los méritos de esta Sangre Preciosísima? ¿Por qué se ofrece perpetuamente a su Padre Eterno en el Cielo, y quiere cada día ser ofrecido por sus ministros sobre los santos Altares? ¿Por qué en nuestros días ha despertado de una manera tan particular en el corazón de todos los fieles semejante devoción? ¿No se reconoce en ésto el deseo ardiente de su Corazón, de que hacernos ir a todos por los méritos de esa Sangre, de las fuentes sagradas de sus llagas a las aguas de sus gracias?
¡Oh y qué monstruosa ingratitud es el no aprovecharnos, por nuestra negligencia, de un medio de salvación tan eficaz!
II. ¿Quién puede expresar todos los designios admirables que ha tenido el Corazón de Jesús en la efusión de esta Sangre de amor? Por Ella quiso aplacar su divina justicia, reconciliarnos con su Eterno Padre, purificar nuestras almas de toda iniquidad, merecernos los socorros eficaces de su gracia, abrirnos las puertas del reino feliz de su gloria.
¿Quién puede dudar de que se abrase en un deseo ardiente de que todos se aprovechen de Ella y correspondan a su caridad inagotable? Hasta parece quejarse de las almas que no saben apreciarla: Terra, terra, ne operias sanguinem meum, Hombre compuesto de barro, piensa en la Sangre que ha sido derramada por ti, no la desprecies, no la pises, no hagas de manera que sea inútilmente derramada por ti. Piensa que el que está cubierto de esta Sangre y te la ofrece, tiene por nombre Verbo de Dios, que es aquel Verbo hecho hombre que murió por ti y que un día ha de juzgarte. Advierte que esta Sangre es una prenda de su amor, pero que, si de ella abusas, será tu condenación. Advierte que, si ahora no testificas tu devoción y tu gratitud para con esa Sangre Preciosísima, no podrás tener cabida entre los bienaventurados, ni bendecir con ellos durante toda la eternidad al Cordero inmaculado que los ha redimido y salvado.
¡Oh alma mía! ¿Cuáles son tus sentimientos? ¿Cuáles tus resoluciones?
COLOQUIO
¡Ah! Jesús mío, que tanto nos amáis; si el pecado vive todavía en nosotros, si somos tibios y negligentes en vuestro servicio, y si nos es dificultoso andar por el sendero de la virtud, toda la falta es nuestra; es porque no venimos al pie de vuestra Cruz para empaparnos en vuestra Preciosísima Sangre; es porque no la aplicamos a nuestras almas; es porque no sabemos valernos de este tesoro inestimable que nos ofrecéis con tanto amor.
Somos miserables en medio de las riquezas; somos pobres en medio de los tesoros de vuestra gracia.
¿Qué más habéis podido hacer por nosotros? Y a pesar de esto, somos ingratos, nada queremos hacer por nosotros y por nuestra salvación. Razón tenéis en decir: ¿Qué más pude hacer por mi viña? Y nosotros, para nuestra confusión podríamos decir: ¿Qué menos podemos hacer por vos?
Vos habéis derramado toda vuestra Sangre, y cada día nos convidáis a que participemos de Ella. Por salvarnos habéis muerto en una Cruz entre agonías y dolores, y nosotros estamos tan obstinados, tan insensibles a vuestras invitaciones, a vuestra Sangre y a vuestra muerte.
Mas no será así en adelante, en cuanto está de nuestra parte, proponemos manifestaros, desde ahora, el más sincero agradecimiento, la más fiel correspondencia, y profesar una afectuosa y constante devoción a vuestra Sangre Santísima; Ella será siempre el objeto de nuestro amor, y de palabra y por obra la haremos adorar de todos.
EJEMPLO
Deteneos hoy algunos instantes delante de una imagen de Jesús crucificado, y con una atención particular, escuchad la voz de su Sangre destilada por cada una de sus llagas; ¿qué os dirá? Os dirá lo que Jesús un día a santa Lutgarda: “Mira, mi amada Lutgarda, cómo mis llagas claman a ti, para que mi Sangre no sea derramada en vano.”
¡Ah! lo que estas llagas gritan por la voz de esa Sangre es que tanta Sangre ha sido vertida en vano y sin fruto para el bien de las almas; lo que claman es que las perlas preciosas de la divinidad han sido arrojadas a animales inmundos, bastante atrevidos para hollar la Sangre del divino Verbo hecho hombre; lo que claman es que ninguno ama al Salvador que cada uno de vosotros tiene impreso sobre su corazón con caracteres de Sangre. Despertad, pues, a esta voz; aplicadles esa Sangre sobre vuestro corazón, y sed agradecidos al que la ha derramado.
Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA OCTAVO
La Sangre preciosísima de Jesucristo nos purifica en el Sacramento del Bautismo
I. Jesucristo, espirando en la Cruz, acababa de consumar el sacrificio de justicia y de caridad que el Divino Cordero ofreció por nosotros sobre aquel Altar de su misericordia; uno de los soldados que estaban en el Calvario tomó una lanza e hiriendo el Sagrado costado de Jesucristo le abrió e hizo salir de él agua y sangre, símbolo, según San Agustín, de los Sacramentos que purifican y alimentan.
Así, en esta agua purísima está figurado el Sacramento del Bautismo, fuente de regeneración y de vida por la cual somos regenerados a la gracia. Mas ¿de dónde viene a esta agua la admirable virtud de purificar las almas del pecado original en los niños y de él y de todos los pecados actuales en los adultos que reciben este Sacramento? ¿De dónde se deriva tan grande eficacia en este elemento?
El abad Ruperto responde: “se deriva de la Sangre Preciosísima de Jesucristo; por la unión y mezcla del agua con la Sangre del Redentor, el agua ha adquirido una virtud tan eficaz y maravillosa.”
De donde resulta que todos los efectos que el Bautismo produce en el alma traen su origen de esta Sangre Preciosísima; por ella somos regenerados a la gracia; por ella hemos venido a ser hijos de Dios por adopción, hermanos de Jesucristo, herederos del paraíso. ¡Oh misterios sublimes de la bondad inefable de Jesucristo! ¡Oh poder inefable de esta Sangre!
II. Pero ¿cómo hemos mantenido esta vida de gracia que se nos dio en el Bautismo? ¿Cómo hemos conservado esta inocencia del Bautismo con que nuestra alma ha sido embellecida por la virtud de la Sangre de Jesucristo? ¡Ay! a los primeros albores de la razón, ¿no hemos perdido la hermosa vestidura de la inocencia del Bautismo? ¿No hemos manchado esta alma lavada en la Sangre del Divino Cordero? ¿No podemos decir llorando con San Agustín, «dónde y cuándo he sido inocente»?
Hemos sido hechos hijos de Dios por el Bautismo, y después de tan gran favor, dejamos de obrar según el espíritu de Dios; hijos somos de la luz, y nuestras obras son obras de tinieblas; hemos sido elevados a la herencia celestial, y nosotros nos hemos hecho esclavos de Lucifer. “Reconoce, pues, oh cristiano, exclamaré con el grande Pontífice San León, reconoce tu dignidad, y después de haber sido hecho participante de la naturaleza divina por el Bautismo, no seas tan vil que vayas a tomar de nuevo ese yugo infernal, del que te ha libertado la Sangre de Jesucristo:” Agnosce, o christiane, dignitaten tuam et divinae consors factus naturae noli in veterem vilitatem degeneri conversatione transire. Somos hijos de Dios; pues sean dictadas nuestras obras por el espíritu de Dios: Hi sunt fili Dei, qui spiritu Dei aguntur. Hermanos de Jesucristo y herederos del cielo, no apeguemos a la tierra nuestro corazón: Agnosce, o christiane, dignitatem tuam.
COLOQUIO
¡Qué acción de gracias podrá rendiros mi alma, oh Jesús amabilísimo, por haberme hecho nacer en el gremio de la Santa Iglesia y admitirme a las fuentes sagradas del Bautismo! ¿No pudiera haber nacido entre las tinieblas de la idolatría y de la infidelidad? Y no obstante, Vos me habéis hecho nacer entre católicos, me habéis purificado en el Bautismo y hecho participante de vuestra Sangre.
Por esto me confundo, viendo que no he correspondido a vuestro amor y cuánto ha degenerado mi vida del carácter de cristiano que imprimisteis en mi alma; yo la he desfigurado, la he envilecido con mis malas obras.
Dios mío purificad de nuevo mi alma, y si de vuestro costado abierto corre unida a vuestra Preciosísima Sangre esa agua que me purificó en el Bautismo, hoy uno yo otra agua a vuestra Sangre vivificante; y esta agua no es otra que el agua de mis lágrimas que vierte un corazón contrito; y estas lágrimas, unidas a vuestra Preciosísima Sangre, forman un baño saludable de penitencia para lavar de nuevo el alma de las manchas contraídas después del Bautismo.
EJEMPLO
La vestidura blanca que servía para revestir a los neófitos luego que habían recibido el Sacramento de Bautismo, es el lienzo o capillo blanco que se pone sobre los niños después de bautizados; y el símbolo de la limpieza y pureza que el alma adquiere por la Sangre de Jesucristo en este Sacramento, pureza que debemos conservar sin mancha a fin de presentarnos puros y limpios delante del tribunal de Jesucristo después de nuestra muerte. Por esto Santa Marta enseñó esta blanca vestidura a un apóstata, a fin de que reconociese el beneficio recibido en el Bautismo por medio de la Sangre inocente del Cordero inmaculado y volviese de nuevo a la fe que había abandonado.
Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA NOVENO
La Sangre Preciosísima de Jesucristo nos fortifica en el Sacramento de la Confirmación
I. La vida del hombre sobre la tierra es una continua milicia, y es necesario pelear hasta la muerte para conseguir la corona de la gloria eterna, dice el Señor a un obispo en el Apocalipsis. La debilidad y la flaqueza de la carne nos acompaña hasta el sepulcro; los grandes peligros son frecuentes, los asaltos del enemigo continuos, vivas las pasiones, y jamás dejan de combatirnos; tenemos que pelear con un mundo engañoso que con sus vanidades nos tiende lazos por todas partes; tenemos que vencer una carne rebelde que hace siempre la guerra al espíritu; tenemos un león furibundo que aterrar, que es el demonio que incesantemente nos busca para devorarnos.
Por esta razón previendo nuestro Redentor los peligros y asaltos que de nuestra parte habíamos de experimentar, quiso fortificarnos con un Sacramento que nos proveyese de armas para pelear y vencer, y este Sacramento es la Confirmación.
Mas ¿de dónde toma su eficacia sino de la Sangre omnipotente derramada por Jesús, y que tan temida es de todo el infierno? La agonía que ha sufrido, sus mortales tristezas, el sudor de Sangre vertido en el Huerto, he aquí lo que constituye el valor de los mártires, la fuerza de los combatientes, el triunfo de los vencedores; y si no sucumbimos en las tentaciones tan multiplicadas, lo debemos a esta Sangre cuya virtud es infinita, como dice San León el Grande.
¡Oh eficacia admirable de esta Sangre divina! ¿Quién no experimenta una completa confianza invocándola? ¡Oh sangre! ¡Qué terrible eres a los demonios! Tú eres el escudo inexpugnable que hace caer a nuestros lados los dardos inflamados de los más poderosos enemigos.
II. ¿Cuál es la causa de que por momentos experimentemos en nosotros tan grande flaqueza, que una ligera tentación baste para hacernos caer? ¿Por qué cedemos tan fácilmente a una pasión mala que se levanta en el fondo de nuestro corazón?
¡Ah! ¡Demasiado lo sé! consiste en que olvidamos a Jesucristo y sus padecimientos, en que por un vil respeto humano deponemos las armas de que el Salvador nos ha revestido en la Confirmación; porque no recurrimos con el alma y el corazón a su Sangre omnipotente. ¿Qué fuerza no experimentaría en ella nuestra alma, si en las tentaciones invocase la Sangre Preciosísima de Jesús, si a Ella recurriese y la implorase?
¿Qué pruebas no han soportado tantos niños inocentes y tantas vírgenes armadas de esta Sangre? Asombraron a los tiranos, triunfaron de los más rudos asaltos, soportaron los tormentos más atroces; pues a la Sangre de Jesús debieron sus victorias. Y nosotros, por el contrario, somos tan débiles que por una mira terrena, que por temor de disgustar a los hombres y ser despreciados del mundo nos avergonzamos frecuentemente de aparecer servidores de Jesucristo y obramos el mal contra el grito de nuestra propia conciencia y con el pleno conocimiento de que no procedemos como cristianos.
¡Oh deplorable flaqueza! ¡Oh conducta horrible y despreciable! Acordémonos de que somos soldados de Cristo, acordémonos de qué armas nos ha revestido Jesús por medio de su Sangre omnipotente en el Sacramento de la Confirmación, y cómo el sagrado Pastor nos ha marcado con el signo adorable de la Cruz de Jesucristo que nos hace terribles al infierno todo.
COLOQUIO
¡Oh Jesús mío, que sois la fortaleza de nuestros corazones, ahora veo bien la causa de mis caídas! he olvidado esa Sangre Preciosísima que habéis vertido para fortificarme en el combate que tengo que sostener con mis enemigos espirituales; no he profesado una devoción sincera y afectuosa a esa Sangre divina; me he fiado de mis débiles fuerzas, me he expuesto a los peligros, y por esto he sucumbido miserablemente. Mas ahora renuevo en mi alma la confianza reflexionando sobre vuestra misericordia siempre pronta a perdonar; y pensando continuamente que está preparada esa Sangre, pues que nunca cesáis de ofrecerla a vuestro Eterno Padre hasta por los mismos pecadores. Sí, lo sé, estoy bien persuadido de que no merezco perdón después de haber sido tan ingrato; pero hoy vuestra Sangre le pide por mí. ¡Ah! ¡No! no podéis menos de escuchar tan tiernas voces, las voces de la misericordia y de la gracia, y a ellas uno también la mía: os pido misericordia por esa Sangre Preciosísima que habéis derramado por mí. Ella es suficiente para borrar todas las manchas de mis pecados, para fortificarme y hacerme inexpugnable a los asaltos de mis enemigos; aquí reside mi fuerza, con esto espero vencer en la vida y en la muerte, y subir a los Cielos para celebrar en ellos eternamente vuestras misericordias.
EJEMPLO
Jamás se olvidará en los fastos de la Iglesia el valor del glorioso mártir San Lorenzo que aun en medio de los suplicios impugnaba al tirano; ¡tan insensible se había hecho a los tormentos desde el momento en que se trataba de sostener la fe! Pues bien, esta fuerza, este valor le venía de la Sangre preciosísima de Jesucristo, de la cual era fiel dispensador, encargado en aquel tiempo de distribuirla a los fieles: Cui commisisti dominici Sanguinis dispensationem, como dijo él mismo al Pontífice San Sixto, para dar a entender con esto cuán dispuesto estaba para sufrir el martirio; y embriagado con esta Sangre divina, lleno de un valor heroico, dio su sangre y su vida por Jesucristo en medio de carbones encendidos, confirmando con su muerte la fe que había predicado.
 Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA DÉCIMO
La Sangre Preciosísima de Jesucristo nos purifica en el Sacramento de la Penitencia
I. Había en Jerusalén una piscina llamada Probática que estaba rodeada de cinco pórticos, donde acudían enfermos de toda especie, esperando la venida del Ángel del Señor que ponía en movimiento las aguas, y el primero que entraba en ellas quedaba sano. Esta piscina dicen los SS. PP era una figura del Sacramento de la Penitencia formado con la Sangre de la Redención.
La Iglesia abre a las almas un baño saludable más milagroso que el de Betsaida, como le llamaban los hebreos; de él mana una fuente continua, formada no de sangre de animales y de víctimas expiatorias, sino de la Sangre Santísima del Cordero inmaculado, inmolado y ofrecido en sacrificio por la redención del género humano; pero con la notable diferencia, de que en el de los hebreos solo un enfermo sanaba al contacto de las aguas maravillosas puestas en movimiento por el Ángel del Señor, al paso que en la Piscina saludable de la Sangre de Jesucristo en el mismo instante, no solamente un cristiano, sino todos los cristianos pueden hallar la curación de su mortal enfermedad.
Y ¿qué es necesario para obtenerla? Nada más que quererla eficazmente. ¿Quieres sanar? dice el Señor al enfermo de la Piscina Probática y lo repite a cada pecador. Y ¿qué responde el pecador? ¡Ah! ¡Cuántos hay de entre nosotros que quieren más bien gemir en sus inmundicias que purificarse en este baño saludable!
II. Convendría repetir a muchos de los cristianos lo que aquel siervo fiel dijo a Naamán, el leproso Siro, cuando el Profeta Elías le mandó fuese a lavarse a las aguas del Jordán para curarse de la lepra y lo rehusaba: “Si el Profeta te hubiera mandado una cosa difícil, debieras haberlo hecho; pues ¡con cuánta más razón debes obedecerle cuando te dice que te laves para ponerte bueno!”
Del mismo modo, si el Señor nos hubiese mandado recobrar la salud de nuestra alma a costa de nuestra sangre, deberíamos hacerlo; luego con mucha más razón debemos obedecerle, cuando solamente nos manda lavarnos en la Sangre de Jesucristo por la penitencia sacramental. Esta es nuestro Jordán, en Ella debemos lavarnos para purificarnos de la lepra abominable del pecado; no habiendo nadie libre de mancha, la fuente que corre de las sagradas llagas del Señor es necesaria a todos, dice San Bernardo.
Desde el momento que el pecado se confiesa al sacerdote con un verdadero arrepentimiento y que las palabras sacramentales se han pronunciado, el alma está ya purificada. ¡Oh inmensa liberalidad de mi Redentor! ¡A qué punto ha llegado vuestro amor! ¡Lavarnos con vuestra propia Sangre! ¿Y quién no correrá a sumergir sus faltas en este mar inagotable de vuestra Preciosísima Sangre que hará desaparecer todas sus enfermedades?
COLOQUIO
Jesús mío, voy sin tardanza a esta benéfica fuente; y aunque me veo manchado con tantas faltas, no obstante, arrojándome en este mar inagotable de misericordia, confío que mi alma saldrá de él purificada, pues que tal es la seguridad que de ello me habéis dado por vuestro Profeta. Y del mismo modo que algunas gotas de agua en un vasto mar al momento son absorbidas por las hondas, así sucederá con mis faltas arrojadas en el mar inmenso de vuestra Santísima Sangre, y al momento serán borradas, y el alma sumergida en estas aguas de misericordia saldrá de ellas limpia y purificada.
Dadme, pues, oh Jesús mío, un vivo dolor y un sincero arrepentimiento, a fin de que yo una mi dolor a vuestra Sangre, y con un corazón contrito y humillado, que no despreciáis, pueda recibir el perdón de mis iniquidades; haced que vuestra Sangre purifique las heridas de mi pobre alma para que se verifique en mí la verdad de estas palabras: “la Sangre de Cristo nos purifica de toda iniquidad”. Sanguis Christie emundat nos ab omni iniquitate.
EJEMPLO
Para consuelo de las almas que temen no tener en la confesión sacramental un dolor suficiente de sus pecados, será útil recordar lo que por inspiración divina dice Santa María Magdalena de Pazzis para merecer que la Sangre de Jesucristo supla también este dolor. Meditando la Santa acerca del sudor de Sangre que cubría al Salvador cuando agonizaba en el huerto de las Olivas, decía: “¿Quién puede penetrar, oh Señor, los abismos de agonías y de dolor que experimentáis a fin de satisfacer por tantas almas y obtener su contrición? Por ésto en vuestro Sacramento nuestra atrición se cambia en contrición y somos purificados sin hacer acto de contrición perfecta, porque tomáis sobre Vos la contrición que nosotros deberíamos tener; por ese dolor interno que nos falta, satisfacéis Vos con esa agonía, ese dolor y contrición que habéis sentido por nosotros en vuestro afligido corazón.” Así se expresa la Santa.
Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA UNDÉCIMO
La sangre Preciosísima de Jesús nos alimenta en la Santísima Comunión
I. Cuando hubo llegado la hora de partir de este mundo y de volver a su Eterno Padre, el tierno Corazón de Jesucristo no podía determinarse a dejar a sus discípulos huérfanos y abandonados; por esta razón después de haber celebrado la Pascua según el rito de la ley de Moisés, instituyó el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, en el cual nos alimenta con su propia Carne y con su Preciosísima Sangre convidándonos a todos a participar de ella: Venite inebriamini, carissimi.
Y en este Sacramento es en el que se distribuye de una manera más particular a los fieles bien dispuestos la Sangre del Redentor; cuando comulgamos, podemos decir: «hemos bebido la Sangre del Señor y aplicado nuestra lengua a las llagas mismas de nuestro Redentor.» Qué dulce fuente aquella que de lo elevado del Altar sagrado brota incesantemente las bendiciones celestiales, y que hace la llame San Juan Crisóstomo, fuente de dones celestiales, al pié de la cual está sentado Jesucristo, que se dirige no ya a una Samaritana, sino a la Iglesia universal; aquí no se sirve un simple vaso de agua, sino una Sangre viva que, tomada por nosotros en testimonio de la muerte del Señor, es para nosotros una fuente de vida.
Parece que no se satisfacía su inmenso amor con haber derramado toda su Sangre sobre la Cruz, si además no se quedaba con nosotros hasta la consumación de los siglos para alimentarnos y abrevarnos de esta Preciosísima Sangre en la Santa Comunión; y con la voz irresistible de su Sangre nos llama, según San Ambrosio, nos convida y desea vivamente que participemos de ella. Habet enim sanguis vocem canoram. Y ¿qué dice?: ábreme tu corazón, ensánchale y le colmaré de gracias.
II. El abad Ruperto demuestra muy bien el amor inefable que Jesús nos testifica dándose Él mismo todo entero a las almas en la Santa Comunión y abrevándonos con su Sangre preciosísima que no solamente nos purifica de nuestras manchas cotidianas sino que nos preserva también de las más graves; y esto quiso manifestar el Redentor cuando lavó los pies a sus Apóstoles. Se levantó Jesús de la mesa, esto es, dejó el banquete de la gloria paternal y revistiéndose de nuestra carne, como de un lienzo, vertió su Sangre como se echa el agua sobre un librillo y desde entonces lava cada día nuestros pies, cuando le recibimos en remisión de los pecados. ¡Oh refinamiento del amor del dulce Corazón de Jesús! ¿Con qué ansia no deberían las almas venir a saciarse de esta fuente inagotable de bondad y de amor?
¡Ah! Y cuántas veces debería frecuentarse un Sacramento en el que, según las palabras del Concilio de Trento, ha derramado Jesús las riquezas de su amor: In quo divitias veluti sui amoris effudit. Con tales sentimientos y con estas disposiciones debería recibirse la Preciosísima Sangre de Jesús, que se da aquí con su Carne inmaculada, con su Alma santísima y con su misma Divinidad.
¡Qué viva fe, qué profundo respeto, qué santo temor, qué temblor santo, qué ardiente caridad deberían acompañar a las almas que se acercan a esta mesa! Acercaos, os diré con la voz de la Santa Iglesia, acercaos con fe, con temblor, con ternura. Más ¡ay! ¡Qué frialdad, qué insensibilidad en tantas almas que se acercan tan lánguidas a esta fuente de amor!
COLOQUIO
Vos sois, oh Jesús mío, aquel Padre amantísimo, aquel buen Pastor que después de haber dado su Sangre y su vida por nosotros en la Cruz, nos alimentáis en la Santísima Eucaristía con vuestra Carne y nos dais de beber con vuestra Sangre. ¿Qué más podría hacer vuestro Corazón para probarnos la caridad ardiente de que estáis animados hacia nosotros? Ahora comprendo toda la fuerza de aquellas palabras de San Juan, vuestro discípulo amado, cuando dice que en este Sacramento nos habéis amado hasta el exceso. Ahora entiendo lo que dice en el Concilio de Trento la Iglesia, vuestra Esposa, a saber: que vos ¡oh Señor! dándonos el Sacramento adorable de la Eucaristía, habéis agotado en lo más profundo de vuestro Corazón las riquezas de vuestro amor infinito. ¡Oh! y ¿cómo no se deshace mi corazón por Vos que todo lo habéis hecho por mí? ¿Quién puede resistir a tan dulce enajenamiento a presencia de tales pruebas de amor, de esa caridad sin límites? ¡Ah! ¡Cuáles serán era adelante mis delicias recibiéndoos en la Santa Comunión y embriagándome de vuestra Sangre de amor, adorándoos en el Santo Tabernáculo y contemplando la inefable caridad que se manifiesta en este Sacramento!
EJEMPLO
San Felipe de Neri tuvo una devoción particular a la Sangre Preciosísima de Jesucristo. Tenía la costumbre de poner para la consagración una grande cantidad de vino en el cáliz a fin de prolongar la duración de las especies. Se observó también que después de la Consagración el mismo Cáliz estaba lleno de Sangre pura. Al sumirla, sus labios la absorbían con tanto ardor, que concluyó por consumir no solamente el dorado, sino hasta la plata misma del cáliz; y esta Sangre divina le comunicaba tal devoción que la palidez cubría su rostro hasta parecer más bien muerto que vivo. Semejante espectáculo hizo verter muchas veces lágrimas de compunción a los asistentes. Pedía en seguida al Señor que pues no había podido verter su sangre en el martirio, como él hubiera querido, le concediese a lo menos derramarla en abundancia por boca y narices para que de esta manera pudiese volverle sangre por Sangre. Oyó el Señor su súplica, pues en una ocasión derramó tanta sangre que perdió el movimiento y el uso de la vista.
 Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA DUODÉCIMO
La Sangre preciosísima de Jesucristo nos fortifica en el Sacramento de la Extremaunción
I. Preveía muy bien nuestro divino Redentor las agonías, inquietudes, aflicciones y dolores en que se encuentran las almas en los momentos de la separación de sus cuerpos; sabía bien cuáles son sus necesidades en el momento de la muerte, momento terrible del que depende la eternidad. Por esto quiso tomar sobre sí mismo penosas tristezas y una mortal agonía; durante tres horas continuas quiso quedar crucificado y agonizante, abandonado aun de su Padre celestial y a merced de sus bárbaros perseguidores. Quiso derramar su Sangre Preciosísima, por decirlo así hasta la última gota, sobre el duro madero de la Cruz a fin de prepararnos para el momento de la muerte un Sacramento de consuelo y de gracia, la Extremaunción.
Por ella no solamente se borran las reliquias del pecado, y no sólo se nos concede la salud del cuerpo, si es necesaria a nuestra alma, sino que además comunica un gran consuelo al enfermo, le da fuerza y valor para resistir las tentaciones diabólicas, para sufrir con paciencia las incomodidades del mal que le atormenta, y le facilita un tránsito feliz a la eterna bienaventuranza.
¿Pudo hacer más por el bien de las almas nuestro amabilísimo Salvador? ¡Pensad, pensad únicamente cuánta Sangre, cuántas penas y tormentos ha costado este Sacramento! ¡Oh! ¿Quién puede comprender las desolaciones de espíritu, las tristezas y las penas sufridas en la Cruz?
II. Penetra, alma mía, en el Corazón amantísimo del Señor crucificado y contempla cuáles debieron ser los dolores ofrecidos por Él en el Calvario, para que pudiesen merecernos tan eficaces consolaciones en el artículo de la muerte.
Las horribles blasfemias que oía en aquel monte, la dureza de corazón del ladrón impenitente, la ingratitud de los hombres que preveía, el dolor que partía el Corazón de su madre y la amargura de sus lágrimas, eran otras tantas puntas aceradas que traspasaban su Corazón. La sed ardiente que le atormentaba, el abandono de su Eterno Padre, ¡qué de dolorosas sensaciones!
Y en ese instante mismo, con la efusión de su Preciosísima Sangre, preparó este Sacramento que, en el momento de nuestra muerte, endulza nuestras penas y las hace meritorias para la vida eterna.
Ha tomado para sí la más triste amargura de los terrores de la muerte para hacer la nuestra dulce y preciosa. Ha hecho de este Sacramento como un vaso sagrado lleno de su Sangre; y la virtud de las gracias que confiere es tal, que el mérito y la satisfacción ganadas por Jesucristo con su propia Sangre se aplicarán a cada fiel que le reciba dignamente; es libre para ofrecerle por sí mismo como si hubiese satisfecho con sus propias acciones y sufrimientos y por sus propias faltas a la justicia eterna.
¡Ah! Jesús mío, ¡qué incomprensible es esta caridad! Razón tenéis en decir sobre la Cruz, “todo se ha cumplido”; porque ¿podías hacer más por nuestro amor que prepararnos así por la efusión de vuestra Sangre tantos auxilios eficaces para nuestra vida y para nuestra muerte?
Pero, ¿podremos decir en el artículo de la muerte consummatum est, todo lo hemos cumplido? ¡Ay! Si no hacemos durante la vida el bien que pedís de nuestras almas, si no observamos constantemente vuestra santa ley, si desde ahora no llenamos nuestros deberes, ¿cómo podremos repetir a la hora de la muerte consummatum est?
Ea, pues, alma mía, haz desde este momento, y durante toda la vida, el bien que en el artículo de la muerte querrías haber hecho.
COLOQUIO
Jesús mío crucificado, ¡qué lecciones tan grandes me dais desde lo alto de la cátedra de la verdad y sabiduría! ¡Qué paciencia, qué caridad, qué profunda humildad se enseña en vuestra escuela! Vos Hijo de Dios, inocente, santo y sin mancha, Vos morís en medio de los más agudos tormentos, salpicando vuestra Sangre por todas partes, a fin de merecer para consolarme a mí, pecador que soy, en el instante de mi muerte los socorros poderosos de vuestra divina gracia. Vos apuráis el cáliz amargo de tantos dolores, derramáis con tanta abundancia vuestra Sangre para conseguirme una buena muerte y un dichoso tránsito a la eternidad; y yo hasta ahora, ¿qué he hecho para disponerme al momento, inevitable y terrible a un mismo tiempo, del que depende o mi eterna felicidad, o mi eterna perdición? ¡Oh Dios mío! por la Sangre Preciosísima, concededme desde este día la gracia de prepararme para el momento último con el ejercicio de las buenas obras; haced que mi alma fortificada con los Santos Sacramentos, en virtud de esa Sangre de salvación, respire en vuestro Sagrado Corazón, para que bañada en ella vaya algún día a alabaros en el Cielo.
EJEMPLO
San Camilo de Lelis, devotísimo de la Sangre del Jesucristo, hallaba grande consuelo en su última enfermedad en tener delante de su vista una imagen de Jesús crucificado, de la que él mismo había dado el diseño. La Sangre salía en gran cantidad de sus llagas, una multitud de Ángeles la recogían en cálices y la presentaban al Eterno Padre. El Santo, a vista de ésto, sentía grande alivio, y en aquellos últimos momentos de su vida, se excitaba a una esperanza más viva de la salvación eterna.
 Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA DECIMOTERCERO
La Sangre preciosísima de Jesucristo endulza la muerte
I. El hombre naturalmente teme la muerte, y si a este temor se junta el recuerdo de los pecados cometidos, ¡oh!, ¡cuánto más terrible será! Pues bien, para disipar este temor y hacer dulce nuestra muerte, hallamos un recurso admirable en la devoción a la Sangre Preciosísima de Jesucristo.
Nuestra alma, considerando a Jesús crucificado cuya Sangre corre por todas partes, concibe la esperanza de salvación y siente desvanecerse todos sus temores; oye la voz de esa Sangre que resuena como una trompeta y clama misericordia, dice San Bernardo. Vedla cómo ha atravesado este mar y está a punto de llegar al puerto; tiene en la mano este oro precioso que debe ganarle una gloria eterna, nos dice San Ambrosio. Se sirve de esta Sangre como de una llave del Paraíso, exclama Santo Tomás; entonces ella siente renacer su valor y ya no teme la muerte. Y, en efecto, cuán consoladoras son las siguientes palabras con que San Juan Crisóstomo disipa, en virtud de esa Sangre divina, todo el temor de la muerte: «Esta Sangre ahuyenta a los demonios, atrae hacia nosotros los Ángeles y el Señor de los Ángeles; y la efusión de esta Sangre nos abre el Cielo.»
Al fin de nuestra vida el demonio vendrá, según su costumbre, a asaltar nuestra alma con las más fuertes tentaciones; más la vista de la Sangre de Jesucristo, de la que estaremos empapados y armados, le pondrá en fuga.
Asistidos de la Santísima Virgen, de nuestros Ángeles custodios, del Príncipe de las jerarquías celestiales el glorioso San Miguel y en fin, del Señor omnipotente y glorioso de los Ángeles, ¿qué podremos temer? ¡Felices entonces las almas devotas de esa Sangre!
II. Considera, además, oh alma mía, que, si fortalecida con la Sangre de Jesucristo, te presentas a las puertas del Cielo, se abrirán al momento delante de ti; el Ángel armado con la espada de fuego, puesto para su guarda, no podrá prohibirte la entrada, pues que vendrás marcado con la Sangre del Cordero divino, en quien así en vida como en muerte has puesto tus esperanzas: «la virtud de la sangre que corre del costado de Cristo aparta al Ángel y embota la espada», escribía San Antonio de Padua.
Así estaba anunciado en figura a los hebreos, cuando el Ángel, ministro de la ira de Dios, exceptuó del castigo de la muerte a todos aquellos cuyas puertas estaban señaladas con sangre. Y si esta gracia fue concedida a la figura, ¿qué virtud no tendrá, y con mucha más razón, el objeto de esta misma figura?
Tal es el pensamiento de San Juan Crisóstomo: «La sangre del cordero servía para librar al hombre racional, no por su propio mérito sino porque representaba la Sangre del Señor.»
Cuando el alma fiel esté bañada con esa Sangre Santísima del Hijo de Dios, cuando se halle no solamente en los labios que invoquen sus méritos, sino también en el corazón purificado por esa misma Sangre, esta alma ¿podrá estar sujeta a la espada formidable de la cólera vengadora de Dios, a esa espada que en el día de la muerte arma la mano del Ángel exterminador?
¡Oh! ¡Dichosa muerte la de aquel que pone su confianza en esa Sangre Preciosísima!
COLOQUIO
Si considero, Jesús mío, mi vida pasada y el número y la gravedad de mis faltas, el pensamiento de la muerte me estremece: timor mortis turbat me. Veo mis pecados y no veo mi arrepentimiento, formo buenas resoluciones y recaigo: paccantem me quotidie et non me panitentem, timor mortis conturbat me. Mas si vuelvo la vista a Vos, oh Jesús mío crucificado, y a la Sangre que despiden esas llagas sagradas, ¡oh! ¡qué consuelo para mí! Oigo la voz de esa Sangre que delante de vuestro trono pide misericordia por mí; y pues que habéis muerto sobre la Cruz y derramado vuestra Sangre con tanta abundancia para librarme de la muerte espantosa de los pecadores y alcanzarme la muerte preciosa del justo, he aquí la gracia que os pido con toda humildad: llevar una vida tal que me conduzca a esta santa muerte por los méritos de vuestra Sangre Preciosísima, derramada toda por la salvación de mi alma.
EJEMPLO
Mientras San Francisco Caracciolo trabajaba en la propagación de su orden religiosa, vinieron a proponerle la fundación de una nueva casa en Anagni. Aunque agobiado por las muchas penitencias y fatigas, quiso pasar por Loreto, saliendo de Roma, y dos días después de haber llegado fue acometido de una calentura violenta que en poco tiempo le redujo a un extremo peligro. El Santo, que conocía estar próxima su muerte, quiso hacer su confesión general y recibió en seguida con la mayor devoción el Santo Viático y la Extremaunción. Teniendo el Crucifijo en la mano le oyeron repetir muchas veces lleno de amor y confianza: “Sangre de Jesús derramada por mí, tú eres mía; yo la quiero, Señor, dádmela, no me rehuséis lo que es mío;” e imprimiendo tiernos ósculos en las llagas de su Redentor, repetía: “Sangre preciosísima de mi Jesús, tú eres mía y solamente contigo espero mi salvación.” Y con estos sentimientos espiró apaciblemente.
 Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA DECIMOCUARTO
La Sangre Preciosísima de Jesucristo nos obtiene una sentencia favorable en el juicio particular
I. ¡Qué terribles son, Señor, vuestros juicios divinos! Vos que habéis encontrado manchas aun en los Ángeles, y delante de quien los cielos no son puros, vos que juzgáis toda palabra ociosa, ¡ay! ¿Qué me sucederá, decía el Santo Job, cuando vengáis a juzgarme? Y yo miserable pecador, ¿qué haré? ¡Ah! ya lo sé, ya sé lo que he de hacer.
Santa María Magdalena de Pazzis me instruye de ello; me cubriré con vuestra Sangre y vendré a suplicaros que no miréis mis faltas sino los méritos de esa Sangre Sagrada. Ella es la que borrará mis pecados, la que pedirá misericordia por mí, pecador.
¡Oh! ¡Qué dichosa es el alma que, teñida con esta Sangre, comparezca delante de su Juez! De ella se dirá: « ¿Quién es éste que viene de Edom revestido de la púrpura de Bosrá?» Ella no temerá a sus enemigos, se presentará llena de confianza delante del divino Juez; verá sus faltas borradas por esa Sangre, presentará los méritos de esa Sangre al pie del trono de Dios, y en virtud de sus méritos recibirá la sentencia de vida eterna.
Más ¡desdichada el alma que no conoce el precio de esta Sangre, y no la honra! Oh Dios mío, ¿qué sentencia podrá esperar sino una sentencia de eterna condenación?
II. ¡Verdad terrible, pero indudable! Esta voz tan sonora como el eco de la trompeta, esta voz de la Sangre del Redentor que te convida ahora a penitencia, si la desprecias y si le cierras tus oídos, será para ti algún día, óyelo, será para ti como el eco de la trompeta fatal, señal del más riguroso juicio.
¿No ves, pues, oh alma rebelde y obstinada en el pecado, que la Sangre divina te amenaza con un fuego eterno? ¡Ah! purifícate con esa Sangre en tanto que el Señor te da tiempo para convertirte; o de lo contrario, deberás arder en un fuego eterno.
El agua y el fuego son los dos elementos que purifican. El que rehúsa purificarse al presente con las lágrimas de la penitencia, ese baño saludable que, unido a la Sangre Preciosísima de Jesucristo, lava todas las manchas del pecado, caerá en un fuego devorador. Este fuego jamás podrá purificarle, pero le atormentará por toda una eternidad con llamas abrasadoras encendidas en la Sangre divina que tan insensatamente despreciamos.
Ahora Cristo, es un agua benéfica, dice, Guarrigue; pero entonces será un fuego que consume; era una fuente abierta para lavar los pecados; mas entonces será una llama cruel, un fuego que devora hasta la medula del alma. Aquí el baño de sangre, allí el horno de fuego, ¿qué elijes tú?
¡Ah!, digamos más bien con el mismo Guarrigue: «Vale más, hermanos míos, es más dulce ser purificado por una fuente, que por el fuego.» Purifíquese el alma en esta fuente de misericordia y de gracia para no arder en un infierno de fuego eterno, que se sumerja en este mar de la Sangre Preciosísima de Jesús con el más sincero afecto del corazón para evitar la sentencia terrible de eterna maldición.
COLOQUIO
Oh Juez justísimo, Jesús amado; Vos no queréis la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, y con este objeto nos invitáis, con tanta misericordia a la penitencia, nos ofrecéis vuestra Sangre Purísima para lavar las manchas de nuestro corazón y os contentáis, con algunas lágrimas de un corazón contrito y humillado que se una esa Sangre de salvación. ¡Ah! ¿Cuál sería, pues, nuestra dureza si nos resistiésemos todavía a vuestra gracia y cerrásemos los oídos a vuestra voz? Semejante dureza, ¿no merecería con justo título la eterna condenación? Concededme, pues, antes de enviarme la muerte, la gracia de aprovecharme de vuestras piedades, arrojándome en la fuente de misericordia, y purificarme así de todas mis faltas. Haced que en esa Sangre halle mi consuelo en la vida y en la muerte; haced que por sus méritos alcance en vuestro divino tribunal una sentencia favorable, y que esa Sangre no se convierta para mí como para los judíos en una maldición eterna.
EJEMPLO
Refiérase en la vida de San Francisco de Borja que, asistiendo a un enfermo que tocaba el término de su vida y rehusaba obstinadamente el confesarse, el Santo tomó un crucifijo y se postró en tierra, junto a la cama del enfermo. Con palabras de fuego y en nombre de la Sangre omnipotente de Dios, en nombre del inmenso amor que el Redentor nos ha manifestado en la cruz, exhortó a reconciliarse con Dios y a recibir los santos Sacramentos. Pero, como el enfermo seguía endurecido en la impiedad, vio una porción de Sangre fresca salir de las llagas de la imagen. El Señor quería por este milagro convidarle a penitencia y ofrecerle con una benevolencia inaudita su Sangre para remedio de su obstinación; mas el miserable rehusaba escuchar las palabras del Santo y la invitación del mismo Dios. Vióse entonces la imagen desclavar de la cruz una de sus manos, y llenándola de sangre, arrojarla al rostro del pecador obstinado. Poco tiempo después murió condenada; y aquella, Sangre, salida milagrosamente del crucifijo, no sirvió, en castigo de criminal obstinación del enfermo, sino para atizar contra él las llamas devoradoras del fuego infernal. (Eusebio Merimber. Hist. S. Franc. Borgiae).
 Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA DECIMOQUINTO
La Sangre de Jesucristo sirve de alivio a las almas del Purgatorio
I. Considera, alma mía, que no puede entrarse en el Paraíso a no estar enteramente purificado aun de la más pequeña mancha y después de haber satisfecho plenamente a la divina justicia, pues nada manchado puede entrar en la feliz Sion.
De aquí resulta que Dios, juez infalible, retiene en el Purgatorio las almas que han salido de este mundo imperfectamente purificadas y las detiene allí con el fin de admitirlas, después de su purificación, en el descanso eterno. Y como en su ternura paternal no puede sufrir que sus Benditas Almas vivan lejos de Él, el deseo de verlas prontamente libres de sus penas le ha empeñado a poner en nuestras manos el precio de su libertad.
Y ¿cuál es este precio? Es la Sangre Preciosísima de su Hijo único. ¡Oh! ¡Qué consuelo, qué alivio proporciona a las Almas esta Sangre benéfica! Ella apaga sus llamas, rompe sus cadenas y abre la cárcel de tomentos donde están encerradas. Volviéndose al Señor, estas almas pueden con justo título repetir: «Con vuestra Sangre eficaz, libradnos, Señor, del lago de las miserias y de las amargas penas que sufrimos en el Purgatorio.»
II. ¡De cuántas maneras puede aplicarse a las almas del Purgatorio la Sangre del Redentor! ¡Qué eficaz es cuando se les aplica por medio del Sacrificio del Altar! ¡Oh! ¡Cuántas de estas almas salen de su prisión por Él! Cuántos Ángeles descienden para apagar aquel fuego ardiente, cuando se ofrece por ellas a la Majestad divina esta Sangre adorable en los santos Altares ¡Con qué impaciencia están las desdichadas esperando el momento en que es derramada sobre sus llamas la Sangre Preciosísima que es el más consolador de los refrigerios! ¿Quién será el que rehúse pensar en Ellas, cuando tenemos a nuestra disposición el medio de librarlas de las penas? ¿Quién será tan duro que se desentienda de sus voces, para cerrar sus entrañas a sus necesidades? Surgite, os diré con San Bernardo, surgite in adjutorium: «Levantaos, socorredles». Y ¿cómo? Aplicándoles el Santo Sacrificio, ofreciendo por Ellas a la Majestad del Padre la Sangre Inmaculada del divino Cordero: «Conjurad con vuestros gemidos, interceded con vuestras oraciones, satisfaced con el sacrificio único», como a ello nos exhorta en su favor el mismo santo: ¡Oh! ¡Cuántas veces el Señor hace ver, y de una manera sensible, que estas Almas vuelan al Cielo en el instante mismo en que se ofrece por ellas la Sangre Preciosísima! Tomaos, pues, mucho interés por la libertad de estas Almas; que si por vosotros entrasen en posesión de la gloria, jamás se olvidarán de interceder ante el Trono de la misericordia y de la gracia por los amigos que fueron sus bienhechores.
COLOQUIO
Amabilísimo Jesús, acordaos de que si sois Juez también sois Padre y Esposo de esas hijas de Sion, que para purificarlas las entregáis en lo profundo del Purgatorio a los ardores de un fuego devorador; aceptad pues los méritos de vuestra Sangre derramada también por Ellas y que nosotros ofrecemos ante el trono de vuestra Majestad por su descanso y alivio. Por esa Sangre divina libradlas de tan crueles penas; una sola gota de Ella basta para apagar todos sus ardores, y nosotros os la ofrecemos por Ellas. Haced que sea abundante la redención; libradlas a todas de esa cárcel; llamadlas todas al Cielo; coronadlas de gloria, a fin de que también Ellas vayan a cantar hoy en el Cielo aquel cántico de alegría y de regocijo, repitiendo entre los resplandores de la luz eterna; Señor, Vos nos habéis redimido con vuestra Sangre, no cesen de alabaros y de amaros por toda una eternidad feliz.
EJEMPLO
El bienaventurado Enrique Surone, dominico, se hallaba estudiando en Colonia y convino con un religioso de su orden en que, a la muerte de uno de los dos, el que sobreviviese celebraría, no habiendo inconveniente, por el alma del difunto el lunes la Misa de Difuntos y el viernes la de la Pasión. El Santo, habiendo sobrevivido a su amigo y sabida su muerte, aplicó por él muchas oraciones y otras obras de piedad; pero no celebró las Misas. Un día, el difunto se le apareció echándole en cara la falta de su promesa cuyo olvido le retenía aún en el Purgatorio. Respondióle Enrique que jamás había dejado de encomendarle al Señor; mas el difunto le replicó: “Sangre, Sangre es lo que yo pido, ¿dónde están las Misas que me prometiste y que nos son tan preciosas?”. Entonces el bienaventurado confesó su olvido, y habiendo celebrado las Misas prometidas libró del Purgatorio a su amigo.
Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA DIECISÉIS
La Sangre Preciosísima de Jesucristo nos abre la entrada en el Paraíso
I. El pecado había cerrado la entrada de la bienaventuranza eterna, y el género humano gemía en las sombras de la muerte y en medio de las más espesas tinieblas miserablemente condenado al infierno, cuando para abrir las puertas dichosas, cerradas por el pecado, el Hijo de Dios descendió del Cielo a la tierra, se revistió de nuestra carne, se hizo humilde y pequeño y se sacrificó sobre la Cruz. Quiso con esto, dice San Pablo, que llenos de confianza en la Sangre de Jesucristo pudiésemos caminar por el camino que nos ha abierto, este camino vivo y oculto que no es otro que su carne. Nos ha abierto con su Sangre la entrada al reino de la bienaventuranza; para entrar en él, es necesario pasar desde luego por el mar de la misericordia que es esta Sangre de salud eterna; y del mismo modo que los israelitas, para entrar en la tierra de promisión, debían pasar el mar Rojo o de Erytrea, así aquel que quiere penetrar en la celestial Jerusalén debe primero sumergirse en el mar inmenso de la Sagrada Sangre de Jesucristo. Nada más exacto. El alma que en el curso de la vida se ha purificado continuamente en esta Sangre inocente, y la ha ofrecido frecuentemente al Eterno Padre, y se ha alimentado muchas veces con Ella en la Santa Comunión, y de Ella ha sido penetrada por la participación de los demás Sacramentos llegará seguramente por este mar de misericordia al puerto de salvación eterna. Y ¿quién será el que no quiera aprovecharse de Ella?
II. Otro motivo de consuelo que debe hacer nacer en nuestros corazones la confianza más viva de tener algún día entrada en el Paraíso, gracias a esta Sangre divina, nos le sugiere San Agustín. Después de haber llamado a la Sangre de Jesucristo la prenda de su amor y de nuestra salvación, las palabras que añade son muy propias para inflamar los corazones todos con una gloriosa esperanza fundada en la Sangre del Redentor: «Jamás abriguéis la idea de que no seréis admitidos a la eterna felicidad, porque la Sangre de Cristo es más que la gloria del Paraíso. Si, pues, tenemos la posesión de un bien más precioso, cual es la Sangre del Salvador, debemos esperar el obtener un bien menor, cual es la bienaventuranza eterna.» ¡Oh palabras consoladoras! No sé si puede presentarse un motivo más poderoso de consuelo a un alma inquieta y tímida que se vea agitada por la incertidumbre de su salvación. Tenéis entre vuestras manos la Sangre Preciosísima de Jesucristo, dice el Santo doctor; no temáis, la gloria celestial os espera. Si Dios os ha dado el don mayor, ¿por qué teméis que Dios os niegue el menor? ¡Ah! reanimad, reanimad en vosotras, almas devotas de la Sangre Preciosa de Jesús, la más firme esperanza de vuestra Salvación eterna.
COLOQUIO
¡Amable Jesús mío! ¡Qué gozo inunda mi corazón en tan dulces pensamientos, y qué confianza tan viva de salvación concibe mi alma a vuestra vista, oh Jesús mío Crucificado! porque veo correr de esas llagas sagradas el precio de mi salvación y ese oro inestimable que me permite comprar el Paraíso. Sí, yo espero y quiero recibirle de Vos por los méritos de esa Sangre Preciosa, que no solamente es la prenda de vuestro amor, sino también mi rescate y mi redención. En virtud de esa Sangre Preciosa, yo me haré superior a los obstáculos que presenta el camino de la salvación, venceré las tentaciones, domaré las pasiones y obtendré la gracia de perseverar en el bien hasta la muerte. Esta esperanza, oh Dios mío, haced que esté siempre viva, y haga que mi alma se mantenga siempre firme en vuestro divino servicio y en vuestro santo amor hasta el último suspiro de mi vida; y a través de las olas borrascosas de este mar pérfido del mundo, haced que no naufrague, sino que lleno de esperanza y de buenas obras arribe al puerto de la salvación eterna mediante la virtud y justicia de vuestra gracia, que imploro por esa vuestra Sangre.
EJEMPLO
Suplicando Santa Matilde al Señor concediese un dichoso tránsito a una persona piadosa, el Señor la consoló diciéndola: «¿Qué piloto hay que después de haber conducido hasta el puerto la nave cargada de mercancías, la arroje al mar en el momento de arribo? ¿Cómo, pues, puedes pensar que habiendo protegido a esta alma durante el curso de su vida, ahora que al cabo de sus días ha llegado al puerto, piense yo en abandonarla?» Así, aquel que ha navegado siempre en ese mar inmenso de esa Sangre preciosa de salud, no podrá ser privado al fin de esta vida en este mundo del don inestimable de esa misma Sangre que es la vida eterna.
Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA DIECISIETE
La Sangre Preciosísima de Jesucristo nos da la vida eterna perdida por el pecado
I. Dios había amenazado a Adán con la muerte, si llegaba a gustar del fruto vedado del árbol de la ciencia del bien y del mal. Pero, tentado por Eva, le comió, traspasó el mandamiento del Señor e incurrió en la pena de muerte con que le castigó la cólera de Dios. Pero, además de esta muerte introducida en el mundo por el pecado original, el pecado actual, cuando es grave y mortal, la está causando también todos los días en el mundo: «la muerte es el estipendio del pecado»; y este se llama mortal porque lleva consigo la muerte espiritual y eterna. Si la Sangre de Jesucristo no nos libertara de esta doble muerte, si no nos diese de nuevo la vida perdida por el pecado, gemiríamos en las sombras de la muerte; y hechos hijos de ira y destinados al fuego eterno, seríamos excluidos para siempre de la celestial bienaventuranza. Pero, ¡ay! ¡Jesús amado! ¡Cuál debe ser nuestra gratitud para con vos! Con la efusión de vuestra Sangre Sagrada nos habéis traído la vida y una vida superabundante, dándonos a un mismo tiempo la vida espiritual y la vida eterna. Tenéis razón en decir: “Yo he venido para que tengan vida y para que la tengan en más abundancia.”
II. ¿Qué se diría, exclama San Bernardo, si se viese al hijo de un príncipe dar su sangre para liberar a un esclavo condenado a muerte, y morir efectivamente por él? ¿Quién no admiraría esta condescendencia inaudita? Pero, ¿y no es una maravilla todavía mucho mayor, oh alma mía, ver morir en una Cruz a Jesús, derramando su Sangre por libertarnos a nosotros, miserables pecadores, de la muerte que merecemos, esa Sangre de un valor infinito que vivifica y da la bienaventurada inmortalidad? Por eso todos los días se aplica a nuestras almas por la participación de los Santos Sacramentos y por la ofrenda que se hace a la Majestad Divina sobre el altar sagrado, a fin de que por medio de esa Sangre se nos abra la entrada a la vida eterna y vivamos perpetuamente en el Cielo. He ahí dónde está nuestra confianza; he ahí cuál es la esperanza de nuestro corazón: Habentes itaque fratres, dice el Apóstol, fiduciam in introitu sanctorum per sanguinem Christi. Y bien, ¿cuál ha sido hasta ahora nuestro deseo de poseer esta vida eterna que la Sangre de Jesucristo nos ha merecido? ¿Cómo hemos dirigido los afectos de nuestro corazón? ¡Oh y cuántas veces olvidados de esta eternidad, hemos buscado una felicidad terrena y hemos puesto nuestros afectos en las vanidades de la tierra, en los bienes frágiles y caducos que sólo llevan consigo una muerte eterna! Olvidados de la patria celestial, hemos amado el destierro; olvidados de la felicidad eterna, hemos amado la tierra; y ¡cuántas veces! ¡Ah! ¡Cuántas veces hemos preferido la fogosidad de una brutal pasión a esos bienes eternos y perfectos que Jesús con su Sangre nos ha preparado en el Cielo!
COLOQUIO
¡Oh y qué grande ha sido vuestra inefable caridad para con nosotros, miserables pecadores que, muertos a la gracia, no podíamos esperar sino una muerte eterna! Por nosotros os sacrificáis en una Cruz y con vuestra muerte nos habéis dado la vida. Esta vida yo la he perdido todas las veces que he pecado gravemente; y Vos, por los méritos de la Sangre Preciosísima, os habéis dignado devolvérmela; más ¿qué me sucederá si vuelvo a ofenderos de nuevo? ¡Ah! Jesús mío; muera yo mil veces antes que perder el tesoro de vuestra gracia y esa vida inmortal que me habéis adquirido con el precio de vuestra Sangre ¡Ah! ¡Ojalá diera yo por Vos mi sangre y mi vida como lo han hecho tantas almas amadas de Vos que por Vos derramaron toda su sangre! Y ¿qué os daría yo, aunque os diese toda la sangre de mis venas, en cambio de la que vuestro amor infinito ha derramado por mí? ¡Ah! pues que no puedo dar por Vos la sangre de mi cuerpo, os doy la sangre de todo mi corazón. Este corazón os le doy con sus dolores y su arrepentimiento; os le doy, Jesús mío, os le consagro, seguro de que no le desechareis; y por los méritos de vuestra Sangre, haced que no pierda otra vez la vida de la gracia que me dais para poseer en la eternidad esa vida de gloria que me habéis merecido con la efusión de vuestra Preciosa Sangre.
EJEMPLO
Considerad sobre el Calvario al buen ladrón convertido. Ved ahí un gran pecador que, en el día de la grande efusión de la Sangre Preciosísima de Jesucristo, obtuvo la vida de la gracia y de la gloria y mereció en ese mismo día el Paraíso por la eficacia de esa Sangre divina. Viendo a Jesús derramarla con tanta paciencia y amor, sintió su corazón lleno de compunción, recurrió a Jesús, confió en los méritos eficaces de esta Sangre de vida eterna y escuchó aquellas dulces y consoladoras palabras: «hoy estarás conmigo en el paraíso:» hodie eris mecum in paradiso. También el Señor dijo a Santa Matilde: «yo soy quien ha aplacado la ira de mi Padre celestial y con mi Sangre he reconciliado al hombre con Dios: in me transierunt iræ tua» Y dijo también a Santa Magdalena de Pazzis: «La Sangre ata las manos a mi justicia, porque ella ya no es libre ni puede castigar al mundo por sus pecados como lo hacía cuando aún no escuchaba la voz de esa Sangre derramada.»
Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA DIECIOCHO
La Sangre Preciosísima de Jesucristo llena el alma de dulzura y de paz
I. El Profeta Isaías había predicho con mucha antelación que, en la plenitud de los tiempos, las almas recogerían en la alegría de su corazón las aguas suaves y dulces que manan de las fuentes del Salvador. ¿Y cuáles son esas aguas suaves y dulces sino las celestiales consolaciones que se reciben por los méritos de la Sangre Preciosísima del Redentor que se derrama por tantas fuentes cuantas son las llagas sagradas? ¡Oh! delicia anticipada del Paraíso que experimentan todos los días las almas que profesan una verdadera y sincera devoción a la Preciosísima Sangre. El alma devota de esta Sangre adorable se consuela por lo que ya posee y por lo que espera; lo que posee, ésto es, el tesoro inapreciable de la gracia santificante adquirida mediante la efusión de esta Sangre de valor infinito en la participación de los Santos Sacramentos. Y aquí no hay palabras para describir la tranquilidad del alma y la dulzura de espíritu que el Señor derrama sobre el devoto de esta Sangre divina; sólo puede decirlo aquel que la ha gustado; es un perpetuo banquete. Los Ángeles y la Reina de los Ángeles, la Santísima Virgen, y la Santísima Trinidad, miran a esta alma con ojos de amor. ¡Oh! ¡Qué paz! qué serenidad de conciencia. Ya se figura gustar sobre la tierra las delicias del Paraíso: «la buena conciencia, dice el Crisóstomo, no sólo sirve para consuelo sino también para premio.» Si algunas veces Dios prueba todavía a esta alma en el crisol de la tribulación, si suspende sus delicias, es para hacerla adquirir más méritos y ella está en paz aun en medio mismo de la amargura y de la desolación resignándose en la voluntad de Dios. Y todo ésto es efecto de su Sangre Preciosa.
II. Pero el alma halla su consuelo en esta Sangre, no solamente por lo que posee, sino más bien por lo que espera; en Ella lo espera todo en sus oraciones. Tal es su efecto, su eficacia, que todo puede obtenerse en su nombre, y nuestras oraciones nada podrían alcanzar si ellas no fuesen acompañadas de esa Sangre de propiciación y de gracia. El bienaventurado Simón de Cascia nos dice que el sudor de Sangre vertido por Jesús en el Huerto es lo que para con Dios da eficacia a nuestras oraciones. Si el alma es tentada sale victoriosa del combate, porque cubierta y armada de esta Sangre, pone en fuga a los demonios; si se halla en aflicción, espera el consuelo; si en las fatigas, el descanso; si en los peligros, la salvación; si en el momento de la muerte, la gloria; conoce bien el tesoro que posee ve en él la prenda y las arras del Paraíso. ¡Oh! ¡Y qué estimables son estas riquezas! Al alma devota de esta Sangre puede decirse lo que San Jerónimo a la virgen Eustaquia, auro incedis onusta: eres un oro sin precio. Y, en efecto, San Ambrosio da este nombre a la Sangre de Cristo. ¿Quién, pues, no querrá enriquecerse con él? ¿No sería el colmo de la locura que hallándose uno junto a una mina de oro, de donde pudiese sacar libremente cuanto quisiese, prefiriese gemir en su pobreza? Pero ¡ah! ¿No es una locura mil veces mayor al de un alma que desprecia semejante devoción y se priva de las delicias celestiales que derrama en el fondo del corazón este baño saludable?
COLOQUIO
Comprendo ahora, Jesús mío, lo que causa mis angustias y mis miserias. Hasta aquí he apreciado poco vuestra Sangre, he vivido en la tibieza y he manifestado poca solicitud por aprovecharme de Ella. ¡Ah! ¿Qué no habría yo obtenido si con una fe viva y una caridad ardiente la hubiese ofrecido muchas veces al pie de vuestro trono; si con un profundo sentimiento de piedad y de respeto le hubiese adorado; si con las disposiciones convenientes me hubiese acercado a recibir los Santos Sacramentos que son las fuentes de donde la sacamos? Más no será así en adelante; desde hoy quiero profesar la más ferviente devoción a esa Sangre de vida eterna; Ella hará las delicias de mi corazón, el objeto de todos mis deseos y afectos, y después de haber hallado en vuestra Sangre mi consolación, mi paz y mi tranquilidad durante esta vida, espero hallar por ella una gloria eterna en el Cielo.
EJEMPLO
Se refiere de Santa Teresa que, teniendo un día el Santísimo Sacramento en sus labios, le pareció que su rostro y toda su persona estaba inundada de sangre tan caliente como si acabase de salir de las venas que la contenían; en el mismo instante la Santa experimentó una deliciosa consolación, y el Señor la dijo: «Quiero que mi Sangre te haga feliz y confía en mi misericordia que jamás te faltará; yo la he derramado con dolor y tú la posees con delicias.» Y en efecto, a mi Redentor le ha costado el precio inmenso de una dolorosa efusión; y a mí se me da sin trabajo, y antes bien me proporciona la alegría y las delicias del corazón.
 Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA DIECINUEVE
La Sangre Preciosísima de Jesucristo confirma nuestra fe
I. Considera, alma mía, el gran don que hemos recibido en el Santo Bautismo, nosotros cristianos, cuando el Señor puso en nuestra alma la santa fe, y de en medio de las tinieblas nos llamó a su admirable luz. Don precioso que nos ha deparado con preferencia a tantas almas desdichadas, que gimen en la infidelidad, lejos de esta arca de salvación que es la Iglesia; don que mediante la caridad nos hace participantes de la filiación divina y de la herencia celestial; don que es el fundamento y principio de nuestra salvación. Para merecernos un don tan precioso, Jesucristo ha derramado su Sangre, y en virtud de Ella se nos ha concedido. Y siendo Jesús el autor y consumador de la fe ha querido con su Sangre poner el sello a esta verdad adorable que había enseñado con sus palabras y ejemplos. Esta fe, pues, que recibimos por los méritos de la Sangre Preciosísima de Jesús, continúa habitando en nuestros corazones por los méritos de esa misma Sangre y es para ellos como alimento; Ella es quien lo afirma, vivifica y conserva constantemente. Ella es el alma de esa caridad sin la cual la fe no podría contentar el Corazón de Dios. De donde resulta, alma mía, que cuanto más devota seas de la Sangre de Jesús, tanto más viva será tu fe y tus obras más conformes a sus preceptos y a las verdades que ella propone a nuestra creencia. ¡Oh! ¡Y qué acentos de reconocimiento y de amor deberemos dirigir al Cielo hacia ese Cordero divino que nos ha rescatado y nos ha llamado por la fe a ser participantes de su reino¡ Con qué fervor deberemos repetir una y mil veces aquel cántico nuevo de que se habla en el Apocalipsis: Digno eres, Señor, de recibir el libro y de abrir sus sellos; porque has sido muerto y nos has redimido para Dios de todas las tribus y lenguas, y pueblos, y naciones, y nos hiciste para nuestro Dios un reino, y reinaremos.
II. Por esta razón, en efecto, tantos héroes de la fe, animados a la vista de Jesús crucificado y vertiendo Sangre, no han dudado en derramar también la suya y sacrificar su propia vida por su creencia. ¡Cuántos niños inocentes, cuántas tiernas vírgenes se han sacrificado en medio de los más atroces tormentos, animados en su fe a la vista de esa Sangre divina! Una Inés, una Catalina, una Bibiana, un Venancio y otros mil serán siempre los más brillantes testimonios de esta verdad. Y nosotros, ¿cómo hemos imitado tan ilustres ejemplos? ¿Cuál ha sido en nosotros la acción operadora de esta fe por la que tantos gloriosos mártires han dado su sangre y su vida? ¡Ay! no solamente merecemos la reconvención del Apóstol, de no haber todavía vertido una sola gota de sangre por Jesucristo, sino que debemos llenarnos de confusión al recordar tantas ocasiones en que no hemos obrado según las enseñanzas de esa misma fe que profesamos. Nos hemos contentado con la fe muerta o lánguida, y a ejemplo de las vírgenes necias hemos tenido la lámpara de la fe sin el aceite de la caridad. ¡Ah! ¡Qué vil y cobarde es un alma que no está pronta a derramar su sangre por Jesucristo!
COLOQUIO
Jesús mío, autor y consumador de nuestra fe, Vos que habéis sacrificado vuestra vida sobre una Cruz, y derramado toda vuestra Sangre para confirmar las verdades que creemos, ¿por qué a vuestra imitación no podré yo también verter toda mi sangre? No merezco este favor que habéis concedido a vuestros servidores fieles; pero si no puedo derramar mi sangre, puedo, sin embargo, sufrir con paciencia las adversidades y amarguras de esta vida; puedo mortificar esta carne rebelde con una saludable penitencia; puedo llevar con resignación la cruz que os dignéis enviarme. Sí, alma mía; está siempre atenta a llevar en tu corazón la mortificación de Jesucristo, y de esta manera, sin el hierro de los verdugos, puedes, dice San Bernardo, tener parte en la gloria del martirio: sine ferro martyr esse poteris, si patientiam in animo veraciter custodieris; y entonces la fe estará animada por las obras, y tal, Jesús mío, que ella podrá conducirme, por los méritos de vuestra Preciosísima Sangre, a contemplar, y contemplar sin velo alguno, las infalibles verdades que ella me enseña.
EJEMPLO
Entre los innumerables ejemplos que podrían citarse de los gloriosos mártires que han derramado su sangre por la fe animados por la Preciosa Sangre de Jesucristo, he escogido los gloriosos príncipes de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, el primero crucificado en el Janículo y el segundo decapitado en Aqua Salvia. Estos Santos, después de haber soportado, a ejemplo de Jesucristo, oprobios, desprecios, golpes, cárceles y cadenas, fueron martirizados y dieron voluntariamente su sangre por Aquel que tanta había vertido por sus almas, confirmaron con su propia sangre las verdades que habían creído y practicado, y nos dejaron un grande y brillante modelo de la facilidad con que se debe derramar su sangre por sostener la fe.
 Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA VEINTE
La Sangre Preciosísima de Jesucristo fortifica nuestra esperanza
I. Mientras vivimos en este destierro y en este valle de lágrimas, nuestra alma está como en medio de un mar borrascoso, dice San Bernardo; a cada instante corre riesgo de naufragar asaltada incesantemente de mil tentaciones, por las cuales el demonio pretende ganarla y precipitarla en el abismo de la desesperación; unas veces por el recuerdo de las faltas pasadas, otras por el terror del juicio, otras, en fin, por la debilidad y enfermedad que todos experimentamos, nuestro enemigo común trata de arrastrarnos a la prevaricación. Más ¿cuál será el medio más eficaz para no naufragar en medio de las olas y de todas estas tempestades? ¿Cómo la esperanza se mantendrá en nuestro corazón? ¿Cómo vivificarla diariamente? ¿Cómo fortificarla? ¡Ah! vosotros lo sabéis, almas piadosas; mirando a Jesús en quien descansan todas nuestras esperanzas, como dice San Pablo. Mirar frecuentemente, con profundos sentimientos de devoción, la Sangre Preciosísima de Jesús, ved ahí el medio más apreciable y el más eficaz. Ofrecer continuamente al Padre Eterno esa Sangre divina, participar con frecuencia de los Sacramentos, invocarla en las tentaciones, oponerla como un escudo inexpugnable a todos los asaltos infernales, y de este modo marchar con paso seguro por los caminos del Señor, con la viva confianza de que Quien nos ha dado su Sangre nos dará la fortaleza para no caer. Sigamos, nos dice el Apóstol, “la carrera que se nos ha propuesto, fijos los ojos en Jesús, autor y consumador de nuestra fe”. “Jesús según las palabras del mismo Apóstol, nos ha rescatado con su propia sangre, a fin de comparecer en nuestro lugar en la presencia de Dios.” En el Cielo esta hostia inmaculada, el más agradable de los sacrificios, no cesa de ser ofrecida al Padre Eterno. Contemplemos, pues, esas llagas y la Sangre de que están inundadas; y dilatado el corazón por esa Sangre vivificante, caminaremos con rapidez en los caminos del Señor.
II. El alma que considera sus defectos y sus continuas imperfecciones podría caer algunas veces en el desaliento, si sus miradas, no se volviesen hacia el Cordero inmaculado. Más no será así, si tal es el objeto de sus pensamientos y miradas. No pequéis, hijos míos, decía San Juan a sus discípulos; más si alguna vez caéis en pecado, no os desaniméis, no perdáis la confianza del corazón, porque tenemos cerca del Trono del Padre un poderoso abogado, constante en implorar para nosotros la misericordia y que hace hablar la voz de su Sangre inocente. Así, pues, si el alma, turbada por la consideración demasiado atenta y reflexiva de sus imperfecciones se sumerge en la Sangre Sagrada del divino Cordero que borra los pecados del mundo, sacará de Ella una maravillosa consolación, considerará que Jesús no cesa de pedir por nuestra curación y nuestra salud; pensará que Jesús siempre es oído y que esta Sangre omnipotente puede remediar todos nuestros defectos. Y entonces, con una profunda paz de corazón, pero con un grande horror de sus faltas, el alma soportará sus propias imperfecciones, se afirmará en la virtud de la humildad, y en virtud de esa Sangre triunfará de todas las tentaciones, como nos advierte la seráfica Santa Teresa de Jesús, y será sanada con este remedio benéfico que da vida y salvación.
COLOQUIO
¡Ah! Jesús mío, que me amáis tanto, ¡qué fuerza, qué vida nueva saca de vuestro amor mi esperanza! Este amor llega hasta ofrecer por mí a cada momento vuestra Sangre omnipotente y eficaz delante del Trono de vuestro Eterno Padre, a fin de que no mire mis pecados, sino más bien los méritos de esa Sangre. ¡Ah! ¿Qué haría yo, miserable, en este valle de lágrimas, si Vos no opusieseis tan poderoso remedio a todos los males que me rodean? Conozco mi flaqueza, veo los peligros que me rodean, tengo horror a mis iniquidades pasadas; pero al cabo, a pesar de todo eso, me consuelo cuando vuelvo mi corazón y mi pensamiento hacia vuestra Sangre Sagrada; ella es mi remedio, mi fuerza y mi salud; con ella desafío a todos los enemigos de mi salvación, diré con David: que el infierno se desencadene contra mí; que el demonio se esfuerce en arrastrarme al abismo de la desesperación, nada temo, porque mi espíritu y mi corazón están unidos a vuestra Sangre Preciosa; esta Sangre Vos la habéis derramado por mí; esa Sangre Vos me la ofrecéis con tanto amor; esa Sangre tiene el poder de salvarme. Así, pues, mi esperanza no quedará burlada; y yo espero, sí, yo espero llegar un día a repetir en el Cielo con los Santos que se salvaron por los méritos de esa Sangre: “Vos, Señor, nos habéis redimido con vuestra Sangre.”
EJEMPLO
El bienaventurado Santiago de Beragna fue sorprendido un día por una violenta tentación concerniente a su salvación eterna, y aunque hubo practicado muchas virtudes heroicas, estaba en extremo espantado del temor de condenarse. Un día, estando sumamente desolado y afligido, se puso delante de una imagen de Jesús crucificado, y advirtió que de su sagrado costado salían abundantes gotas de sangre, y al mismo tiempo escuchó la dulce voz de Jesús que le decía: sanguis iste sit in signum tuae salutis: «esta Sangre sea la señal de su salvación.» A esta vista y a estas palabras todo el terror se disipó, sintió en su corazón un indecible consuelo, y continuó caminando con más fervor que nunca por el sendero de la virtud que le condujo a una encumbrada perfección.
 Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA VEINTIUNO
La Sangre Preciosísima de Jesucristo enciende en las almas la caridad
I. ¡Qué ardiente era en el Santísimo Corazón de Jesús el deseo de derramar su Sangre por la redención del mundo! Baptismo autem habeo baptizari, et quomodo coarctor usque dum perficiatur: tales son sus propias palabras. Yo tengo que derramar con mi Sangre las riquezas de mi amor; y ¡cuánto deseo y suspiro por hacerlo! Así expresa su ardiente deseo de formar para las almas este baño saludable. Si se considera la generosidad con que la ha derramado y el precio incomparable de esta Sangre divina, nuestro corazón no podrá menos de inflamarse en amor y nos veremos precisados a repetir con el Apóstol: “la caridad de Jesucristo nos estrecha.” Sería necesario tener un corazón más duro que la piedra para no sentirse abrasar de amor hacia Aquel que tanto nos ama. Y ¿quién, Jesús mío, quién no se sentirá todo inflamado de amor para con Vos? Y sin embargo, ¡oh monstruosa ingratitud de los hombres!, Jesús se ve precisado a exclamar dolorosamente: “He sido entregado al olvido como si estuviese muerto para todos los corazones.” Parece que es tratado como un muerto a quien todo afecto le abandona, Él que ha sacrificado por nosotros su Sangre y su vida. Pero todavía hay más; esta Sangre adorable no tiene valor a los ojos de tantos pecadores ingratos; Ella es pisada, profanada, y algunas veces blasfemada. ¡Ah! vosotras al menos, almas que amáis a Jesús, que sois devotas de esa Sangre Preciosa, honradla, adoradla y ofrecedla cada día ante el trono de Dios con los sentimientos de la más ardiente caridad.
II. Para inflamar más y más en nuestros corazones tan felices llamas de amor, consideremos además por quién Jesucristo ha derramado su Sangre. ¡Ah! vosotros lo sabéis; ha sido por nosotros, pecadores, y la ofrece toda por nuestra salvación. El Corazón amante de Jesús es, según el profeta Joel, un manantial perenne de donde corre hasta la consumación de los siglos esta fuente de amor. El tesoro de la Cruz con que Jesucristo ha pagado la deuda contraída por toda la posteridad de Adán para con la soberana justicia, nunca nos ha sido cerrado ni jamás lo será, sino que está siempre abierto en la herida del costado de nuestro Salvador. «El madero de la Cruz exhala un bálsamo inagotable de perfumes espirituales», en expresión de San Bernardo. La multitud de los que acuden a aprovecharse de este tesoro jamás le agotará, porque él procede de ese corazón de quien se ha dicho que «es rico en misericordia», y cuanto más se tome de él para remedio de nuestras necesidades, tanto más abundante es. Aunque Jesucristo haya subido glorioso a la diestra de su Eterno Padre, no por eso ha querido privar a la Iglesia de este rico tesoro de su Sangre y de sus méritos infinitos; ha querido que las almas fuesen siempre libres en valerse de ellos para reconciliarse por sus méritos con su Divina Majestad y participar de las riquezas inmensas de su amor. Aquí es, Jesús mío, donde podemos admirablemente juzgar de toda la grandeza de vuestra excesiva caridad, tan grande, tan profunda, tan incomprensible. ¡Dios mío, que se inflame al fin en vuestro amor nuestro corazón! Amemos, pues, a Jesús que nos ha amado así con todas sus entrañas y por esta Sangre adorable nos ha unido a su tan manso y amable corazón; repitamos una y mil veces: “¿Quién nos separara de la caridad de Jesucristo?”
COLOQUIO
¡Amable Redentor mío, de cuyo corazón abierto salen rayos de amor tan numerosos como las gotas de vuestra Preciosa Sangre para penetrar nuestros corazones tan fríos y tan insensibles a vuestro amor, muera en nosotros todo afecto terreno y ocupe todos los corazones ese fuego de caridad que habéis venido a traer al mundo; que todos os amen con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas y sobre todas las cosas; que ese amor se inflame más y más hasta que consigamos amaros en el Cielo! Sí, Jesús mío, os pedimos vuestro amor, por esa Sangre que habéis vertido por nosotros con tanto amor. Vuestro amor, y seremos bastantemente ricos. «Dadnos vuestro amor», diremos con San Ignacio, y moriremos contentos, si por vuestro amor morimos: Amorem tuum mihi dona, et dives sum satis. ¡Ay! ¡Ojalá pudiéramos dar por vuestro amor toda la sangre de nuestras venas, como por amor nos habéis dado Vos toda vuestra Sangre!
EJEMPLO
Entre las almas más abrasadas en el amor de Jesucristo resplandece el gran mártir San Ignacio que era muy devoto de la Sangre preciosísima del Redentor y que, en sus cartas a los habitantes de Smirna, de Éfeso y de la Magnesia, hizo muchas veces mención de la Sangre de Jesús y de su Pasión. Ardiendo en deseos de derramar su sangre por Jesucristo hubiera excitado a las fieras para devorarle, si hubiesen rehusado despedazar su cuerpo, y suspirando después de los más crueles tormentos por imitar a su Redentor que había derramado su Sangre sobre una Cruz, decía frecuentemente: «Fuego, cruz, fieras, quebrantamiento de huesos, separación de miembros, molimiento de todo mi cuerpo, los tormentos todos del demonio, caigan sobre mí con tal de que yo pueda poseer a Jesucristo.» Y cuando condenado ya a muerte, oía los rugidos de los leones dispuestos para devorarle, repetía en los trasportes de su alegría: «Soy trigo de Jesucristo, muélanme las fieras entre sus dientes para que venga a ser un pan puro.» Y con una voz de alegría, dio voluntariamente su sangre y su vida por el Señor.
 Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA VEINTIDÓS
La Sangre Preciosísima de Jesucristo enriquece al alma con todas las virtudes
I. Formado el Paraíso terrenal por la mano Omnipotente de Dios para ser dichosa morada de nuestros primeros padres en el estado de la inocencia, contenía las fuentes abundantes de cuatro ríos que se extendían sobre toda la tierra. Y ¿cuál era el sentido simbólico de estos ríos sino las Llagas Sagradas de Jesús? De estas Llagas se derivan, como de una fuente, todas las gracias que se derraman en las almas con la Sangre Preciosa que de ellas corre. Observad a Santa Gertrudis en sus admirables éxtasis; parécele que de las Llagas Santísimas de Jesús salía, cual caudalosos ríos, la Sangre divina que fertilizaba los campos de la Iglesia; de donde resulta que todas las virtudes que adornan a las almas deben recibir su esplendor y su vida de esta Sangre adorable, para ser meritorias de la vida eterna. Y efectivamente, ¿cómo el alma podría merecer, si Jesús no hubiese derramado su Sangre? ¿Cómo formar un buen pensamiento, cómo invocar el Nombre Santísimo de Jesús, cómo observar la santísima ley divina, si no estuviese esta Sangre para vivificar y animar todas nuestras buenas acciones? Nuestras oraciones no subirían al Cielo ni serían aceptadas; nuestras obras de misericordia no serían meritorias, sin la virtud de esta Sangre de propiciación: al modo que el sol comunica su luz con todos sus resplandores a la tierra toda, que sin él no sería sino tinieblas, así las almas, faltas de esta Sangre de luz eterna, permanecerían en la obscuridad y en la insuficiencia de merecer. ¡Oh eficacia admirable de esta Preciosísima Sangre!
II. Para cerciorarnos de esta verdad en su principio mismo, debemos considerar atentamente cuán débil es naturalmente el hombre para la práctica de las virtudes; su debilidad es tal, que no le permite concebir y desear, y mucho menos practicar por sí mismo ninguna virtud meritoria de la vida eterna sin el auxilio de la gracia. Y esta gracia de practicar el bien ¿de dónde procede sino de los méritos de esta Sangre Sagrada que ha derramado Jesús? Esto hacía decir a Jesús, dirigiéndose a Santa Teresa: «te doy mi Sangre»: queriendo decir que con esta Sangre la daba todos los bienes y que podía con este oro precioso enriquecer su alma con todas las virtudes. Por esta Sangre la humildad tiene el mérito de ser ensalzada, en virtud de las humillaciones de Jesús que la derramó. Por esta Sangre, la paciencia es coronada en el Cielo, en virtud de los padecimientos que Jesucristo sufrió derramándola. Por esta Sangre, la caridad resplandece y hace al alma que la posee semejante a los Ángeles del Cielo, en virtud de aquel Cordero inmaculado que se sacrificó en la Cruz. Por esta Sangre, la caridad se inflama y hace al alma aceptable a Dios, en razón del amor ardiente de Jesús que quiso rescatarnos con su Sangre. ¡Oh bendita Sangre!; ¡qué tesoro eres para nosotros! Haz que todos conozcan tu valor y tu precio incomparable.
COLOQUIO
¿Quién no se maravillará, amable Jesús mío, de vuestro inmenso amor por el cual nos habéis enriquecido con tantos bienes como hallamos en los méritos de vuestra Preciosísima Sangre? En verdad que podemos decir que en este tesoro encontramos todas las virtudes: in omnibus divites facti estis in illo, como nos dice S. Pablo. ¿Qué sucederá de mí, qué mérito podré yo adquirir sin la eficacia de esa Sangre que me realza y me fortifica en todas las buenas obras? Si hallo en mí algún pequeño bien yo le debo todo a vuestros méritos: Vos sois quien me habéis redimido, quien me habéis santificado con los Sacramentos y dándome tantas gracias para practicar el bien; y todo esto, sí, todo esto en virtud de la Santísima Sangre que habéis derramado por mí y me ofrecéis cada día a fin de que por Ella pueda salvarme. Sangre adorable de mi Jesús, te adoro de lo más profundo de mi corazón, te invoco ardientemente, tú serás mi salvación, por ti espero llegar al Paraíso.
EJEMPLO
Santa Lutgarda oyó una noche una voz que la decía: « ¿Por qué pierdes el tiempo, perezosa? Levántate, que este es el tiempo de hacer penitencia por los pecadores que duermen en las inmundicias de sus vicios.» Aterrada la Santa, se fue a la iglesia, y sobre el suelo encontró a Jesús crucificado, cuya sangre corría por todas partes, reducido por los pecadores a tan doloroso estado. Abrazó entonces la cruz, la tomó sobre sí, y aplicó sus labios a la llaga del costado; en el momento sacó de ella un licor tan delicioso, que desde entonces sintió nacer en sí un valor todo nuevo para el servicio de Dios y la práctica de las santas virtudes. Se supo más tarde que, desde esa ocasión, conservó la santa en sus labios una dulzura más suave que la de la miel.
Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA VEINTITRÉS
La Sangre Preciosísima de Jesucristo nos alienta a llevar con paciencia nuestra cruz
I. La vida del cristiano debe ser una vida crucificada, dice San Agustín, pues que somos discípulos de Jesús, que murió por nosotros derramando su Sangre en una Cruz. Y en efecto, el Redentor mismo dice en su Evangelio que quien quiera seguirle debe tomar su cruz y marcar sus pasos por el camino del Calvario. Asegura el Apóstol que jamás será digno del nombre de cristiano aquel que no vive crucificado: qui cum Christi carnem suam crucifixerunt cum vitis et concupiscentiis. Y por cierto que no faltan ocasiones de crucificar su carne rebelde con sus depravados deseos en este miserable valle de lágrimas en que vivimos, y en el que cada paso nos acarrea amarguras y sinsabores. ¿Quién, pues, será quien lleve voluntariamente su cruz y se resigne enteramente a la voluntad divina en las adversidades de la vida? ¿Quién que viva crucificado? ¿Quién? aquel que sea devoto de la Preciosísima Sangre de Jesucristo, hallando en Ella su consuelo y un poderoso estímulo para conseguir la abnegación de sí mismo y la crucifixión de su carne. Si el alma considera atenta y devotamente al Crucificado y la Sangre que se desprende de sus llagas, si mira su cabeza coronada de espinas, su cuerpo azotado, su costado abierto, ¿cómo podrá rehusarle su compasión? A su vista el corazón se sentirá movido a llevar su cruz, cada tribulación será para él causa de alegría y regocijo y se tendrá por dichoso en beber de ese cáliz del que Jesús gustó primero las amarguras. Si la cólera, si la impaciencia se rebela en nosotros, la Sangre de Jesús, dice San Juan Crisóstomo, es como una medicina celestial, que, introducida en nuestras entrañas, hacen perecer los gusanos y todos los insectos venenosos que quisieran dañar nuestra vida. Tan poderosa es esta Sangre divina para refrenar la impetuosidad de las Pasiones y en particular la ira con sus deplorables resultados.
II. ¿Cuál no será el consuelo del alma en medio de sus sufrimientos si considera el mérito adquirido para ella por la Sangre de Jesús? Esta Sangre no solamente ha hecho fácil el camino de la cruz, sino que ha hecho meritorios nuestros sufrimientos y tribulaciones. Bañadas con esta Sangre de un valor infinito suben al Cielo y allí encuentran una recompensa eterna; y en virtud de esa Sangre divina, los sufrimientos de un instante producen un bien eterno. Por eso, animados por esta Sangre preciosa, los Apóstoles, gozosos y llenos de alegría, salían valerosamente al encuentro de las persecuciones; por el nombre de Jesús fueron hechos dignos de sufrir los ultrajes, los azotes, las cadenas y la muerte. Esta Sangre hacía que los mártires desafiasen a los más feroces verdugos y a todos los crueles tormentos con que les amenazaban los tiranos; los solitarios y los penitentes sentían por los méritos de esta Sangre inundado de júbilo su corazón. ¿Por qué, pues, no produciría el mismo efecto en nuestros corazones esa Sangre adorable, si tuviéramos el alma y el corazón inundados siempre de ella, si considerásemos las penas y los dolores de Aquel que la ha derramado por nosotros, si le amásemos con una caridad ardiente? ¡Oh dichosa alma que se sumerge continuamente en la Sangre de Jesús!
COLOQUIO
Sangre Preciosísima de mi Jesús, ¡qué aliento me comunicáis para sufrir con paciencia las cruces que incesantemente se encuentran en este miserable destierro y que tanto he merecido yo por mis pecados! El ejemplo que me ha dado Jesús y el mérito que ha adquirido en la efusión de esa Sangre Preciosa, será siempre para mí un poderoso aliciente para padecer y sufrir. El inocente ha querido morir derramando su Sangre en una cruz para merecerme, a mí pecador, una gloria eterna. Ha bebido el cáliz amargo de tantas penas para endulzar mis aflicciones. Y ¿rehusaré yo las cruces? No, no conviene, Jesús mío, que yo vaya por otro sendero que por el del Calvario que vos habéis andado por mí. ¡Oh Cruz preciosa! repetiré yo también, recibid al discípulo como habéis recibido al Maestro cuyo ejemplo y palabras me enseñan a sufrir. No dejéis de castigarme con vuestra tierna mano, que yo no cesaré de besarla, porque si ella me castiga, es para mí salvación; dadme qué sufrir, y estaré satisfecho. «Quemad, cortad, diré con San Agustín, no me perdonéis aquí, para que me perdonéis en la eternidad.»
EJEMPLO
Por medio de grandes tribulaciones probó el Señor e hizo más perfecta la virtud de San Eleazaro, conde de Ariane. Fue injustamente despojado de sus bienes, ignominiosamente degradado de sus honores y sujeto a otros males y padecimientos muy crueles. Sin embargo, en medio de tantas amarguras jamás se le vio dar ninguna señal de turbación, jamás se permitió una queja y menos un movimiento de impaciencia; esta tranquilidad de alma maravillaba a todos los que le observaban. Un día, la condesa Delfina, su esposa, le pidió explicaciones acerca de semejante resignación, y la respondió: «Cuando sobreviene alguna contrariedad me oculto en las llagas de Jesucristo; reflexiono cuánto ha sufrido el Señor por mí y no salgo de estas reflexiones sin que sus heridas y su Sangre me hayan endulzado y aligerado todas mis penas.»
 Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA VEINTICUATRO
La efusión de la Sangre de Jesucristo en el huerto de Getsemaní
I. Se iba acercando la hora decretada desde la eternidad en que el Hijo de Dios debía sacrificarse por nosotros, pecadores, en medio de los más crueles tormentos; por este motivo, después de haber celebrado la Pascua con sus discípulos y haber dejado la prenda más sincera de su caridad en la institución del Santísimo Sacramento, salió del Cenáculo y se encaminó a Getsemaní a donde acostumbraba retirarse para orar. Más ¡ay! que en esta oración se turbó, se entristeció y sufrió la agonía de la muerte: cœpit pavere, et tædere; cœpit contristari et mæstus esse. Dos verdugos se encarnizaron contra Él y desgarraron su tierno corazón; de una parte la vista de los pecados del mundo, y de otra los tormentos que le preparaba la pérfida Sinagoga. ¡Ay! ¡Qué tempestad de tristezas y de dolores se levanta en su corazón afligido! Entonces fue cuando la Sangre de Jesús, no hallando ya su curso acostumbrado, brotó de su frente, y corrió por su rostro y por sus vestidos, y por último regó la tierra. Jesús cayó entonces como herido de muerte, y bañado en su propia Sangre. Aquí, oh alma mía, ¿cómo puedes sufrir la vista de Jesús en tan penoso estado? Y ¿quiénes son los que os han reducido a él, oh Jesús mío, y han hecho salir de vuestro cuerpo toda esa Sangre? Me parece estar oyendo la respuesta que dio a Santa Catalina de Sena: «el odio y el amor: el odio al pecado, el amor a los hombres.» ¡Oh! ¿Cómo mi corazón no se derrite de dolor y de amor?
II. Sintiendo Jesús la flaqueza de su humanidad, se volvió hacia su Eterno Padre y le dirigió esta oración: «Padre mío, si es posible alejad de mí este cáliz.» Más viendo que la voluntad de su Padre era que sufriese la muerte; viendo que la divina justicia quería satisfacción por los pecados de los hombres, añadió al punto: Verumtamen non sicut ego volo, sed sicut tu; “pero hágase tu voluntad y no la mía;” hágase la Voluntad divina y no la voluntad humana; e intrépido y con paso firme, salió al encuentro del juez y de los soldados que venían a prenderle. ¡Oh! ¡Qué grande instrucción nos da Jesús bañado en su Sangre en el Huerto! ¡Qué perfecta lección de resignación a la voluntad divina en todas nuestras adversidades! “Hágase vuestra voluntad,” decía en medio de sus dolores, Y ¿son estas nuestras palabras, son estos nuestros sentimientos en nuestras angustias y aflicciones? ¿Nos resignamos enteramente a esta voluntad divina, que no busca más que nuestra santificación, o antes bien, en nuestra obstinación y dureza? ¿no tratamos de satisfacer nuestra voluntad más bien que la de Dios? Si las cosas suceden según nuestros deseos y el amor desarreglado de nosotros mismos que nos predomina, nos es fácil repetir: «Hágase vuestra voluntad;» pero si están en oposición a nuestros deseos, entonces al momento nos resentimos de ello, y si entonces nuestros labios repiten dichas palabras, nuestras acciones las contradicen.
COLOQUIO
¡Ah Jesús mío, cubierto de Sangre en el huerto de vuestras aflicciones! ¡Cuánto me instruís hoy y me confundís al mismo tiempo! Vos en medio de tantas penas estáis dispuesto a hacer la voluntad divina hasta sufrir la muerte, y yo al más ligero contratiempo, abandono esta perfecta resignación que por todos títulos debo a vuestra amabilísima voluntad; vos me empeñáis a someter mi voluntad a vuestro Eterno Padre, enseñándome en la oración dominical a repetir de corazón «Hágase vuestra voluntad;» y yo ¡cuántas veces me he rebelado contra esta voluntad abandonándome a las pérfidas instigaciones de mi amor propio! Hoy, pues, que reconozco mi error, quiero ponerle remedio. Y esta Preciosísima Sangre derramada por vosotros será la que me valga para obtener esta perfecta resignación. Sí, por esta Sangre de misericordia espero y confío que me daréis vuestra gracia, la fortaleza de repetir en todas las desgracias y en todos los padecimientos, en las enfermedades y tribulaciones: «Hágase, hágase vuestra voluntad.»
EJEMPLO
San Carlos Borromeo era sumamente devoto de la Sangre adorable de Jesucristo y antes de morir quiso ir al monte de Váralo para meditar en las piadosas capillas de este santuario la efusión de esta Sangre preciosa. Llegado, pues, cerca del último término de su vida, hizo colocar cerca de su cama una imagen de Jesús agonizando y orando en el Huerto con el fin de endulzar el paso a la eternidad y dijo al P. Francisco Panigarola, que fue a visitarle, estas palabras: «Recibo un gran alivio y consuelo en mis enfermedades por la contemplación de los misterios de la Pasión de Nuestro Señor y particularmente en la de su Agonía en el Huerto y de su Sepultura, principio y fin de su Pasión.»
 Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA VEINTICINCO
Derramamiento de la Preciosísima Sangre de Jesucristo en la flagelación
I. Entre los numerosos tormentos que Nuestro Señor sufrió en su Pasión, uno de los más crueles fue seguramente la flagelación que sufrió en el pretorio de Pilatos. Fue despojado de sus vestidos y atado desnudo a una dura columna: se aprestan los cordeles, los azotes de hierro y los manojos de espinas, y con estos crueles instrumentos desgarran el cuerpo del Redentor. Brota la sangre y ninguna parte de Él deja de estar ensangrentada, todo su cuerpo es una llaga. La profecía de Isaías se realiza; no hay en Él ni hermosura ni esplendor, esta despreciado, es el último de los hombres y el varón de dolores. Su cara esta como cubierta de un velo, no puede reconocérsele y parece un leproso castigado por Dios y humillado. Penetrados de compasión por el modo tan lastimoso en que representáis al varón de dolores, ¿quién de nosotros, oh Jesús mío, no debería aplicar a sí mismo las palabras del Profeta: “ha sido cubierto de llagas a causa de mis iniquidades y castigado por mis crímenes:” vulneratus est propter iniquitates nostras, attritus est propter scelera nostra; “lleva el castigo de mis faltas; por sus heridas y golpes he sido sanado; por esa Sagrada Sangre que ha derramado he hecho la paz con Dios:” disciplina pacis nostrae super eum, livore ejus sanati sumus. Jesus est pax mostra pacificans per sanguinem crucis. ¡Oh dureza de corazón, cuán detestable eres!
II. Más ¿cuál fue la falta que castigó más cruelmente a Jesús en la bárbara flagelación que sufrió y le hizo verter tanta sangre? ¡Ah! me parece estar oyendo al Padre Eterno: propter scelus populi mei percussi eum: “Por un crimen, que reina aún en medio de mi pueblo, he permitido que fuese de esta manera azotado mi divino Hijo.” ¿Y cuál es ese crimen? ¡Ah! demasiado sabido es; ese crimen es el vicio abominable de la impureza: «Dios, enviando a su Hijo revestido de la carne que le daba la semejanza del pecado, castigó en su carne las manchas de esta carne de pecado.» Cuando la carne había corrompido todos sus caminos, quiso Dios purificar de tantas manchas al mundo con un diluvio de agua; pues del mismo modo una lluvia abundante de la Sangre de Jesucristo, su Hijo muy amado, tan cruelmente azotado y atormentado, nos muestra, al mismo tiempo que la enormidad del pecado, el remedio pronto y soberanamente eficaz. Almas impuras, mirad cuánto han costado a Jesús vuestras delicias sensuales; mirad esas carnes inocentes y ese cuerpo virginal hecho una sola llaga: Atritus est propter scelera nostra. Tanta Sangre ¿no es bastante para haceros entrar dentro de vosotros mismos y atraeros al arrepentimiento? Almas penitentes, que en algún tiempo caísteis en semejantes abominaciones, pero que en seguida os arrepentisteis, mirad cuánta Sangre ha costado a Jesús vuestro error y vuestro pecado; tened siempre presente en vuestro corazón esta vista para impediros el que le flageléis de nuevo. Almas castas, almas puras, ved cuánta Sangre ha derramado Jesucristo para mereceros la gracia de que conservéis vuestra pureza. Esa Sangre, sacada por los pecadores de las venas de Jesús en medio de su cruel Pasión, prepara el remedio saludable para curar las heridas que semejantes golpes han ocasionado al alma: basta aplicarla en la mortificación, en la guarda de los sentidos y mucho más en la confesión sacramental, y entonces será para nosotros vuestra salvación, oh pecadores; pero si la despreciáis, esta Sangre será vuestra condenación y vuestra eterna ruina: Si secundum carnen vixeritis, moriemini.
COLOQUIO
¡Oh Jesús mío azotado! ¡qué reconvención es para mí esa Sangre inocente que derramáis! puesto que Ella me recuerda todos mis crímenes, y me reconozco culpable de haberme unido tantas veces a vuestros perseguidores y de haberos azotado con tantas varas como pecados graves he cometido. Y sin embargo, la voz de esa Sangre no grita venganza, sino misericordia; esa Sangre es el bálsamo saludable que quiero aplicar a mis profundas heridas; quiero en esa Sangre sumergirme y purificar esta pobre alma, manchada e impura; una sola gota es bastante para purificarme; por los méritos de esa Sangre inocentísima dadme el dolor de mis culpas, excitad en mí horror y odio al pecado, y haced que esa Sangre preserve mi corazón de toda mancha y de toda impureza a fin de ser admitido a la dicha de veros en el Cielo, en donde no entrarán las almas impuras, sino las almas castas.
EJEMPLO
Santa Teresa, devotísima de la Sangre Preciosísima de Jesucristo, se sintió toda conmovida a la vista de una imagen de Cristo azotado, cuya Sangre parecía brotar a los golpes; para enseñar el modo de orar deseaba que se pensase en los azotes que sufrió Jesucristo: «Pensemos, decía, en la Pasión de Jesucristo Señor Nuestro cuando estaba atado a la columna; pese nuestra inteligencia todas sus circunstancias, y juzgue de la grandeza de su dolor y de sus penas cuando se encontraba así solo y abandonado de sus amigos.» La devoción y afecto que profesaba a Jesús azotado la mereció escuchar un día de boca del mismo Jesús estas palabras: «Aunque tú nada tengas que darme, yo te doy toda mi Sangre a fin de que sea ofrecida por ti al Padre Eterno, segura de obtener por semejante medio todos los favores, aun los más señalados.»
Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA VEINTISÉIS
Derramamiento de la Sangre Preciosísima de Jesucristo en la coronación de espinas
I. No satisfechos los verdugos con haber cruelmente azotado al divino Redentor, hallaron medio de atormentarle allí donde no habían podido alcanzar sus varas, e impulsados por la barbarie más feroz, formaron una corona de agudas espinas; la hicieron entrar en su cabeza con tanta fuerza, que con los tormentos más inauditos llegó hasta sus sienes e hizo saltar de ellas Sangre. Ved aquí lo que han producido los pensamientos depravados de los hombres; el pecador jamás se harta; si no puede pecar por sus obras, entonces con el pensamiento y el deseo bebe como agua la iniquidad. Amable Redentor mío, Vos que teníais presente en vuestro espíritu todos los pecados del mundo, los presentes, los pasados y los futuros: «la voz de mis iniquidades ha alejado mi salud;» percibíais entonces el número y la enormidad de los pecados que se cometen con el pensamiento, veíais cómo el espíritu soberbio se embriaga en sus grandezas ambiciosas y cómo de un corazón depravado salen los odiosos pensamientos que manchan el espíritu. Todos los miembros, pues, de vuestro cuerpo estaban afligidos por el tormento de los azotes que sufríais entonces, y de ese modo dabais satisfacción a la Justicia divina por los pecados cometidos por obra. Sola la cabeza estaba exenta de los golpes, y ahora permitís que sea traspasada con las espinas más agudas, y con la Sangre Preciosa que corre por vuestro rostro adorable laváis las iniquidades de nuestro espíritu. ¡Oh inmenso amor que os ha hecho sufrir tantos tormentos por nuestros pecados!
II. Venid, almas devotas de la Sangre Preciosa de Jesús; venid a ver al pacífico Salomón coronado por su madre, es decir, por la pérfida sinagoga y la nación hebrea, de donde traía su origen según la carne, coronado, digo, de ignominia y de dolores; ved cómo desde su sagrada cabeza corre la Sangre por todas partes. ¿Cómo nuestro corazón puede sufrir semejante vista de Jesucristo así traspasado y ensangrentado? Sabed, sin embargo, que esta corona de desprecio y dolor la ha llevado con gozo y alegría por amor de la Iglesia su Esposa. Porque en este mismo día, muriendo por Ella, consumó con Ella y selló con su Sangre la alianza eterna y la unión indisoluble que contaría con Él en la muerte. Venid, pues, a contemplar el maravilloso espectáculo de un rey pacífico, y considerad los misterios de su caridad; abandonemos, pues, el reino de la muerte y la casa del pecado; humillemos nuestro orgullo, libremos nuestro espíritu de los malos pensamientos, y regocijémonos, si alguna vez podemos participar de sus humillaciones. Aprendamos de su ejemplo a renunciar al mundo, a detestar de espíritu y corazón todas sus vanidades, sus costumbres, sus máximas tan opuestas a la humillación de Jesús; y pues que Él fue aborrecido del mundo, sea nuestra gloria y nuestro consuelo sufrir las contradicciones y los desprecios de los insensatos amigos del mundo.
COLOQUIO
Jesús pacientísimo, ¿qué parte de vuestro cuerpo estuvo exenta de dolores y tormentos? Sólo la cabeza se había librado de los azotes; más ahora ya la veo taladrada; ya veo la Sangre que brotan fuentes tan numerosas como las puntas de esas agudas espinas de que está traspasada. La maldición de la tierra, condenada a no producir más que espinas y abrojos, fue la pena impuesta al orgullo de Adán que tenía la pretensión de ser semejante a Vos. Más esta pena sois Vos quien ahora la sufre y vuestra cabeza sagrada quien está agobiada con ella a fin de salir al encuentro de mis malos pensamientos. Mi corazón, lo confieso con el profeta Joel, mi corazón es un valle de espinas y abrojos; los malos pensamientos le despedazan continuamente y le hieren y golpean de mil maneras. ¡Dios mío! haced que esas espinas que traspasan vuestra frente, empapadas en Sangre divina, hagan caer gota a gota sobre mi cabeza un precioso licor que la purifique de todo pensamiento vicioso; que esas espinas traspasen y desgarren mi corazón, y que en esta situación comprenda que bajo una cabeza coronada de espinas no debe haber miembro alguno delicado: sub capiti espinoso non decet membrum esse delicatum.
EJEMPLO
La bienaventurada Santa Rita de Casia, del orden de San Agustín, muy devota de la Pasión de Jesucristo, maceraba continuamente su cuerpo con vigilias, ayunos, cilicios y particularmente con las espinas que tenía cuidado de poner entre su túnica. Desde media noche hasta la salida del sol se entregaba a la contemplación de Jesús crucificado. Un día que lo efectuó con más atención que nunca, postrada a los pies del Crucifijo, permitió Dios que una espina de la corona de Jesús viniese a herir su frente, de lo cual la resultó una llaga indeleble que, como un favor indecible, conservó hasta la muerte. Solamente el año Santo, como desease ir a Roma con las demás religiosas para conseguir las santas indulgencias, se cerró; pero apenas regresó a su monasterio se abrió de nuevo, y no volvió a cerrarse durante el resto de su vida. La santa miraba como el colmo de toda dicha el poder participar de una de las heridas causadas por las espinas que hicieron derramar tanta Sangre a su amable Salvador.

 DÍA VEINTISIETE
Derramamiento de la Sangre Preciosísima de Jesucristo en su crucifixión
I. Llegado a la cima del Calvario, después de un penoso camino en que tuvo que soportar todo el peso de la Cruz sobre sus espaldas aun bañadas en Sangre, Jesucristo fue entregado a todo el furor de los judíos, y despojado de sus vestiduras hasta de la más próxima a su carne y que el número y violencia de golpes había llegado a pegar a su piel; lo que hace decir a San Lorenzo Justiniano, en una piadosa reflexión, que sus llagas se renovaron entonces y corrió de nuevo su Sangre. Considera, pues, aquí, oh alma mía, el cruel dolor de Jesús, su confusión, sus oprobios, los insultos, los tormentos que este Cordero inocente tuvo que sufrir en medio de aquellos lobos llenos de rabia, ávidos de su Sangre y ansiosos por crucificarle. Sabed por lo menos de qué instrucción es para vosotros este despojo, esta desnudez. El Doctor de la Iglesia San Agustín os explica su misterio. El Señor quiere con sus llagas y su Sangre despojarnos de los vicios a que el alma esta tan apegada. ¡Oh! ¡Y cuántos son estos apegos viciosos que predominan en nosotros, apegos tanto más perniciosos cuanto menos los conocemos! Jesús mío, por vuestra Sangre adorable haced que mi corazón se desprenda de lo que no es conforme a vuestra santa voluntad.
II. Despojado de sus vestidos, Jesús mismo va a colocarse sobre la Cruz, y extiende sobre ella sus manos y pies que los verdugos crueles tienen la barbarie de traspasar con clavos. Hacen crujir los huesos de este cuerpo sagrado y salir de sus heridas torrentes de sangre. ¡Oh! entonces, ¿quién puede expresar con palabras los dolores de Jesús en aquella efusión de Sangre? La Cruz se levanta, y se coloca en el hoyo que la está preparado, y Nuestro Señor crucificado queda expuesto a la vista de un pueblo inmenso. El sol se oscurece, las tinieblas cubren la faz de la tierra, las piedras se parten, los sepulcros se abren, los muertos resucitan, el velo del templo se rasga… Y sin embargo, Jesús ofrece su Sangre al Eterno Padre y le suplica por Ella que perdone a los que le crucifican. Borra con esta Sangre la sentencia de condenación eterna, aplaca la justicia irritada, consuma su sacrificio, y sella con esta Sangre y su muerte el Nuevo y Eterno Testamento; de sus llagas como de vivas fuentes corre esa Sangre que riega la tierra y la purifica de sus manchas: Sanguis Christi totum abluit orbem terrarum, como dice San Juan Crisóstomo. Y ¿quién no querrá participar de esta Sangre? ¿Qué alma no deseará ver las llagas sagradas del Redentor imprimirse en su corazón con los caracteres de su Preciosísima Sangre? ¿Quién no se sentirá todo inflamado de amor hacia Jesús crucificado que nos excita a beber en esta fuente de misericordia?
COLOQUIO
Redentor mío crucificado, si alguna vez por mis pecados me he unido a los que os crucificaron, y si he abierto esas llagas crucificándoos en mi corazón, hoy, lleno de afecto y arrepentimiento, siento el más vivo dolor, y por esa Sangre sagrada que se derrama por sí misma, os pido me perdonéis. Os adoro crucificado, y uno mis adoraciones a las que vuestra Santísima Madre María, el discípulo amado San Juan, la Magdalena, las Santas mujeres, y el buen ladrón convertido; os ofrecieron en el Calvario. Vos habéis dicho que cuando fueseis levantado de la tierra atraeríais a Vos todas las cosas por la efusión de vuestra preciosísima Sangre; pues he aquí que estáis levantado de la tierra sobre la Cruz: ¿permaneceré yo siempre apegado a la tierra? ¡Oh Señor! ¡Que sea hoy glorificado vuestro nombre! La Cruz es vuestra gloria; en virtud de la Cruz nos atraéis a Vos por los lazos de la Sangre, y pues que me habéis criado por pura misericordia vuestra, pues que el Crucificado ha estado pendiente sobre la tierra por mi redención, haced, oh Dios mío, que yo no me vuelva a separar de Vos; mirad que os lo pido por los méritos de esa Sangre tan tierna que habéis derramado por mi salvación.
EJEMPLO
Al salir de su infancia Santa Catalina de Génova, tenía en su aposento una imagen de Cristo muerto. A fuerza de mirarle así traspasado y ensangrentado se sentía toda inflamada de amor por Él, y quiso en seguida hacerse religiosa. Más llegada a la edad de dieciséis años debió desposarse con un caballero de la ciudad, y desde entonces, por instigación de los suyos, se entregó a las máximas y diversiones peligrosas del siglo. No encontrando en ellas ningún placer, sino más bien remordimientos, quiso hacer e hizo una confesión general, en la que, por un favor especial de la gracia, fue de tal manera penetrada de sentimientos de contrición, que quedó como anonadada y cambiada completamente. Se entregó a toda suerte de ejercicios de mortificación y de penitencia, repitiendo frecuentemente estas palabras: « ¡Oh amor mío! ¡No más pecar!» La contrición se aumentó y vivificó por una visión en la que el Señor crucificado se la apareció todo ensangrentado, y la decía que había sido reducido a aquel estado por los pecados de los hombres y por su amor a ellos. Tal espectáculo quedó tan grabado en su corazón, que no podía pensar en otra cosa y no hacía sino sollozar.
 Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA VEINTIOCHO
Derramamiento de la Sangre Preciosísima de Jesús en la abertura de su costado
I. Estando Jesucristo muerto en la Cruz, un soldado abrió su costado con una aguda lanza, e hizo nacer de allí una nueva fuente de Sangre que brotó, al mismo tiempo que el agua, de su Corazón entreabierto. «Fue herido, dice San Bernardo, por aquella lanza cruel de barbarie y de furor, porque primero había sido herido con la lanza del amor:» Vulneratus lancea furoris, qui prius vulneratus fuit lancea amoris. Ved aquí la Sangre nueva que aumenta nuestra esperanza. Su Corazón se abre como una arca de refugio para los justos y para los pecadores; todos son convidados a ella: «Ven, paloma mía, en las hendiduras de la piedra», dice al alma justa, a quien invita como a paloma amada a retirarse a las hendiduras y concavidades de la piedra que son sus llagas sagradas y particularmente la de su Corazón. Llama a los pecadores a esta piedra de refugio, petra refugium herinacis, para hallar en ella el perdón del castigo merecido y lavarse de sus manchas. ¡Oh amor sin límites el de Jesús; pero amor al que el hombre corresponde tan mal! Ved aquí, decía Jesús, que yo os doy mi Sangre, a fin de que vosotros me deis una gota de la de vuestro corazón; esto es, una lagrima, un acto de dolor de haberme ofendido. Esta es una manera fácil de volver sangre por sangre. Para compensar un mar de sangre, basta una gota de nuestras lágrimas, y he aquí lo que tan a menudo se le rehúsa. Es muy corto el número, por no decir ninguno, de los que se arrepienten, de lo íntimo de su corazón, de las graves ofensas hechas a la soberana Majestad. De este modo se renueva cada día lo que el Señor declaró a la bienaventurada Ángela de Foligno. «Hay muchos todavía, le dijo, que no cesan de quebrantar mis huesos y de verter la Sangre de mis venas.» Y ¿no deberá decirse, con San Buenaventura: «Oh Jesús mío, es necesario tener un corazón más duro que la piedra para no ablandarse con vuestra Sangre?»
II. Considera además, alma mía, los profundos misterios que encierra esta herida de amor y la Sangre preciosa que de ella mana. De una costilla de nuestro primer padre Adán formó Dios a Eva nuestra madre; y del costado abierto de Jesús fue formada su querida Esposa la Iglesia, «que quiso adquirir con su propia Sangre:» Quam acquisivit Sanguine suo. En el arca, Noé se libró de las aguas devastadoras del Diluvio Universal; y en esta arca misteriosa de su costado abierto, Jesús da asilo a las almas para librarlas de la espada vengadora de la justicia divina irritada contra los hombres. Además, otro misterio se manifiesta también en esta Llaga Sagrada y en esta Sangre. Aquella piedra de Oreb, herida por la mano de Moisés en el desierto por mandato de Dios, y de la que brotaron aguas puras para apagar la sed del pueblo israelita, no significa otra cosa según el Apóstol que el corazón de Jesús abierto y herido, fuente eterna de misericordia y de gracia: Bibebant omnes de spiritali, consequente eos petra; petra autem erat Christus. He aquí la fuente de donde mana esa Sangre cuya abundancia es más que suficiente para apagar la sed de todas las almas: Umbra erat aqua de petra, quasi sanguis ex Christo, qui fugientes populos sequebantur ut biberent et non sitirent, redimerentur et non perirent.
COLOQUIO
¡Oh Llaga de amor! ¡Oh Sangre adorable de vida eterna! Yo he hallado, diré, oh Jesús mío, con vuestro devoto siervo San Bernardo, yo he hallado el más tierno de los corazones abierto y herido por mí, el Corazón del padre más amante, el Corazón del pastor más vigilante, del amigo más fiel, del hermano más tierno que puede desearse. Permitidme, pues, aproximarme a vuestro Corazón Dulcísimo, para purificarme con esa Sangre benéfica que de Él sale; permitidme entrar en esa arca de refugio para librarme del naufragio que me acarrearían mis culpas; y ¡ojalá que en esa Sangre de amor que, derramáis de vuestro Corazón, se extingan las flechas abrasadoras que la divina justicia esta pronta a descargar contra un pecador como yo! Ahí es donde quiero ocultarme, ahí quiero vivir, ahí quiero morir, en la más viva confianza de que no tendréis corazón para separarme de vuestro costado y arrojarme a los ardores del infierno.
EJEMPLO
Muy joven aún, Santa Lugarda vivía en un monasterio de benedictinas cuando nuestro común enemigo la tendió por medio de algunos jóvenes un lazo peligroso. Habiéndose acercado al monasterio tuvieron con ella tales conversaciones que su corazón poco firme aun en la virtud, se dejó ganar de un sentimiento de afecto a quien le había expresado su ternura y amor; pero un día, que se entretenía en tan peligrosos pensamientos, se sintió sorprendida de un secreto horror, y vio se le aparecía Cristo que, mostrándole su costado abierto, le mandó arrojar las seducciones de aquel loco amor y volver su corazón hacia su llaga. «Aquí, la dijo, hallarás las verdaderas delicias que te colmaran de consolaciones infinitas.» Estas palabras obraron en Lutgarda un cambio total, y desde entonces, dándose toda a su Señor, no buscó en adelante otra cosa que amarle y agradarle.
 Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA VEINTINUEVE
En el Santo Sacrificio de la Misa se ofrece cada día la Preciosísima Sangre de Jesucristo por los mismos fines que fue ofrecida en el Calvario
I. La Sangre del Cordero inmaculado fue ofrecida en la cruz, dice el Angélico Doctor Santo Tomás, para tres fines principales: para tributar a la Divina Majestad el honor infinito que le era debido, tributo que todas las criaturas juntas no eran capaces de ofrecerle; para satisfacer a su justicia divina por todos los ultrajes recibidos de los hombres y dar gracias a su bondad infinita por todas las gracias que se digna concedernos; y en fin, para obtener las demás gracias que son necesarias a nuestra salvación. Por estos mismos fines viene aún Jesucristo a ponerse todos los días sobre nuestros Sagrados Altares y renueva en el tremendo sacrificio la ofrenda que de su Sangre Preciosa hizo en el Calvario. Y de aquí puede cada uno comprender la excelencia y sublimidad de este Sacrificio que el Sagrado Concilio de Trento llama tesoro escondido, centro de la Religión cristiana, corazón de la devoción, sol de los ejercicios espirituales, misterio inefable que comprende los abismos de la divina caridad; y cuantas veces se celebra este terrible y Santo Sacrificio otras tantas este divino Cordero ofrece su Sangre inestimable a su Eterno Padre después de haberla vertido en el Calvario por nuestra redención, y otras tantas veces se renueva el Sacrificio que ofreció por nosotros en la Cruz.
II. ¿Y cómo se asiste a un tan santo y excelente misterio? ¿Cómo se ofrece de concierto con el sacerdote esta Sangre divina? ¡Ay! ¿Qué de irreverencias, qué de escándalos no se ven en los santos templos en el momento mismo en que se celebra este augusto y terrible misterio? ¡Puede decirse de tantos cristianos presentes a este sacrificio que asisten a él como los hebreos en el Calvario; es decir, para ultrajar a Jesús, para abrir de nuevo sus llagas, para derramar nuevamente su Sangre, y derramarla para su propia condenación en el momento mismo en que debía ofrecerla por su salvación! ¡Oh! ¡Y cómo la Sangre de Jesucristo reprobará esas almas impías y perversas! ¿Nos admiraremos ya de ver al Señor tan irritado? Vosotras, por lo menos, almas devotas de esta Preciosa Sangre, tratad de reparar las justas venganzas de Dios y ofreced con una fe viva, con una caridad ardiente, esa Sangre de propiciación por vosotros y por tantos desdichados pecadores. Por esa Sangre adorable dad al Padre Eterno el honor que le es debido; por Ella satisfaced a su justicia ultrajada, manifestadle el más afectuoso agradecimiento y obtened la abundancia de sus gracias asistiendo devotamente al Santo Sacrificio del Altar. Que vuestras delicias sean estar con una modestia ejemplar en las iglesias donde se celebre este Sacrificio, como hacían un San Francisco de Borja y un San Carlos Borromeo, el cual decía que su única dicha, su Paraíso sobre la tierra, era estar en la iglesia y asistir al Altar Santo.
COLOQUIO
Reconozco, Jesús mío, el grande amor que habéis manifestado a vuestra Iglesia instituyendo un Sacrificio tan augusto y tan santo, por el cual cada día ofrecéis a vuestro Eterno Padre esa Sangre inestimable que ya habéis ofrecido sobre la Cruz; pero reconozco también la irreverencia con que he asistido a tan santo misterio, y la poca devoción con que he oído hasta ahora la Santa Misa. ¡Ah! ¡Paréceme oír en lo profundo del corazón las justas reconvenciones de vuestra Sangre! Pero no será así en adelante; yo sabré apreciar el tesoro que nos habéis dejado, y no se pasará un día en que yo no os ofrezca esa Sangre uniéndome al sacerdote y uniendo también mi intención a la que Vos mismo habéis tenido, oh Jesús mío, cuando la ofrecisteis en el Altar de la Cruz; os adoraré de lo más de íntimo mi corazón, uniendo mis adoraciones a las de vuestra Santísima Madre, cuando se hallaba en el Calvario, y a las de los Ángeles y de todos los Santos que asisten a vuestro sacrificio.
EJEMPLO
San Homobono vivía en Cremona dedicado al comercio; no solamente no cometía fraudes ni injusticias, sino que su caridad y liberalidad para con los necesitados, le habían hecho merecer el nombre de padre de los pobres. Enteramente entregado a la oración, iba todas las noches a la iglesia de San Gil, y asistía con grande devoción a los Maitines, después de los cuales permanecía durante muchas horas arrodillado delante de una imagen de Jesús crucificado, tan pródigo de su Sangre con nosotros. Venía en seguida el momento de celebrar la Misa y la oía con un recogimiento y una compunción que edificaba a todos los asistentes. Llegó, en fin, el día en que debía recibir la corona a que era acreedor, fue según costumbre a la iglesia, y después de los maitines y de la oración a los pies de su Señor crucificado se había empezado a celebrar la Misa: en el momento del Gloria in excelsis Deo, se postró y juntó su boca con la tierra sin que llamara la atención, pues que lo tenía de costumbre. Más cuando observaron que no se incorporaba al tiempo de leer el Evangelio, creyeron que se había dormido: no obstante, quisieron despertarle y hallaron que estaba muerto; al momento se esparció la noticia por todas partes y el pueblo acudió en tropel, y Dios hizo brillar su santidad con un gran número de milagros.
Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA TREINTA
La Virgen Santísima nos enseña la devoción a la Sangre Preciosísima de Jesucristo ofreciéndose por nosotros
I. Es opinión bastante común de los santos Padres, y en particular de San Bernardo, que las almas jamás reciben de la bondad del Señor gracia alguna, que no pase primero por las manos de la Santísima Virgen María. Omnia nos habere voluit per Mariam. El tesoro inapreciable de la Sangre Preciosísima de Jesús está depositado en las manos de María, no sólo para ofrecerle continuamente a la augusta Trinidad en favor de las almas encomendadas a su protección maternal, sino también para enriquecerlas como con una prenda segura de la bienaventurada inmortalidad; y por ésto Santa Magdalena de Pazzis recurría frecuentemente al Señor con esta devota oración: «Eterno Padre: Os ofrezco la Sangre de la humanidad de vuestro Verbo; os la ofrezco a Vos mismo, oh Verbo divino, y la ofrezco también a Vos, oh Espíritu Santo; y en todas mis necesidades os la ofrezco a Vos, oh María, a fin de que Vos la presentéis a la Santísima Trinidad.» Con razón, pues, la ofrenda de la Sangre del Salvador se hace por las manos de María, pues de la Sangre purísima de esta Señora se formó de un modo inefable en sus inmaculadas entrañas por obra del Espíritu Santo la Sangre divina de Jesucristo, dice San Juan Damasceno. La leche misma con que alimentaba al Divino infante se cambió en otra tanta Sangre que sus venas vertieron por la redención del mundo, dice San Atanasio: Succit mammam, ut divinum illud lac scaturiret, quod ex proprio latere profudit. Así el alma devota de la Virgen puede repetir frecuentemente las palabras de San Buenaventura: «yo mezclaré la leche de la Madre con la Sangre del Hijo, y de una y otra me haré una excelente bebida.»
II. Desde el momento en que el profeta Simeón predijo a la Virgen aquella espada de dolor que había de traspasar su corazón en la muerte de su Hijo Jesús, ofreció aquella Sangre al Eterno Padre, pero la ofreció principalmente en el Calvario al pie de la Cruz; y la ofreció con ánimo tan esforzado y tan afectuoso corazón, que ella misma con sus propias manos, hubiera hecho correr su Sangre para que esta Sangre fuese derramada por la redención del género humano. Por lo cual dice Arnoldo Carnotense: «Ofrecían al mismo tiempo a Dios un holocausto: la una con la Sangre de su corazón, y el otro con la de su cuerpo.» Esta ofrenda que de su Hijo único hizo en el Calvario al pie de la Cruz, no cesa de hacerla continuamente con su corazón maternal ante el trono de Dios en favor de sus hijos por más pecadores que sean; lo cual debe hacernos esperar recibir a cada hora por medio de tan poderosa protectora y por la virtud eficaz de la Sangre de Jesucristo, al mismo tiempo que la remisión de nuestros pecados, las gracias que pedimos. Tal es el consolador pensamiento de San Agustín: «Tenemos un seguro acceso para con Dios desde el momento en que la Madre está cerca del Hijo y el Hijo cerca del Padre.» Además, María es la benéfica dispensadora de esa Sangre que su Hijo derrama sobre las almas con los tesoros de la divina misericordia. ¿Cual, pues, no deberá ser nuestra esperanza? María ofrece esa Sangre, María nos la distribuye, en las manos de María se halla tan precioso tesoro. ¡Ah! quiero esperarlo todo, sí, todo, de los méritos de la Sangre de Jesús unidos a los de tan tierna Madre.
COLOQUIO
¡Oh Santísima Virgen María, mi querida Madre! ¡qué pensamiento tan consolador saber que ese tesoro inestimable está en vuestras manos, que no cesáis de presentarle por mí delante del trono de Dios y que desde allí le derramáis sobre las almas! ¡Ah! ved mis manchas, y con esa Sangre inmaculada purificadme; ved mi flaqueza, y con esa Sangre fortificadme; ved mis miserias, y con esa Sangre enriquecedme; nada hay que yo no espere. Una gota, una sola gota de esa Sangre que derraméis por mí, basta para salvarme. Os suplico, pues, humildemente y con todo el afecto de  mi corazón, oh Madre de pureza y de santa esperanza, me alcancéis una gracia, y es la de poder purificar mi espíritu en ese baño sagrado de la Sangre de Jesucristo y en adelante conservarle puro e inmaculado. Entonces os diré con San Anselmo: «Yo os suplico seáis mi salvación y protección para con Dios Todopoderoso a fin de que este buen Pastor y Príncipe de paz me purifique de las manchas de mis pecados, y que el que vino al mundo por Vos, oh la más casta de las Vírgenes, para salvar con su Sangre el género humano, se digne salvarme en su misericordia.» Haced Vos que me salve con su Sangre quien con tanta misericordia la ha derramado por mí.
EJEMPLO
Se lee en la vida del gran patriarca Santo Domingo que vio a la Santísima Virgen esparcir la Sangre de su divino Hijo sobre el pueblo reunido para escuchar los discursos de su fiel siervo. Refiérese, también, que, pesando un día las obras de uno de sus siervos y viendo bajarse el platillo en que estaban sus numerosos crímenes, la bienaventurada Virgen María puso una gota de Sangre del Redentor en el otro, y esto bastó para que al instante pesase muchísimo más que el de los pecados que ya inclinaban la balanza hacia lo profundo del infierno. Y lo que ha obrado repetidas veces la Madre de Dios en beneficio de sus siervos ¿no deberemos esperar que lo renueve en favor de aquellos que recurran devotamente a ella?
Dígase la jaculatoria como el primer día.

DÍA TREINTA Y UNO
La Sangre Preciosísima de Jesucristo nos obtiene el don de la perseverancia
I. Considera, alma mía, que la perseverancia final hasta el momento de la muerte, ese don precioso del Señor que el hombre no puede merecer, y que sin ninguna injusticia Dios podía negarnos, se obtiene únicamente por los méritos de la Sangre de Jesús. Advierte también que el alma que la pida constantemente en virtud de esta Sangre, la obtendrá. Y ¿cómo no ha de ser así? ¿Cómo no llegará al puerto de salvación el alma que ha atravesado el mar de esta Preciosa Sangre? ¿Cómo podrá perderse un alma que está ya en las manos del Salvador en donde ha dejado su estampa con caracteres de sangre? Y como añade San Agustín: «Leed, dirá el alma al Señor; leed lo que está escrito y salvadme.» ¿Quién podrá arrancarme de las manos de Jesús si toda mi vida he estado en sus santas Manos y en su tierno Corazón por medio de la devoción a la Preciosísima Sangre? ¿Cómo podré yo dejar esas Manos y ese Corazón al fin de mi vida? Me ha marcado con caracteres de sangre: ¿quién podrá borrar estos caracteres? «Yo os hablaré, yo cargaré con vosotros y os salvaré,» dice el Señor. Con tales palabras ¿no revive nuestra esperanza? «Vosotros sois la obra de mis manos por la creación y por la redención; debo, pues, llevaros como una tierna madre que lleva amorosamente a su hijo en sus brazos.» Esta madre me ha llevado tanto tiempo a su lado, me ha alimentado tantas veces con la leche de su Sangre en los Sacramentos, y ¿podré pensar que en el momento del mayor peligro me ha de dejar caer de su tierno seno en el abismo del infierno? ¡Ah! no; no puede concebirse semejante pensamiento; es demasiado opuesto a la inmensa bondad de su corazón: Yo os salvaré, yo os salvaré, esta alma se salvará por toda la eternidad.
II. Tal es el dichoso término a que llegan las almas que en el discurso de su vida se ejercitan en la verdadera y sólida devoción de la Sangre divina del Salvador. Una grande distancia media entre Dios y el hombre, entre la bondad infinita y el pecador, entre el Cielo y la tierra; más esta distancia la recorrerá fácilmente el alma devota de la Sangre de Jesús, y llegará muy pronto a la Santa Sion, aunque la parezca que un caos inmenso la separa de su Dios. Entretanto no cesemos de suplicar a nuestra especial protectora la Santísima Virgen María nos obtenga un viento favorable que nos conduzca felizmente al puerto de eterna salvación. De todas las consideraciones que nos han ocupado durante este mes, concluyamos, que por mucho que nos aproximemos a este río de sangre que recorre toda la ciudad de Dios, nunca será demasiado, y pongamos en él toda la esperanza de nuestra salvación. Y ¿quién podrá resistir la corriente impetuosa de esta Sangre? Ninguna fuerza humana, como no sea nuestra propia voluntad cuando con nuevos pecados se atreve a luchar contra su gracia. Pero si no la resistimos, si llenos de confianza en la bondad divina nos abandonamos suavemente a Ella, transportará nuestras almas al seno feliz de la divinidad.
COLOQUIO
¡Oh! ¡Y cuánto consuelo halla mi alma en estos pensamientos, amable Jesús mío! ¡Y qué dulce esperanza de mi salvación eterna renace en mi corazón, gracias a esa Preciosa Sangre que tan llano y suave me ha hecho el camino del Cielo! Este camino quiero seguir hasta la muerte, pues por él me salvaré: Nihil ad cælum euntibus tutius, quam sequi viam Christi sanguine tinctam; rectissimum hoc iter ad tribunal gratiæ, observa Pedro Colense. Sangre amabilísima de mi Jesús, yo te adoro profundamente, y te invoco con fervor, y pongo en ti toda mi confianza; tú eres la prenda de mi salvación como fuiste ya el precio de mi redención y el baño purificante de mi alma. Sangre de salvación; Sangre de vida, yo te ofrezco ante el trono del Eterno Padre, en descuento de mis pecados y por todos los pecadores. En ti halla su sostén la Iglesia, consuelo los desgraciados, fortaleza los débiles, los pecadores la más viva esperanza, y todas las almas la eterna salvación. Amén.
EJEMPLO
Santa María Magdalena de Pazzis vio en uno de sus éxtasis comparecer ante el Trono de la Santísima Trinidad todos los Santos protectores de la ciudad de Florencia unidos a una multitud innumerable de otros santos; traían todos una súplica y pedían al Señor se dignase perdonar a los hombres los innumerables pecados que se cometían entonces; pero no fueron oídos. Venían después de los Santos los Ángeles custodios de cada criatura; sus adoraciones y peticiones eran las mismas, pero sin más feliz resultado. Sometiéndose a la voluntad divina se retiraron, Después de los Ángeles se presentaron a Dios todos los escogidos que estaban aún en este mundo rogando por todos los pecados que se cometían, y suplicando a Dios perdonase a los pecadores y usase con ellos de misericordia, y al efecto ofrecían la Sangre que Jesús había derramado por los hombres; y por esta Sangre vino Dios en oír sus súplicas… Lo hizo por compasión a nuestra humanidad y para cumplir aquella su promesa: Pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá; y estas tres palabras: Todo el que pide, recibirá; y el que busca, hallará; y al que llama, se le abrirá.
 Dígase la jaculatoria como el primer día.




No hay comentarios:

Publicar un comentario

ANOTACIONES

Al hablar sobre la piedad popular, es referirnos a aquellas devociones que antaño se hacían en nuestros pueblos y nuestras casas, cuando se...