DÍA
VIGÉSIMO TERCERO
MEDITACIÓN
La bienaventurada Virgen María obtuvo sin derramamiento de sangre la palma de los Mártires junto a la cruz del Salvador, dice la Iglesia. Viéndome padecer, dijo el Señor a Santa Matilde, fue traspasada de pena con la viva representación de mis dolores… Padeció el martirio en su Corazón, y fue más terrible y doloroso de lo que se puede imaginar. Si no murió de pena fue por un milagro de la divina omnipotencia, que le alargaba la vida, ya para que pudiese agotar hasta las heces el cáliz de su Pasión, ya porque convenía para altísimos fines de la Providencia que sobreviviese a su Hijo. Y no sólo fue mártir en lo que padeció, sino Reina de los Mártires en la causa porque Padecía y en la manera perfectísima con que arrostró el martirio. Siempre ha sido el martirio la señal más heroica y el testimonio más grande de nuestro amor a Jesucristo; pero en la época presente parece revestir ese acto de fortaleza espéciales dificultades. Porque la época presente, más muelle y afeminada cada día, tiende sin cesar a las transigencias y componendas; y por alcanzar un bien temporal se presta a conciliar la virtud con el vicio, y quisiera, si pudiese, hermanar á Belial con Jesucristo, el mundo con el Evangelio. Falta firmeza de carácter, espíritu cristiano, desprecio santo de la vida, amor a la cruz; todo lo cual es una sólida preparación para el martirio.
¡Oh Corazón fortísimo de María! hazme comprender que mi vida ha de ser un aprendizaje del martirio, si no sangriento, por lo menos incruento: martirio por la virtud, por el cumplimiento de mis obligaciones y deberes, martirio por la justicia y la verdad.
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