DÍA
DÉCIMO SEXTO
MEDITACIÓN
¡Qué pobre es el lenguaje humano para expresar las grandes emociones del corazón! Confieso mi impotencia y dejo a la piadosa consideración del lector que medite: a sus solas lo que debió sentir el Corazón amante de María aquella última noche en que su divino Hijo se despidió de ella para ir a padecer. ¡Qué despedida y qué último adiós! ¡qué palabras se dirían! ¡qué miradas tan tiernas y expresivas, qué apretado abrazo se darían! Procuraría el Hijo consolar a la Madre y le pedirla su bendición. ¡Con qué voluntad y dulces lágrimas y con cuánto amor se la daría para la grande obra de la redención! ¡No se habían de volver a encontrar sino en la calle de la Amargura, y de qué manera! Pero lo que más resalta aquí, y debo yo ponderar, es la inmensa caridad y amor con que la Virgen consumó desde ahora el terrible sacrificio, la fidelidad con que correspondió a los designios de Dios. El Corazón de mi Madre dijo Jesús a Santa Matilde fue fidelísimo, pues consintió que yo, con ser su Unigénito y amado Hijo, fuese crucificado por la redención del mundo. También puedo considerar el afecto con que la Virgen recibió por primera vez el cuerpo de su Hijo Jesús sacramentado. ¿Quién es capaz de decir los inefables transportes de júbilo que experimentó su Corazón amantísimo? Si nos sorprende el enamorado afecto de algunos Santos hacia la Eucaristía, ¿Qué pensar de los más que seráficos ardores de nuestra Señora? ¡Cómo me avergüenzo, oh Corazón amante de María, de mi tibieza y frialdad! ¡Ah! ¿cómo puedo amar ardientemente a Jesús, si tengo lleno mi corazón de afectos terrenos y mundanales, si tengo un corazón de tierra apegado a las criaturas?
Purificad, consumid la escoria que me impide
unirme a Jesús.
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