DÍA
DÉCIMO NOVENO
MEDITACIÓN
A
la medida de las penas y amarguras de la Pasión fueron los consuelos que inundaron
el Corazón de María en la gloriosa resurrección de su Hijo. Con su vista, aquel
cielo nublado de la Virgen se serenó, brillaron de alegría sus ojos, y todo su
ser pareció rejuvenecerse como si le alcanzase algo de las dotes de gloria de
Cristo resucitado. Considere el alma piadosa lo que se dirían el Hijo y la
Madre; aquella extática contemplación en que se arrobarían mirándose; los
parabienes que mutuamente se darían por la feliz conclusión de la obra de nuestra
salud; las gracias que el Corazón de María recibiría hoy, etc., y procure de
todo esto sacar provecho. El paso de la resurrección de Cristo y aparición a su
santísima Madre ha de servir para todos de una gran lección: que conviene que
muramos a nosotros mismos y al pecado si hemos de resucitar con Cristo; que es
menester padecer, y padecer bien, si hemos de gozar con Cristo en la gloria;
que el tiempo de sufrir es corto, y eterno el de gozar. Las afrentas se
convertirán en gloria; la corona de espinas, en guirnalda de exultación y
diadema de reyes; los dolores y penas, en inefables deleites y consuelos; la
fealdad de las llagas, en hermosísimas cicatrices que despiden ríos de luz. Demos
la enhorabuena al Corazón regocijado de María, inundado de delicias, y digámosle:
Reina del cielo, alégrate, aleluya. Porque el que mereciste llevar en tu seno,
aleluya. Resucitó como dijo, aleluya. Ruega por nosotros a Dios.
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