DÍA
VEINTICINCO
MEDITACIÓN
Otras
razones especiales que nos obligan a sufragar a las almas del Purgatorio
La
sangre, la amistad y los beneficios, son títulos tan sagrados que no
pueden ni deben olvidarse jamás. La voz de la sangre habla siempre
al corazón, y se deja oír en este mundo no menos que en el otro. Todos
tenemos parientes aquí y allá, aquí están los vivos, allá los
muertos, y somos deudores de ciertos oficios que la sangre reclama para
con los unos y los otros. Quien no cuida de los suyos, decía San
Pablo, es un bárbaro, un desleal, peor que los salvajes mismos que moran
en las selvas. Ahora bien, ¿qué almas son las que habitan el Purgatorio?
Considerémoslo bien con los ojos del espíritu. ¿No son estas las de
nuestros antepasados tan afanosos, de nuestros padres tan solícitos,
de nuestras madres tan tiernas, de nuestras esposas tan amadas, de
nuestros hijos tan queridos, de nuestros hermanos tan benévolos?
¿No son aquellas mismas con las cuales estábamos unidos con los más
estrechos vínculos de sangre, y que formaban con nosotros una
misma familia? ¿Y podremos cerrar los ojos sobre sus miserias y no
movernos a piedad de su estado? A las voces de la sangre prevalecen tal
vez las de la amistad, porque son más conformes a nuestra índole, y a la
elección de nuestro ánimo. El parentesco hace más relación al cuerpo, y la
amistad une propiamente las almas y las estrecha de tal modo, que vienen a
hacerse indivisibles. La muerte no puede ni debe separarlas. Esta cambia las
relaciones de amistad, no las destruye; pues si los amigos comunicaban entre sí
en vida con las voces y con los oficios recíprocos de humanidad, después de la
muerte deben comunicar con la piadosa memoria y con los sufragios de la
religión para la adquisición de la eterna bienaventuranza. Quien abandona a los
amigos en la miseria, es un desnaturalizado, es un impío. Yo amaba en vida con
la más tierna amistad á Teodosio, decía el Santo Obispo Ambrosio, y era
plenamente correspondido; si la muerte me lo ha arrebatado, no por eso dejaré
de seguirlo con el afecto a la región de los vivos, ni lo abandonaré jamás con
los oficios de piedad, hasta que con mis oraciones y con mi llanto no llegue a
conseguirle la vida eterna. He aquí, oh amigos del mundo, el ejemplo que debéis
imitar. No sólo por los parientes y amigos, sino también por los bienhechores
debemos hacer especial memoria en nuestros sufragios. Los beneficios deberían
imprimir en nuestro ánimo un sentimiento eterno de reconocimiento; no hay cosa
de mayor oprobio en el mundo que merecer el nombre de ingrato. El ingrato se
degrada hasta hacerse de peor condición que las bestias, las cuales se muestran
reconocidas para con quien las beneficia. Mas ¿quién hay que pueda
vanagloriarse de no haber recibido beneficio alguno de los fieles difuntos? Si
fuimos conservados y alimentados, si recibimos educación e instrucción, ¿si
poseemos honores y riqueza?, ¿no debemos todo esto al exquisito cuidado que
tuvieron de nosotros? Y ¿quién sabe sí por habernos procurado demasiadas
ventajas no estén expiando entre las llamas el desordenado amor que nos
tuvieron? Seria, pues, una muy bárbara crueldad el olvidar a aquellos
que nos beneficiaron a costa de merecer el Purgatorio por nosotros.
ORACIÓN
Dulcísimo
Señor nuestro, ¡oh cuántos títulos nos mueven y nos obligan a tener piedad para
con los difuntos! Oblíganos la sangre con sus vínculos, la amistad con sus
afectos, los beneficios con su correspondiente gratitud, y no hay sentimiento
en nuestro corazón que no respire conmoción y piedad hacia ellas. Por tanto,
con todos los sentimientos de nuestro corazón, os suplicamos tengáis piedad de
nuestros difuntos, y por la ternura que mostraron en vida hacia nosotros
vuestros siervos, sacadlos de la profunda cárcel de tormentos en que gimen, y
llevadlos a vuestra bienaventurada mansión, a recibir el eterno galardón de su
benéfico amor. Amén.
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