MEDITACIÓN XVII
Nacerá
para vosotros el sol de justicia, y la salud bajo sus alas
Vendrá
vuestro Médico, dice el Profeta, a sanar los enfermos, y vendrá veloz como ave que
vuela, y cual sol que al asomar en el horizonte envía al momento su luz al otro
polo. Pero he aquí que ya ha venido. Consolémonos, pues, y démosle gracias,
dice san Agustín, porque ha bajado hasta el lecho del enfermo, quiere decir,
hasta tomar nuestra carne; puesto que nuestros cuerpos son los lechos de
nuestras almas enfermas. Los otros médicos, por mucho que amen a los enfermos,
solo ponen todo su cuidado para curarlos; pero ¿quién por sanarlos toma para sí
la enfermedad? Jesucristo solo, ha sido aquel médico que se ha cargado con
nuestros males, a fin de sanarlos. No ha querido mandar a otro, sino venir él
mismo a practicar este piadoso oficio, para ganarse nuestros corazones. Ha
querido con su misma sangre curar nuestras llagas, y con su muerte librarnos de
la muerte eterna, de que éramos deudores. En suma, ha querido tomar la amarga
medicina de una vida continuada de penas, y de una muerte cruel, para
alcanzarnos la vida y librarnos de todos nuestros males. El cáliz que me ha
dado el Padre ¿no lo tengo de beber? decía el Salvador a Pedro. Fue, pues,
necesario, que Jesucristo abrazase tantas ignominias para sanar nuestra
soberbia: abrazase una vida pobre para curar nuestra codicia: abrazase un mar
de penas, hasta morir de puro dolor, para sanar nuestro deseo de placeres
sensuales.
AFECTOS
Y SÚPLICAS
Sea
siempre loada y bendita vuestra caridad, Redentor mío. Y qué sería de mi alma
tan enferma, y afligida por tantas llagas, si no tuviese á Vos, ¿Jesús mío, que
me podéis y queréis sanar? ¡Ah! sangre de mi Salvador, en ti confío; lávame y
sáname: Me arrepiento, amor mío, de haberos ofendido. Vos para manifestarme el
amor que me tenéis, habéis llevado una vida tan atribulada, y sufrido una
muerte tan amarga... Yo quisiera manifestaros también mi amor; ¿más que puedo
hacer miserable enfermo y tan débil? ¡Oh Dios de mi alma! Vos podéis curarme, y
hacerme santo, pues sois todopoderoso. Encended en mí un gran deseo de daros
gusto. Renuncio a todas mis satisfacciones por agradaros, Redentor mío, que
merecéis ser complacido a toda costa. ¡Oh sumo Bien! yo os estimo, y os amo
sobre todo otro bien; haced que os ame, y que os pida siempre vuestro amor. Hasta
aquí os he ofendido, y no os he amado porque no he solicitado vuestro amor.
Este busco ahora, y os pido la gracia de buscarlo siempre. Oídme por los
méritos de vuestra pasión. ¡Oh madre mía, María! Vos estáis siempre dispuesto
para oír a quien os ruega; Vos amáis a quien os ama. Yo os amo, pues, Reina
mía; alcanzadme la gracia de amar a Dios, y nada más os pido.
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