MEDITACIÓN
IX.
Nos
amó y se entregó a si mismo por nosotros.
Considera
como el Verbo eterno es aquel Dios infinitamente feliz en sí mismo; de manera
que su felicidad no pudo ser ya más grande, ni la salvación de todos los
hombres podía aumentarla, ni disminuirla cosa alguna. Y con todo, ha hecho, y
padecido lanío por salvar a nosotros miserables gusanos, que si su
bienaventuranza (dice santo Tomás) hubiese dependido de la del hombre, no habría
podido padecer ni sufrir más: Quasi sine
ipso bealus esse non posset. Y en verdad, si Jesucristo no pudiera haber sido bienaventurado
sin redimimos ¿cómo hubiera podido humillarse más de lo que se ha humillado,
hasta tomar sobre sí nuestras enfermedades, los abatimientos de la infancia, las
miserias de la vida humana, y una muerte tan cruel e ignominiosa? Solo un Dios
era capaz de amar con tanto exceso a nosotros miserables pecadores, que éramos
tan indignos de ser amados. Dice un devoto autor, que, si Jesucristo nos
hubiese permitido pedirle las pruebas más grandes de su amor, ¿quién jamás se
habría atrevido a demandarle que se hiciese niño como nosotros, que se vistiese
de todas nuestras miserias, y además fuese el más pobre entre todos los
hombres, el más vilipendiado y el más maltratado, hasta morir por manos de
verdugos y a fuerza de tormentos sobre un infame patíbulo, maldecido y
abandonado de todos, hasta de su mismo Padre que desampara el Hijo, por no
dejarnos sepultados en nuestras ruinas? Pero lo que nosotros no nos habríamos ni
aun atrevido a pensar, el Hijo de Dios lo pensó, y lo ha ejecutado. Desde niño
se ha sacrificado por nosotros a las penas, a los oprobios y a la muerte.
Dilerit nos, el tradidit semetipsum pro nobis. Nos ha amado, y por amor se nos
ha dado así mismo, a fin de que ofreciéndole por víctima al Padre en satisfacción
de nuestras deudas, podamos por sus méritos alcanzar de la bondad divina cuantas
gracias deseemos: víctima más estimada al Padre, que si le fuesen ofrecidas las
de todos los hombres, y de todos los Ángeles. Ofrezcamos, pues, nosotros
siempre a Dios los méritos de Jesucristo, y por ellos pidamos y esperemos todo
bien.
AFECTOS
Y SÚPLICAS
¡Jesús
mío! demasiada injusticia haría yo a vuestra misericordia y a vuestro amor, si después
que me habéis dado tantas muestras del afecto que me tenéis, y de la voluntad de
salvarme, desconfiase de vuestra piedad y amor. ¡Mi amado Redentor! yo soy un
pobre pecador, pero a estos habéis venido Vos a buscar, según aquello que
dijisteis: No he tenido a llamar los justos, sí los pecadores. Soy un pobre
enfermo, pero a estos habéis venido a curar. Estoy perdido por mis pecados, más
a tales perdidos habéis venido a salvar, porque el Hijo del Hombre vino a
salvarlo que había perecido. ¿Qué puedo temer, pues, si quiero enmendarme y ser
vuestro? Solamente debo temer de mí y de mi debilidad; pero esta mi debilidad y
pobreza debe aumentarme la confianza en Vos, que habéis protestado ser el
refugio de los pobres, y es cuchar sus deseos. Esta gracia, pues, os pido,
Jesús mío, dadme confianza en vuestros méritos, y haced que por ellos siempre me
encomiende á Dios. Padre eterno, salvadme del infierno, y antes del pecado por
amor de Jesucristo. Por los méritos de este Hijo dadme luz para seguir vuestra
voluntad: dadme fuerza contra las tentaciones; dadme el don de vuestro santo
amor. Y sobre todo os suplico me deis la gracia de pediros siempre que me
ayudéis por amor de Jesucristo, el cual ha prometido que Vos concederéis cuanto
os pidiéremos en su nombre. Si de esta manera continúo pidiéndoos, ciertamente
me salvaré; pero si no lo hago así, me perderé seguramente. María santísima,
alcanzadme esta gracia suma de la oración de perseverar encomendándome a Dios y
también a Vos, que alcanzáis de Dios cuanto queréis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario