MEDITACIÓN
VIII.
Mas,
Dios, que es rico en misericordia, por su extremada caridad con que nos amó,
aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos dio vida juntamente con
Cristo.
Considera
que la muerte del alma es el pecado; pues que este enemigo de Dios nos priva de
la divina gracia, que es la vida del alma. Nosotros, miserables pecadores, por nuestras
culpas estábamos ya todos muertos y condenados al infierno. Dios, por el
inmenso amor que tenía a nuestras almas, quiso volvernos la vida, y ¿qué hizo?
Envió a la tierra su Unigénito, para que muriese, de que él mismo nos recobrase
la vida con su muerte. Con razón, pues, el Apóstol llama a esta obra de amor,
extremada caridad. Sí, porque no pudiera jamás esperar el hombre recibir de un
modo tan amoroso la vida, si Dios no hubiese hallado esta manera de redimirle
para siempre, eterna redemptione inventa. Estaban todos los hombres muertos, y
no había redención para ellos. Pero el Hijo de Dios, por las entrañas de su
misericordia, viniendo del cielo, oriens ex alto, nos ha dado la vida; y por
esto justamente llama el Apóstol á Jesucristo nuestra vida. He aquí a nuestro
Redentor, que vestido ya de carne y hecho niño nos dice: lie venido para que
tengan vida, y la tengan en abundancia. A este fin vino a tomar sobre sí la
muerte, para darnos la vida. Razón es, pues, que nosotros vivamos solamente
para aquel Dios que se ha dignado morir por nosotros: razón es que Jesucristo
sea el único señor de nuestro corazón, ya que ha derramado su sangre, y dado la
vida para ganárselo; porque, como dice san Pablo: Por esto murió Cristo y
resucitó, para ser Señor de muertos y de vicos s. ¡Oh Dios! ¿quién será aquel
ingrato é infeliz, que creyendo por la fe haber muerto un Dios para cautivarse
su amor, rehúse después amarle; y renunciando a su amistad, ¿quiera hacerse
voluntariamente esclavo del infierno?
AFECTOS
Y SÚPLICAS
¡Con
qué, Jesús mío! si Vos no hubieseis aceptado y sufrido la muerte por mí, yo
habría quedado muerto en mi pecado, sin esperanza de salvarme, ¡y de poder ya
más amaros! Pero después que con vuestra muerte me habéis alcanzado la vida, yo
de nuevo la he perdido voluntariamente tantas veces, ¡volviendo a pecar! Vos
habéis muerto por ganar mi corazón, y yo rebelándome contra Vos, lo he hecho
esclavo del demonio. Os he perdido el respeto, y he dicho no quereros por mi
Señor. Todo es verdad; más lo es también que Vos no queréis la muerte del
pecador, sí que se convierta y viva; y por esto habéis muerto, por darnos la
vida. Yo me arrepiento de haberos ofendido, Redentor mío amado, y Vos
perdonadme por los méritos de vuestra pasión; dadme vuestra gracia; dadme
aquella vida que me habéis adquirido con vuestra muerte, y de hoy en adelante
dominad plenamente en mi corazón. No, no quiero que sea más dueño el demonio;
él no es mi Dios, no me ama, nada tampoco ha padecido por mí. Por lo pasado, no
ha sido ver dadero señor de mi alma, sino ladrón; Vos solo, Jesús mío, sois mi
verdadero dueño, que me habéis criado, y redimido con vuestra sangre; Vos solo
me habéis amado, y amado tanto. Razón es, pues, que sea solamente vuestro en el
tiempo que me resta de vida. Decid qué es lo que queréis de mí, que todo quiero
hacerlo. Castigadme como os plazca, yo todo lo acepto. Ahorradme solo el
castigo de vivir sin vuestro amor, haced que os ame, y después disponed como
queráis de mí. María santísima, refugio y consuelo mío, recomendadme a vuestro
Hijo. Su muerte y vuestra intercesión son toda mi esperanza.
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