LA
HORA SANTA DE SANTA GEMA GALGANI
Con
Aprobación Eclesiástica
Santander.
1940
ORIGEN
Los fundamentos históricos de la Hora Santa
podemos encontrarlos en estas palabras de Jesucristo a sus discípulos
predilectos Santiago y Juan: Aguardad aquí y velad conmigo en oración… ¿Es
posible que no hayáis podido velar una hora en mi compañía? “Velad y orad para
no caer en la tentación, pues si bien el espíritu esta pronto, la carne es
flaca”. Desea Jesús le acompañen en la
oración del Huerto sus discípulos, y siempre se han esforzado por hacerlo los
fervorosos.
En estos últimos siglos ha pedido el Corazón
de Jesús el obsequio de esta compañía a su fidelísima confidente Santa
Margarita de Alacoque. Hija mía—le dijo en cierta ocasión—, quiero que veléis
durante una hora, todas las noches del jueves al viernes, y postradas en devota
oración, me acompañéis en la agonía de Getsemaní, compadecerme en la amargura
que experimenté por el abandono de los apóstoles —representan éstos a los
cristianos— y para implorar misericordia por los pecadores.
Santa Margarita de Alacoque se desveló lo
indecible por atender la tierna súplica de Jesucristo, obteniendo muy pronto la
acompañasen en esa Hora Santa las religiosas de su monasterio. Posteriormente
se ha extendido tan saludable práctica por lodos los países y entre toda suerte
de personas piadosas, constituyendo en nuestros días uno de los ejercidos en
honor de la Pasión muy difundidos y estimados. Puede hacerse la hora Santa en
público o en privado, de las once a las doce de la noche. o a otra hora más
oportuna de la tarde del jueves, meditando cualquier misterio de la Pasión,
preferentemente la oración y agonía del Huerto de los Olivos.
Son numerosas las aprobaciones y
recomendaciones de tan santo ejercicio hechas por la Santa Sede, teniendo
concedida una indulgencia plenaria si a la Hora Santa se añade la confesión,
comunión y cualquiera otra oración por las intenciones del Papa, y aun faltando
dichas condiciones, diez años de indulgencia, haciéndola con el corazón
contrito en público o en privado (21 de marzo de 1938). En la Vida de Santa Gema se nos habla
extensamente del singular aprecio en que tenía la virgen la Hora Santa, de la
puntualidad y fervor con que la practicó hasta la última semana de su vida y de
los singulares favores, en particular la participación de las llagas de la
crucifixión, que le concedía el Señor desde el punto que la comenzaba.
Se guiaba la Santa en este ejercicio por el
opúsculo que ofrecemos a continuación, y que formaba parte del Manual de
ejercicios y oración usado en el Instituto de Santa Zita, donde Gema se
educara, y compuesto por la venerable fundadora de dicho Instituto, Sor Elena
Guerra. Por tratarse de un texto muy sólido, tierno y sencillo, y por haberlo
tenido en muy alto aprecio alma tan dirigida por el Espíritu Santo como Santa
Gema, ha logrado esta Hora Santa enorme difusión en todo el orbe católico.
Ofrecemos con todo afecto esta nueva edición a
los devotos de la Pasión, exhortándoles a practicar este ejercicio con la
puntualidad y fervor con que lo hacía Santa Gema, para cosechar en él parecidos
frutos de virtudes cristianas.
INTRODUCCIÓN
Colócate, alma piadosa, en la presencia de tu
amantísimo Salvador, y considéralo en aquella noche en la cual, después de
instituida la sagrada Eucaristía para hacerse tu alimento, sale con sus
apóstoles del Cenáculo para dirigirse al Huerto de los Olivos y comenzar
aquella dolorosísima Pasión, con la cual debía salvar al mundo. Mortal tristeza
nubla la frente del afligido Jesús, y se trasluce en cada una de sus palabras.
Palidez de muerte obscurece aquel rostro sobre el cual resplandecía la gracia
del Edén. Entretanto, el atribulado Salvador fija sobre ti sus miradas, como si
quisiera decirte: “Alma querida, que me costaste tantos sudores, detente
conmigo, al menos durante una hora, y considera si hay dolor semejante a mi
dolor... Y considera también que en la noche de mi agonía busqué, en vano,
quien me consolase”. Adorable Jesús, ¿podrá jamás existir criatura tan ingrata
y dura de corazón que rehúse pasar una hora en vuestra compañía, recordando
aquellos misterios de sumo dolor y amor que se consumaron en la obscuridad de
la noche de vuestra Pasión, en el sagrado Huerto de Getsemaní?... Buen Jesús,
heme aquí cerca de Vos: dignaos darme a conocer la atrocidad de vuestros
tormentos y el exceso de amor que os llevó a ofreceros por víctima de mis
pecados y de los de todos los hombres.
(Si la llora Santa se hace entro varias
personas, se puede alternar en cada cuarto de hora un cántico piadoso, por
ejemplo, la siguiente estrofa, que aparece en el original italiano o cualquiera
de nuestros cantos populares):
¡Oh,
redimidos al precio
de
una víctima sin par,
al
Huerto de los Olivos
venid
a sentir y amar!
Aquí,
donde por salvarnos,
lleno
de angustia y dolor,
a
ríos su sangre vierte
el
divino Redentor.
Con
El siquiera un momento
estemos
en oración,
suplicando,
dando gracias,
compartiendo
su aflicción.
PRIMER
CUARTO DE HORA
LA
TRISTEZA DE JESÚS
Mi alma siente angustias mortales. —No hay
dolor como aquel que con verdad puede compararse al dolor de la muerte. Pues
bien: nuestro Salvador, que es Verdad infalible, para darnos a conocer lo
excesivo del dolor que comenzó a oprimirle desde su llegada al Huerto de
Getsemaní, nos dice que su alma es presa de tristeza mortal, esto es, que el
dolor Que sufre es tan intenso, que podría causarle la muerte. Dicho esto,
penetra en el Huerto de los Olivo hasta el lugar donde solía pernoctar en
oración y exhorta a sus fieles discípulos, que había conducido hasta allí para
que fuesen testigos de sus penas, a velar y orar con él. Después, alejándose de
ellos como un tiro de piedra, se arrodilla delante de la majestad del Padre,
para dar principio a la oración más dolorosa y generosa que jamás se haya hecho
sobre la tierra.
El primer motivo de la tristeza de Jesús en
Getsemaní fué el horrendo cúmulo de ultrajes y oprobios que muy pronto caerían
sobre él cual tempestuosas olas de un mar agitado por la tormenta. En efecto:
apenas se hubo separado de sus amados discípulos, se presentaron a su mente
todas las terribles escenas de dolor y de sangre que debían realizarse en su
Pasión. Traiciones, deshoras, burlas, calumnias..., y después aquella horrible
flagelación que hará saltar en pedazos su carne lacerada y dejará sus huesos al
descubierto.
Pero esto no hasta. ¡Su sagrada cabeza será
traspasada de multitud de lacerantes espinas, que no le dejarán descanso hasta
la muerte. Será abofeteado, escupido y burlado... Ni aun esto basta. Deberá
sufrir la infamia de una sentencia injusta y verse aborrecido de los príncipes
de su nación y del populacho.
Moribundo, a consecuencia de los tormentos
sufridos, ha de subir la montaña del sacrificio con la cruz sobre sus hombros
lacerados, y caer muchas veces, casi sin vida, bajo su enorme peso. Beberá la
amarguísima hiel..., será desnudado a vista de una multitud insolente..., será
clavado de pies y manos..., permanecerá tres horas pendientes de tres clavos,
suspendidos entre el cielo y la tierra, para expiar, en un abismo de penas, las
iniquidades del género humano. Tampoco esto basta. A tan atroces padecimientos
deberá agregarse la amargura de los escarnios y burlas más hirientes...;
después la ardentísima sed, avivada por el amargo brebaje..., el abandono del
Padre..., el inmenso dolor de su afligidísima Madre..., la muerte horrible y
desolada...
Alma redimida con la sangre de Jesús,
contempla a tu Salvador sumergido en un mar de dolores..., y todo esto por su
amor a ti, para salvarte, para merecerte el cielo... Oprimido de tanta
angustia, Jesús se acerca a los discípulos, a quienes había aconsejado velar y
orar con Él, ¡pero los encuentra dormidos!...
¡Para el corazón de Jesús no hay una palabra
de consuelo ni un sentimiento de compasión!...
En su penosísimo abandono, Jesús vuelve
hacia ti, alma piadosa, su mirada moribunda, buscando en tu corazón algún
afecto alguna compasión o gratitud. ¿Y no tendrás una palabra para consolarle?
¿Qué no hubieras hecho si realmente te hallaras a su lado en la triste noche de
su penosísima agonía? ¡Ay! Abro tu alma, y haz ahora lo que hubieras hecho
entonces, que igualmente será grato a su corazón, pues que Jesús acepta siempre
reconocido las expresiones de afecto que brotan del pecho de sus amantes hijos.
(Pausa.)
AFECTOS
Padre Santo, que habéis amado al mundo hasta
el exceso de sacrificar a vuestro Hijo amado, en nombre de todos los redimidos
os doy gracias por vuestra infinita caridad, y os ofrezco la suma santidad y
todos los méritos de vuestro Hijo unigénito.
Padrenuestro, Armaría y Gloria.
Padre Santo, que para librarnos de la eterna
perdición habéis acumulado sobre la adorable persona de vuestro unigénito Hijo
la carga execrable de nuestras maldades: yo os ofrezco la agonía de Jesús en
Getsemaní, suplicándoos me concedáis gozar eternamente los frutos de su Pasión.
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Padre Santo, que para reconciliar con vuestra
Majestad ofendida a la humanidad culpable habéis sometido a los rigores de
vuestra inexorable justicia al Hijo inocente, que tomó sobro sí la pena
merecida por nuestras culpas: yo os ofrezco la amorosa sumisión de Jesús en
Getsemaní, suplicándoos concedáis la conversión y la salvación a todos los
pecadores.
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
¡Cuál
se nubla el sol divino!
¡Cuál
se entristece Jesús!
¡Cómo
por mí llora, oh cielos,
el
Padre de toda luz!
Ve
que su pena y congoja
inútiles
han de ser
para
los que van mal buscando,
ciegos,
querrán perecer.
Esta
vista horrenda y triste,
que
le aflige sin cesar,
el
corazón le traspasa
y
sangre le hace llorar.
SEGUNDO
CUARTO DE HORA
JESÚS
GIME BAJO LAS INIQUIDADES HUMANAS
Una larga hora de padecimientos ha
transcurrido ya para Jesús entre las tinieblas de aquella noche y el abandono
de todos aquellos a quienes tanto amó. La vivísima aprehensión de los atroces
tormentos que le esperan, ha infundido terror y tristeza en su bendita alma.
Siente ahora más vivamente que nunca el enorme peso que lleva consigo la misión
de Salvador del mundo... Ya ve llegar el tiempo de su inmolación...; cielo,
tierra e infierno están armados contra él... ¡Ahora debe sostener una gran
batalla, cuyos terribles golpes tendrán por blanco a su adorable persona!... Y
Jesús, ¿qué hace? Pálido, tembloroso, se vuelve al Padre celestial, y exclama
humildemente: Padre mío si es posible, no me hagas beber este cáliz. ¿Qué
respuesta recibe la humilde plegarla del Hijo de Dios?
El cielo está cerrado: ¡para Jesús no hay
respuesta! Él quiso sufrir esta pena para obtenernos la perseverancia y
constante paciencia en la oración, aun cuando el cielo parezca cerrado y sordo
a nuestras súplicas. ¡Ah!, mi buen Jesús, no hay una sola pena que Vos no
hayáis sufrido para nuestro ejemplo y consuelo. Sigue, pues, alma piadosa, a tu
Jesús, que, movido de su inefable amor, se interna aún más en el camino del
dolor. La multitud horrenda de todos los delitos de los hijos de Adán se
presenta a la mente del Salvador y le traspasa el corazón. Él sabe que debe tomar
sobre sí aquel fardo abominable y comparecer ante los purísimos ojos del Padre
cubierto del lodo del pecado... ¡Es imposible que la mente humana pueda
comprender ni aun imaginar qué horrible tortura fué ésta para el alma
inocentísima de Jesús! Ya por boca de un profeta se había quejado tristemente
diciendo: Sobre mis espaldas descargaron rudos golpes los pecadores. (Salmo
CXXVIII, 3).
¡Oh, y cómo queda oprimido el amante
Salvador bajo el peso de tantas culpas! Pero el divino Cordero, que va a inmolarse
a la divina Justicia ofendida por los hombres, después de haber pagado la deuda
de las iniquidades humanas Sacrificando su preciosa vida en el patíbulo de la
cruz, ¿podrá, al menos, esperar que sus redimidos, agradecidos a tantos
beneficios, den un adiós eterno al pecado, y sean siempre fíeles a Aquél que
con tantos tormentos los salvó de la muerte eterna? ¡Ah, dulce Jesús mío, ojalá
correspondiesen con tal fidelidad!...
Mas, ¡ah!, un cuadro, aún más horrible que
el precedente, se le presenta delante. Él ve que después de haber redimido con
tantos dolores al humano linaje, y haber lavado la tierra con su preciosa
sangre; después de haber infundido en sus fieles el divino Espíritu y haber
hecho de la tierra un paraíso con la posesión de la adorable Eucaristía...,
después de tantos excesos de caridad, ¡reinará todavía el pecado en el mundo!
Ve su ley santa pisoteada, su Iglesia y sus
ministros perseguidos, sus gracias despreciadas, su divino amor escarnecido...
¡Ay!, Jesús llora, diciendo con el salmista: ¿Qué utilidad acarreará mi muerte?
¿Para qué derramar toda mi sangre? ¿Para qué morir entre las ignominias del
patíbulo, si el hombre, ingrato a tantos beneficios, se entrega voluntariamente
en brazos del demonio a la eterna condenación? ¿Cuándo acabará el reinado del
pecado en el mundo?... El buen Jesús contempla todos los siglos venideros, y en
todos los siglos y en todos los años ve la sombra funesta del pecado: pecados
cada día, pecados cada momento... Y el peso de todos estos pecados le oprime más
y más, y le hace repetir: Sobre mis espaldas descargaron rudos golpes los
pecadores; por largo tiempo me hicieron sentir su injusticia y tiranía. Alma
mía, ¿querrás tú ser del número de aquellos que, prolongando la cadena de sus
maldades y dilatando de día en día su conversión, arrancan del corazón
agonizante de Jesús aquel lamento tan lleno de justo dolor? ¡Oh! ¡Cuán horrendo
es el pecado después que un Dios ha derramado toda su sangre para borrarlo y
destruirlo! ¡Oh, cuán execrable es el pecado en las almas ya purificados con la
sangre divina, en las almas que se han unido por medio de la comunión al
corazón amante de Jesús! ¡Oh, Afligidísimo Salvador, con cuánta razón os
quejáis y lloráis!
Pero si Jesús con tanta razón se lamenta de
los pecados de sus redimidos en general, ¿qué no sufrirá al prever las culpas
de sus amigos queridos, es decir, de las almas piadosas, de las almas que le
están consagradas? Alma querida, exclama Jesús, tú que has gozado de mi paz, de
la íntima familiaridad de mi corazón, que has vivido en mi casa, que has comido
mi pan y te has nutrido de mí mesa, ¿por qué me traspasas el alma con el
pecado? Pueblo predilecto de mi corazón, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he
contristado? Yo apagué tu sed con las celestiales aguas de mi gracia, ¡y tú me
ofreces hiel y vinagre!... Yo te harté con el maná precioso de mi carne, ¡Y tú
me has torturado con bofetadas y azotes!... Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En
qué te he contristado? Yo te preparé un lugar en el cielo, ¡y tú me preparas el
patíbulo de la cruz!... Alma querida, viña predilecta de mi corazón, ¿qué más
podía hacer por ti que no lo hiciera? ¿Qué es lo que debía hacer y no haya,
hecho por mi viña? Y por tanto amor, ¡tú sólo me ofreces torturas y espinas!
(Pausa)
AFECTOS
¿Por
qué no me es posible, ¡oh afligido Salvador! ofreceros con mi corazón los de
todos los hombres, encendidos en llamas de perfectísima caridad, ¿para
corresponder de algún modo a vuestro infinito amor? Arrepentido de mi frialdad
y de la de todas las criaturas, os ofrezco, ¡oh buen Jesús!, aquellos santos
ardores con que los antiguos patriarcas y profetas desearon vuestra venida, y
aquel santo celo con que los apóstoles anunciaron vuestro santo nombre por toda
la tierra.
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Os ofrezco, ¡oh Afligidísimo Bien mío!,
aquella perfecta y tierna compasión con que vuestra Inmaculada Madre,
traspasada su alma por la espada de dolor, compartió vuestras amargas penas, y
aquella perfectísima gratitud con que, en nombre de toda la humanidad, os dio
las gracias, alabó y bendijo por el infinito beneficio de la Redención.
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
Agonizante Jesús mío, no pudiendo yo,
miserable criatura, daros, como lo deseo, algún consuelo en vuestras penas, os
ofrezco aquella alegría con que la adorable Trinidad, unida a todos los ángeles
del cielo, aplaudió la grande obra de la Redención consumada por Vos con tanto
dolor y amor, al mismo tiempo os suplico deis a conocer a todos los redimidos
este misterio de infinita caridad.
Padrenuestro,
Avemaría y Gloria.
¡Mirad
a tierra caído
nuestro
amante Salvador,
al
peso de nuestras culpas
y
de su inmenso dolor!
Ángeles,
dad un consuelo
al
Justo que orando está,
que
en el Huerto gime y llora
próximo
a la muerte ya.
TERCER
CUARTO DE HORA
EL
GRAN “FIAT”
Contempla,
alma redimida a tu divino Salvador que, traspasado el corazón por el dolor de
las ingratitudes humanas, ha caído agonizante sobre la dura tierra del
Getsemaní. Está solo, abandonado, sin una mano que le sostenga, Aquél que jamás
rehusó tender su mano al débil y al atribulado; Aquél qué ofreció como lugar de
reposo su mismo divino pecho al discípulo que, fatigado, reclinó su cabeza
sobre el divino corazón... Alma fiel ha llegado el momento dé ofrecer al
apenado Jesús una correspondencia al amor que te ha manifestado en el Huerto.
¿Qué hubieras hecho si en la noche de la Pasión te hubieras encontrado en
Getsemaní al lado de Jesús agonizante?...
Afligidísimo Redentor mío, yo deseo levantaros
de la tierra donde estáis postrado..., ofreceros mi corazón para que sirva de
sostén a vuestra cabeza que se inclina..., deciros una palabra de consuelo.
¡Dulcísimo Salvador mío! Os amo os amo, os amo. Quiero buscaros amor; quiero
procuraros amor; quiero que todos os amen... Quiero sacrificar la misma vida,
por haceros amar. Sí; para que seáis amado, amado siempre, amados de todos
vuestros redimidos. Os he dicho, buen Jesús, que sacrificarla gustoso mi vida
por haceros amar, que por Vos estaría dispuesto a los mayores sacrificios. Mas,
¡ay!, cuando sufro una leve contradicción, una ligera humillación, un rechazo,
un reproche, una descortesía..., ¿la soporto? ¿Amo de veras el sacrificio?
¿Gozo en poder presentaros la ofrenda de una pasión mortificada?... ¡Dulce
Jesús, me avergüenzo de responderos!... Pero aquí, junto a Vos, en la escuela
del dolor y del amor, quiero aprender a mortificarme, a sacrificarme en todo
por vuestro amor.
Entretanto, corren lentamente para Jesús las
horas de su mortal agonía... Él, Dios de cielos y tierra, desfallece tendido en
el polvo, y no hay un corazón compasivo que se preocupe de Él. Pero, ¿y los
discípulos, qué hacen? ¡Duermen! ¡Ah!, Jesús en la noche de su Pasión debía
sufrir todos los dolores, hasta la pena del abandono de aquellos que le eran
más queridos; y ¡cuán amargo fué este dolor a su corazón! En aquella hora Jesús
aceptó este padecimiento; en cierto modo lo quiso; pero ahora no lo quiere así.
Por el contrario, ansia que sus redimidos, en torno, velen como Él veló y
mediten su Pasión. Pero, ¡ay!, en vez de hacerlo, la mayor parte duermen el
sueño de la ingratitud, dejando en el olvido a aquél que les ama y colma de
beneficios. ¡Oh, exceso dé ingratitud y dureza! Buen Jesús, no sois conocido;
si os conociésemos, pensaríamos siempre en Vos, y nuestros corazones no
palpitarían sino por Vos.
Mientras el Redentor gime agonizando
postrado en tierra, he aquí que un ángel viene del cielo a confortarle. Con
humildad de hijo obediente, Jesús acoge al mensajero de su Padre celestial,
dispuesto a someterse a sus divinos mandatos. El ángel ha sido enviado para
confortar a Jesús, no para consolarle ni aligerar sus penas o alejar de É1
aquel amarguísimo cáliz de la Pasión. El ángel anima a Jesús a sostener la
descomunal batalla pronta a desencadenarse, y a recibir con fortaleza todos los
golpes que el cielo, el mundo y el infierno descargarán sobre su adorable
persona. El cielo, porque la eterna justicia del Padre castigará en Él todas
las iniquidades de la humanidad; el mundo, porque no pudiendo sufrir la
santidad del Hijo de Dios, le prepara el patíbulo; el infierno, porque,
aborreciendo al Santo de los santos, excita la crueldad de los enemigos de
Jesús, para que más y más despiadadamente le torturen. En fin, el ángel le
exhorta a beber basta la última gota del cáliz abominable de las iniquidades
humanas, a hacerse por nosotros objeto de maldición y a sobrellevar todo el
peso de la divina venganza...
Entretanto, la Justicia y la Misericordia,
aguardan el fiat de Jesús, con el cual se reconciliarán para siempre. Lo
aguarda el cielo, para poblarse de santos; le aguarda la tierra, para
contemplar borrada por la sangre del divino Redentor la sentencia de maldición
merecida por el primer pecado; la aguardan los justos, prisioneros en el seno
de Abraham para volar al eterno abrazo con su Criador; lo aguardan los míseros
mortales, para volver a ser llamados hijos de Dios, y contemplar abiertas las
puertas del cielo. Pero, ¡ay!, qué terrible esfuerzo cuesta este fiat a Jesús.
El inocentísimo, el santo, el inmaculado, tiene que tomar la figura de pecador,
hacerse reo y cargar con nuestras iniquidades. Esto aflige sobremanera a su
corazón obligándole a repetir: Padre mío, si es posible, ahórrame de beber este
cáliz.
Pero al mismo tiempo ve que nuestras almas
serán eternamente condenadas si él no consiente en hacerse reo de nuestros
pecados, en recibir sobre si los azotes de la divina justicia y en lavar con su
sangre todas nuestras maldades. Entonces, con un potentísimo esfuerzo de su
heroico amor, pronuncia Jesús el gran FIAT, hágase, consintiendo en cargar
sobre sí nuestros delitos, y cual si fuera verdadero culpable, acepta por ellos
los más terribles castigos. Por eso dice hágase: a las espinas, para expiar
nuestros malos pensamientos; a los azotes, para castigar en su inocente carne
nuestros pecados de sensualidad; a los insultos, a las salivas, a las
bofetadas, para expiar nuestro orgullo; a la hiel y vinagre, para satisfacer
por nuestros innumerables pecados de palabra y gula; a la cruz y a los clavos,
para reparar nuestra desobediencia; a aquellas tres horas de horribles
tormentos sobre la cruz, para sanar todas nuestras llagas, remediar todos
nuestros males; a la muerte, en fin para darnos la eterna vida. ¡Oh precioso
“hágase”, que regocija a los cielos, salva a la tierra y abate al infierno!
Hágase que rompo tantas cadenas y enjuga tantas lágrimas. Gracias, ¡oh buen
Jesús!, por este hágase tan generoso. Por él os bendigo y os doy gracias en
nombre de todas las criaturas. (Pausa.)
AFECTOS
Padre Santo, en reparación de nuestra
rebeldía y desobediencias, quisisteis ser honrado con aquel generoso hágase de
Jesús en Getsemaní: yo os ofrezco aquel hágase en expiación de todas las
ofensas que ha recibido vuestra adorable Majestad por mi obstinación y dureza
de voluntad, suplicándoos me concedáis, por los méritos de aquel mismo hágase,
perfecta docilidad y obediencia.
Padrenuestro.
Avemaría y Gloria.
Padre Santo, por aquella gloria que os
procuró el generoso hágase de Jesús en Getsemaní, os suplico me perdonéis todas
mis rebeldías y desobediencias, concediéndome la gracia de vivir siempre
sometido a vuestra voluntad y de mis superiores por amor vuestro.
Padrenuestro,
Aventaría y Gloria.
Padre Santo, por aquel generoso esfuerzo y
por la amargura que costó a Jesús el hágase de Getsemaní, os suplico nos
concedáis a mí, a todas las almas consagradas a Vos y a todos los cristianos,
el espíritu de santa fortaleza y constancia, unido a aquella generosidad que
afronta con alegría todos los sacrificios por vuestra gloria.
Padrenuestro, Averiaría y Gloría.
Pronuncia
el labio divino
el
fiat de vida y luz;
pero,
¡ay!, qué caro le cuesta
al
amoroso Jesús.
Le
cuesta todo un diluvio
de
injurias del mundo cruel:
consumir
hasta las heces
el
cáliz de amarga hiel.
Le
cuesta sangre copiosa
de
todas sus venas dar,
hasta
morir por nosotros
de
su dolor en el mar.
ÚLTIMO
CUARTO DE HORA
LÁGRIMAS
DE JESÚS Y SUS FRUTOS
Mi Jesús ha pronunciado ya el gran fiat
hágase; pero el inmenso esfuerzo de este hágase le hace caer de nuevo en
tierra, agonizante bajo el enorme peso que ha tomado sobre sí. Por una parte,
le urge la Justicia divina, que le mira como víctima universal en la cual se
aúnan todas las culpas y todas las penas; por otra, el infinito deseo que tiene
de cumplir la gran misión de Redentor del mundo, y que le anticipa aquel
doloroso bautismo de sangre tan ardientemente deseado.
¡Ah!, el buen Jesús puede ya considerarse
como el trigo escogido triturado en el molino, o como el racimo de uva
exprimido en el lagar. En efecto: a causa del inmenso dolor que le oprime el
corazón, comienza a brotar sangre de todos sus miembros, y se derrama en tal
abundancia, que corre hasta la tierra. ¡Oh, cuanto ha costado a Jesús aquel
grande hágase! ¡Cuánto ha sufrido a consecuencia de haber salido fiador por
nuestras deudas! ¡Qué vergüenza para mí que rehusó el más ligero sacrificio,
aun viendo a mi Dios que espontáneamente se constituyó víctima por mi amor! Fué
ofrecido en sacrificio porque El mismo lo quiso. ¿Y por qué, ¡oh dulcísimo
Jesús!, porqué consumiros así entre indecibles dolores, Vos que con una sola
plegaria, con un suspiro, con un latido de vuestro corazón podíais haber
salvado el mundo? Un profeta había dicho que la redención de Jesús seria
copiosa, y verdaderamente lo es, pues no sólo nos libra de la muerte eterna,
sino que, borrando nuestra ignominia, nos devuelve el honor de inocentes,
justos y santos. ¡Sólo un Dios podía ejecutar obra tan grandiosa!
Pero Jesús aún no está, satisfecho: su
incomparable amor desea por medio de sus dolores poner en nuestras manos, como
cosa absolutamente nuestra, el tesoro de sus méritos, con el cual podamos
obtener del Altísimo todos los bienes.
¿Qué más podíamos desear? Hay, sin embargo,
otros bienes tan grandes, que jamás los habríamos osado pedir, ni aun imaginado
que, atendida nuestra bajeza, nos fuera dado poseer. Pero la infinita caridad
de nuestro dulce Redentor, con la voz de su sangre y con los gemidos de su
corazón agonizante, impetra del Padre la suprema gracia de que el hombre sea
elevado hasta la unión con la Divinidad por medio de la sagrada Eucaristía,
instituida por él esta misma noche. Y como si ni aun eso bastase a su caridad
inagotable, desea que su Espíritu, el Paráclito divino, sea infundido y more
para siempre en nuestras almas. Yo rogaré al Padre había dicho aquella misma
noche a sus discípulos— y Él os dará el Consolador. Pues, bien: aquí en
Getsemaní, agonizando y sudando sangre, cumple esta promesa, mereciéndonos la
infusión del Paráclito divino, y encumbrando así al hombre al supremo grado de
la felicidad, de la gracia y de la gloria. Ya Jesús lo ha consumado todo; ya no
le queda más que hacer por nosotros; poro tiene todavía un deseo. Recuerda la
promesa de su Padre: Pídeme, y te daré en herencia todas las naciones. Alzando
al cielo la frente empapada de sudor, pide al Padre que, de en medio de las
naciones, que le han sido prometidas en herencia, le sea dado reunir un grupo
de almas elegidas que sean las predilectas de su corazón, los discípulos fieles
que copiarán sus divinos ejemplos, y en las cuales derramará la abundancia de
sus gracias, merecidas con tantas penas. Dadme almas, y reservaos todo lo
demás.
¡Oh Padre mío!, dadme almas, y tomad todo lo
demás; hasta mi propia vida, que será sacrificada en el patíbulo de la cruz por
ellas. Dadme almas. y entro tantas almas Jesús elige ahora la tuya, la desea,
la pide con ardientes gemidos a su Padre celestial, y por ella en particular
ofrece el entero sacrificio de sí mismo y el exceso de sus dolores. ¡Oh, alma
mía, cuan tiernamente amada eres de aquel Dios que sudando sangre te elige, te
desea y te abraza coma u su queridísima esposa!
Así como dentro de poco dirá Jesús desde lo
alto de la cruz a su Madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo, y le encomendará en la
persona de San Juan a todos los redimidos, así también en Getsemaní se vuelve
al Padre, y exclama: He aquí a vuestros hijos. Yo vuestro Hijo por naturaleza,
he descendido hasta la bajeza del pecador, fin de que este sea elevado hasta la
altísima dignidad de hijo vuestro por la gracia. Para mí, ¡oh Padre!, las
penas: para el pecador, el perdón y la paz; para mí, la muerte; para él, la
vida; para mí, el abandono; para él, la perfecta, la bienaventurada, la eterna
unión con Vos... He aquí a vuestros hijos..., abrazadlos; mi sangre los ha
embellecido, purificado y hechos dignos de Vos. Padre, yo deseo (Jesús nunca había
dicho deseo, pero ahora lo dice), yo deseo que las almas que me habéis dado sea
una misma cosa con nosotros, como yo soy uno con Vos. Acordaos, ¡oh Padre mío!,
que he descendido hasta hacerme hombre, a fin de que el hombre, encumbrado
hasta Dios, reine en vuestra gloria por toda la eternidad. Tales son los
incomprensibles misterios de amor que se operan en el corazón de un Dios que
suda sangre por el hombre. Tales los incomparables frutos de la sangre de
Jesús... El silencio, la admiración, el amor generoso son, ¡oh alma redimida,
esposa, querida de un Dios humanado!, el único retorno que puedes ofrecer a
aquel amor grande, santo e infinito, que se inmola por ti sin reservas. (Pausa.)
AFECTOS
Padre Santo, con el corazón penetrado del más
vivo reconocimiento, os doy gracias, en nombre de todos los hombres, por
habernos dado un Redentor tan bueno y generoso, en quien con infinitas ventajas
hemos reconquistado los bienes perdidos por la culpa original. Os ofrezco por
todos los redimidos la sangre que él tan generosamente ha derramado, y os ruego
hagáis que los frutos de la Redención sean tan copiosos como la misma
Redención, y que por toda la eternidad sea el buen Jesús alabado, bendecido y
amado por todos los hijos de Adán.
Padrenuestro,
Aventarla y Gloria.
Padre Santo, os ofrezco la preciosa sangre de
Jesús para impetrar de vuestra misericordia la exaltación y el incremento de la
santa Iglesia católica, la conversión de los infieles, herejes y pecadores; la
perseverancia de los justos y la libertad de las almas del Purgatorio. Os la
ofrezco por mis superiores y por todos aquellos que me son queridos.
Finalmente, os la ofrezco por la santificación de mi alma y para obtener la
gracia de (exprésese la gracia particular que se desea alcanzar).
Padrenuestro,
Aventaría y Gloria.
Padre Santo, qué habéis amado al mundo hasta
darle vuestro unigénito Hijo para que fuese sacrificado entre indecibles
dolores haced que el mundo ame también a Jesús, le sea reconocido, le bendiga y
ensalce; haced que las almas le estén unidas y le sean perfecta y
constantemente fieles. Esta gracia la pido igualmente por mi pobre alma. Padre
Santo., os ofrezco los gemidos, las plegarias, la agonía y sudor de sangre de
Jesús en Getsemaní, a fin de que os dignéis conservar vivísima en el corazón de
todos los cristianos la devoción a los sacrosantos misterios de la Redención, y
aquel sincero y generoso espíritu de sacrificio que hace a las almas semejantes
a Jesucristo.
Padre
nuestro, Avemaría y Gloria.
Sangre
preciosa que vierte
de
su puro corazón,
para
borrar nuestras culpas
quien
nos da la salvación.
Yo
te amo y le adoro; tú eres
del
alma el único bien;
la
esperanza que me alienta
para
alcanzar el edén.
Tú
la sentencia de muerte
borras
de la humanidad;
tú
eres cifra verdadera
de
toda felicidad.
El
cielo por ti de nuevo
abre
sus puertas de luz,
¡oh
sangre, sangre preciosa,
del
dulce, amante Jesús!
CONCLUSIÓN
Dirige una última mirada a tu Jesús, ¡oh alma,
hija de su amor y de sus dolores! Las prolongadas horas do agonía en Getsemaní
han transcurrido ya para seguir en ellas la serie interminable de tormentos que
habrán de culminar en las tres horas do agonía sobre el patíbulo de la cruz. He
aquí a Judas que viene a entregar a su Maestro..., ¡y Jesús, le sale al
encuentro como manso cordero! ¡Oh Jesús mío!, ¿y habré de veros entre los
brazos de ese traidor? ¡Ah no! Venid a los míos; reposad sobre mi corazón, buen
Jesús que ya no quiero ofenderos más, sino amaros para siempre. Amén.
(Hágase aquí la comunión espiritual.)
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