miércoles, 20 de enero de 2021

HORA SANTA DE SANTA GEMA GALGANI


LA HORA SANTA DE SANTA GEMA GALGANI

 

Con Aprobación Eclesiástica

Santander. 1940

 

 

ORIGEN

   Los fundamentos históricos de la Hora Santa podemos encontrarlos en estas palabras de Jesucristo a sus discípulos predilectos Santiago y Juan: Aguardad aquí y velad conmigo en oración… ¿Es posible que no hayáis podido velar una hora en mi compañía? “Velad y orad para no caer en la tentación, pues si bien el espíritu esta pronto, la carne es flaca”.  Desea Jesús le acompañen en la oración del Huerto sus discípulos, y siempre se han esforzado por hacerlo los fervorosos.

 

   En estos últimos siglos ha pedido el Corazón de Jesús el obsequio de esta compañía a su fidelísima confidente Santa Margarita de Alacoque. Hija mía—le dijo en cierta ocasión—, quiero que veléis durante una hora, todas las noches del jueves al viernes, y postradas en devota oración, me acompañéis en la agonía de Getsemaní, compadecerme en la amargura que experimenté por el abandono de los apóstoles —representan éstos a los cristianos— y para implorar misericordia por los pecadores.

 

 Santa Margarita de Alacoque se desveló lo indecible por atender la tierna súplica de Jesucristo, obteniendo muy pronto la acompañasen en esa Hora Santa las religiosas de su monasterio. Posteriormente se ha extendido tan saludable práctica por lodos los países y entre toda suerte de personas piadosas, constituyendo en nuestros días uno de los ejercidos en honor de la Pasión muy difundidos y estimados. Puede hacerse la hora Santa en público o en privado, de las once a las doce de la noche. o a otra hora más oportuna de la tarde del jueves, meditando cualquier misterio de la Pasión, preferentemente la oración y agonía del Huerto de los Olivos.

 

   Son numerosas las aprobaciones y recomendaciones de tan santo ejercicio hechas por la Santa Sede, teniendo concedida una indulgencia plenaria si a la Hora Santa se añade la confesión, comunión y cualquiera otra oración por las intenciones del Papa, y aun faltando dichas condiciones, diez años de indulgencia, haciéndola con el corazón contrito en público o en privado (21 de marzo de 1938).  En la Vida de Santa Gema se nos habla extensamente del singular aprecio en que tenía la virgen la Hora Santa, de la puntualidad y fervor con que la practicó hasta la última semana de su vida y de los singulares favores, en particular la participación de las llagas de la crucifixión, que le concedía el Señor desde el punto que la comenzaba.

 

   Se guiaba la Santa en este ejercicio por el opúsculo que ofrecemos a continuación, y que formaba parte del Manual de ejercicios y oración usado en el Instituto de Santa Zita, donde Gema se educara, y compuesto por la venerable fundadora de dicho Instituto, Sor Elena Guerra. Por tratarse de un texto muy sólido, tierno y sencillo, y por haberlo tenido en muy alto aprecio alma tan dirigida por el Espíritu Santo como Santa Gema, ha logrado esta Hora Santa enorme difusión en todo el orbe católico.

 

 Ofrecemos con todo afecto esta nueva edición a los devotos de la Pasión, exhortándoles a practicar este ejercicio con la puntualidad y fervor con que lo hacía Santa Gema, para cosechar en él parecidos frutos de virtudes cristianas.

 

 

 

 

INTRODUCCIÓN

 Colócate, alma piadosa, en la presencia de tu amantísimo Salvador, y considéralo en aquella noche en la cual, después de instituida la sagrada Eucaristía para hacerse tu alimento, sale con sus apóstoles del Cenáculo para dirigirse al Huerto de los Olivos y comenzar aquella dolorosísima Pasión, con la cual debía salvar al mundo. Mortal tristeza nubla la frente del afligido Jesús, y se trasluce en cada una de sus palabras. Palidez de muerte obscurece aquel rostro sobre el cual resplandecía la gracia del Edén. Entretanto, el atribulado Salvador fija sobre ti sus miradas, como si quisiera decirte: “Alma querida, que me costaste tantos sudores, detente conmigo, al menos durante una hora, y considera si hay dolor semejante a mi dolor... Y considera también que en la noche de mi agonía busqué, en vano, quien me consolase”. Adorable Jesús, ¿podrá jamás existir criatura tan ingrata y dura de corazón que rehúse pasar una hora en vuestra compañía, recordando aquellos misterios de sumo dolor y amor que se consumaron en la obscuridad de la noche de vuestra Pasión, en el sagrado Huerto de Getsemaní?... Buen Jesús, heme aquí cerca de Vos: dignaos darme a conocer la atrocidad de vuestros tormentos y el exceso de amor que os llevó a ofreceros por víctima de mis pecados y de los de todos los hombres.

 

   (Si la llora Santa se hace entro varias personas, se puede alternar en cada cuarto de hora un cántico piadoso, por ejemplo, la siguiente estrofa, que aparece en el original italiano o cualquiera de nuestros cantos populares):

 

¡Oh, redimidos al precio

de una víctima sin par,

al Huerto de los Olivos

venid a sentir y amar!

 

Aquí, donde por salvarnos,

lleno de angustia y dolor,

a ríos su sangre vierte

el divino Redentor.

 

Con El siquiera un momento

estemos en oración,

suplicando, dando gracias,

compartiendo su aflicción.

 

 

 

PRIMER CUARTO DE HORA

 

LA TRISTEZA DE JESÚS

   Mi alma siente angustias mortales. —No hay dolor como aquel que con verdad puede compararse al dolor de la muerte. Pues bien: nuestro Salvador, que es Verdad infalible, para darnos a conocer lo excesivo del dolor que comenzó a oprimirle desde su llegada al Huerto de Getsemaní, nos dice que su alma es presa de tristeza mortal, esto es, que el dolor Que sufre es tan intenso, que podría causarle la muerte. Dicho esto, penetra en el Huerto de los Olivo hasta el lugar donde solía pernoctar en oración y exhorta a sus fieles discípulos, que había conducido hasta allí para que fuesen testigos de sus penas, a velar y orar con él. Después, alejándose de ellos como un tiro de piedra, se arrodilla delante de la majestad del Padre, para dar principio a la oración más dolorosa y generosa que jamás se haya hecho sobre la tierra.

 

   El primer motivo de la tristeza de Jesús en Getsemaní fué el horrendo cúmulo de ultrajes y oprobios que muy pronto caerían sobre él cual tempestuosas olas de un mar agitado por la tormenta. En efecto: apenas se hubo separado de sus amados discípulos, se presentaron a su mente todas las terribles escenas de dolor y de sangre que debían realizarse en su Pasión. Traiciones, deshoras, burlas, calumnias..., y después aquella horrible flagelación que hará saltar en pedazos su carne lacerada y dejará sus huesos al descubierto.

 

 Pero esto no hasta. ¡Su sagrada cabeza será traspasada de multitud de lacerantes espinas, que no le dejarán descanso hasta la muerte. Será abofeteado, escupido y burlado... Ni aun esto basta. Deberá sufrir la infamia de una sentencia injusta y verse aborrecido de los príncipes de su nación y del populacho.

 

   Moribundo, a consecuencia de los tormentos sufridos, ha de subir la montaña del sacrificio con la cruz sobre sus hombros lacerados, y caer muchas veces, casi sin vida, bajo su enorme peso. Beberá la amarguísima hiel..., será desnudado a vista de una multitud insolente..., será clavado de pies y manos..., permanecerá tres horas pendientes de tres clavos, suspendidos entre el cielo y la tierra, para expiar, en un abismo de penas, las iniquidades del género humano. Tampoco esto basta. A tan atroces padecimientos deberá agregarse la amargura de los escarnios y burlas más hirientes...; después la ardentísima sed, avivada por el amargo brebaje..., el abandono del Padre..., el inmenso dolor de su afligidísima Madre..., la muerte horrible y desolada...

 

   Alma redimida con la sangre de Jesús, contempla a tu Salvador sumergido en un mar de dolores..., y todo esto por su amor a ti, para salvarte, para merecerte el cielo... Oprimido de tanta angustia, Jesús se acerca a los discípulos, a quienes había aconsejado velar y orar con Él, ¡pero los encuentra dormidos!...

 

   ¡Para el corazón de Jesús no hay una palabra de consuelo ni un sentimiento de compasión!...

 

   En su penosísimo abandono, Jesús vuelve hacia ti, alma piadosa, su mirada moribunda, buscando en tu corazón algún afecto alguna compasión o gratitud. ¿Y no tendrás una palabra para consolarle? ¿Qué no hubieras hecho si realmente te hallaras a su lado en la triste noche de su penosísima agonía? ¡Ay! Abro tu alma, y haz ahora lo que hubieras hecho entonces, que igualmente será grato a su corazón, pues que Jesús acepta siempre reconocido las expresiones de afecto que brotan del pecho de sus amantes hijos. (Pausa.)

 

AFECTOS

 Padre Santo, que habéis amado al mundo hasta el exceso de sacrificar a vuestro Hijo amado, en nombre de todos los redimidos os doy gracias por vuestra infinita caridad, y os ofrezco la suma santidad y todos los méritos de vuestro Hijo unigénito.

  Padrenuestro, Armaría y Gloria.

 

 Padre Santo, que para librarnos de la eterna perdición habéis acumulado sobre la adorable persona de vuestro unigénito Hijo la carga execrable de nuestras maldades: yo os ofrezco la agonía de Jesús en Getsemaní, suplicándoos me concedáis gozar eternamente los frutos de su Pasión.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

 

 Padre Santo, que para reconciliar con vuestra Majestad ofendida a la humanidad culpable habéis sometido a los rigores de vuestra inexorable justicia al Hijo inocente, que tomó sobro sí la pena merecida por nuestras culpas: yo os ofrezco la amorosa sumisión de Jesús en Getsemaní, suplicándoos concedáis la conversión y la salvación a todos los pecadores.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

 

 

¡Cuál se nubla el sol divino!

¡Cuál se entristece Jesús!

¡Cómo por mí llora, oh cielos,

el Padre de toda luz!

 

Ve que su pena y congoja

inútiles han de ser

para los que van mal buscando,

ciegos, querrán perecer.

 

Esta vista horrenda y triste,

que le aflige sin cesar,

el corazón le traspasa

y sangre le hace llorar.

 

 

 

 

 

SEGUNDO CUARTO DE HORA

 

JESÚS GIME BAJO LAS INIQUIDADES HUMANAS

   Una larga hora de padecimientos ha transcurrido ya para Jesús entre las tinieblas de aquella noche y el abandono de todos aquellos a quienes tanto amó. La vivísima aprehensión de los atroces tormentos que le esperan, ha infundido terror y tristeza en su bendita alma. Siente ahora más vivamente que nunca el enorme peso que lleva consigo la misión de Salvador del mundo... Ya ve llegar el tiempo de su inmolación...; cielo, tierra e infierno están armados contra él... ¡Ahora debe sostener una gran batalla, cuyos terribles golpes tendrán por blanco a su adorable persona!... Y Jesús, ¿qué hace? Pálido, tembloroso, se vuelve al Padre celestial, y exclama humildemente: Padre mío si es posible, no me hagas beber este cáliz. ¿Qué respuesta recibe la humilde plegarla del Hijo de Dios?

 

   El cielo está cerrado: ¡para Jesús no hay respuesta! Él quiso sufrir esta pena para obtenernos la perseverancia y constante paciencia en la oración, aun cuando el cielo parezca cerrado y sordo a nuestras súplicas. ¡Ah!, mi buen Jesús, no hay una sola pena que Vos no hayáis sufrido para nuestro ejemplo y consuelo. Sigue, pues, alma piadosa, a tu Jesús, que, movido de su inefable amor, se interna aún más en el camino del dolor. La multitud horrenda de todos los delitos de los hijos de Adán se presenta a la mente del Salvador y le traspasa el corazón. Él sabe que debe tomar sobre sí aquel fardo abominable y comparecer ante los purísimos ojos del Padre cubierto del lodo del pecado... ¡Es imposible que la mente humana pueda comprender ni aun imaginar qué horrible tortura fué ésta para el alma inocentísima de Jesús! Ya por boca de un profeta se había quejado tristemente diciendo: Sobre mis espaldas descargaron rudos golpes los pecadores. (Salmo CXXVIII, 3).

 

   ¡Oh, y cómo queda oprimido el amante Salvador bajo el peso de tantas culpas! Pero el divino Cordero, que va a inmolarse a la divina Justicia ofendida por los hombres, después de haber pagado la deuda de las iniquidades humanas Sacrificando su preciosa vida en el patíbulo de la cruz, ¿podrá, al menos, esperar que sus redimidos, agradecidos a tantos beneficios, den un adiós eterno al pecado, y sean siempre fíeles a Aquél que con tantos tormentos los salvó de la muerte eterna? ¡Ah, dulce Jesús mío, ojalá correspondiesen con tal fidelidad!...

 

   Mas, ¡ah!, un cuadro, aún más horrible que el precedente, se le presenta delante. Él ve que después de haber redimido con tantos dolores al humano linaje, y haber lavado la tierra con su preciosa sangre; después de haber infundido en sus fieles el divino Espíritu y haber hecho de la tierra un paraíso con la posesión de la adorable Eucaristía..., después de tantos excesos de caridad, ¡reinará todavía el pecado en el mundo!

 

   Ve su ley santa pisoteada, su Iglesia y sus ministros perseguidos, sus gracias despreciadas, su divino amor escarnecido... ¡Ay!, Jesús llora, diciendo con el salmista: ¿Qué utilidad acarreará mi muerte? ¿Para qué derramar toda mi sangre? ¿Para qué morir entre las ignominias del patíbulo, si el hombre, ingrato a tantos beneficios, se entrega voluntariamente en brazos del demonio a la eterna condenación? ¿Cuándo acabará el reinado del pecado en el mundo?... El buen Jesús contempla todos los siglos venideros, y en todos los siglos y en todos los años ve la sombra funesta del pecado: pecados cada día, pecados cada momento... Y el peso de todos estos pecados le oprime más y más, y le hace repetir: Sobre mis espaldas descargaron rudos golpes los pecadores; por largo tiempo me hicieron sentir su injusticia y tiranía. Alma mía, ¿querrás tú ser del número de aquellos que, prolongando la cadena de sus maldades y dilatando de día en día su conversión, arrancan del corazón agonizante de Jesús aquel lamento tan lleno de justo dolor? ¡Oh! ¡Cuán horrendo es el pecado después que un Dios ha derramado toda su sangre para borrarlo y destruirlo! ¡Oh, cuán execrable es el pecado en las almas ya purificados con la sangre divina, en las almas que se han unido por medio de la comunión al corazón amante de Jesús! ¡Oh, Afligidísimo Salvador, con cuánta razón os quejáis y lloráis!

 

   Pero si Jesús con tanta razón se lamenta de los pecados de sus redimidos en general, ¿qué no sufrirá al prever las culpas de sus amigos queridos, es decir, de las almas piadosas, de las almas que le están consagradas? Alma querida, exclama Jesús, tú que has gozado de mi paz, de la íntima familiaridad de mi corazón, que has vivido en mi casa, que has comido mi pan y te has nutrido de mí mesa, ¿por qué me traspasas el alma con el pecado? Pueblo predilecto de mi corazón, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he contristado? Yo apagué tu sed con las celestiales aguas de mi gracia, ¡y tú me ofreces hiel y vinagre!... Yo te harté con el maná precioso de mi carne, ¡Y tú me has torturado con bofetadas y azotes!... Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he contristado? Yo te preparé un lugar en el cielo, ¡y tú me preparas el patíbulo de la cruz!... Alma querida, viña predilecta de mi corazón, ¿qué más podía hacer por ti que no lo hiciera? ¿Qué es lo que debía hacer y no haya, hecho por mi viña? Y por tanto amor, ¡tú sólo me ofreces torturas y espinas! (Pausa)

 

AFECTOS

¿Por qué no me es posible, ¡oh afligido Salvador! ofreceros con mi corazón los de todos los hombres, encendidos en llamas de perfectísima caridad, ¿para corresponder de algún modo a vuestro infinito amor? Arrepentido de mi frialdad y de la de todas las criaturas, os ofrezco, ¡oh buen Jesús!, aquellos santos ardores con que los antiguos patriarcas y profetas desearon vuestra venida, y aquel santo celo con que los apóstoles anunciaron vuestro santo nombre por toda la tierra.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

 

 Os ofrezco, ¡oh Afligidísimo Bien mío!, aquella perfecta y tierna compasión con que vuestra Inmaculada Madre, traspasada su alma por la espada de dolor, compartió vuestras amargas penas, y aquella perfectísima gratitud con que, en nombre de toda la humanidad, os dio las gracias, alabó y bendijo por el infinito beneficio de la Redención.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

 

   Agonizante Jesús mío, no pudiendo yo, miserable criatura, daros, como lo deseo, algún consuelo en vuestras penas, os ofrezco aquella alegría con que la adorable Trinidad, unida a todos los ángeles del cielo, aplaudió la grande obra de la Redención consumada por Vos con tanto dolor y amor, al mismo tiempo os suplico deis a conocer a todos los redimidos este misterio de infinita caridad.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

 

¡Mirad a tierra caído

nuestro amante Salvador,

al peso de nuestras culpas

y de su inmenso dolor!

 

Ángeles, dad un consuelo

al Justo que orando está,

que en el Huerto gime y llora

próximo a la muerte ya.

 

 

 

 

 

TERCER CUARTO DE HORA

 

EL GRAN “FIAT”

Contempla, alma redimida a tu divino Salvador que, traspasado el corazón por el dolor de las ingratitudes humanas, ha caído agonizante sobre la dura tierra del Getsemaní. Está solo, abandonado, sin una mano que le sostenga, Aquél que jamás rehusó tender su mano al débil y al atribulado; Aquél qué ofreció como lugar de reposo su mismo divino pecho al discípulo que, fatigado, reclinó su cabeza sobre el divino corazón... Alma fiel ha llegado el momento dé ofrecer al apenado Jesús una correspondencia al amor que te ha manifestado en el Huerto. ¿Qué hubieras hecho si en la noche de la Pasión te hubieras encontrado en Getsemaní al lado de Jesús agonizante?...

 

 Afligidísimo Redentor mío, yo deseo levantaros de la tierra donde estáis postrado..., ofreceros mi corazón para que sirva de sostén a vuestra cabeza que se inclina..., deciros una palabra de consuelo. ¡Dulcísimo Salvador mío! Os amo os amo, os amo. Quiero buscaros amor; quiero procuraros amor; quiero que todos os amen... Quiero sacrificar la misma vida, por haceros amar. Sí; para que seáis amado, amado siempre, amados de todos vuestros redimidos. Os he dicho, buen Jesús, que sacrificarla gustoso mi vida por haceros amar, que por Vos estaría dispuesto a los mayores sacrificios. Mas, ¡ay!, cuando sufro una leve contradicción, una ligera humillación, un rechazo, un reproche, una descortesía..., ¿la soporto? ¿Amo de veras el sacrificio? ¿Gozo en poder presentaros la ofrenda de una pasión mortificada?... ¡Dulce Jesús, me avergüenzo de responderos!... Pero aquí, junto a Vos, en la escuela del dolor y del amor, quiero aprender a mortificarme, a sacrificarme en todo por vuestro amor.

 

   Entretanto, corren lentamente para Jesús las horas de su mortal agonía... Él, Dios de cielos y tierra, desfallece tendido en el polvo, y no hay un corazón compasivo que se preocupe de Él. Pero, ¿y los discípulos, qué hacen? ¡Duermen! ¡Ah!, Jesús en la noche de su Pasión debía sufrir todos los dolores, hasta la pena del abandono de aquellos que le eran más queridos; y ¡cuán amargo fué este dolor a su corazón! En aquella hora Jesús aceptó este padecimiento; en cierto modo lo quiso; pero ahora no lo quiere así. Por el contrario, ansia que sus redimidos, en torno, velen como Él veló y mediten su Pasión. Pero, ¡ay!, en vez de hacerlo, la mayor parte duermen el sueño de la ingratitud, dejando en el olvido a aquél que les ama y colma de beneficios. ¡Oh, exceso dé ingratitud y dureza! Buen Jesús, no sois conocido; si os conociésemos, pensaríamos siempre en Vos, y nuestros corazones no palpitarían sino por Vos.

 

   Mientras el Redentor gime agonizando postrado en tierra, he aquí que un ángel viene del cielo a confortarle. Con humildad de hijo obediente, Jesús acoge al mensajero de su Padre celestial, dispuesto a someterse a sus divinos mandatos. El ángel ha sido enviado para confortar a Jesús, no para consolarle ni aligerar sus penas o alejar de É1 aquel amarguísimo cáliz de la Pasión. El ángel anima a Jesús a sostener la descomunal batalla pronta a desencadenarse, y a recibir con fortaleza todos los golpes que el cielo, el mundo y el infierno descargarán sobre su adorable persona. El cielo, porque la eterna justicia del Padre castigará en Él todas las iniquidades de la humanidad; el mundo, porque no pudiendo sufrir la santidad del Hijo de Dios, le prepara el patíbulo; el infierno, porque, aborreciendo al Santo de los santos, excita la crueldad de los enemigos de Jesús, para que más y más despiadadamente le torturen. En fin, el ángel le exhorta a beber basta la última gota del cáliz abominable de las iniquidades humanas, a hacerse por nosotros objeto de maldición y a sobrellevar todo el peso de la divina venganza...

 

   Entretanto, la Justicia y la Misericordia, aguardan el fiat de Jesús, con el cual se reconciliarán para siempre. Lo aguarda el cielo, para poblarse de santos; le aguarda la tierra, para contemplar borrada por la sangre del divino Redentor la sentencia de maldición merecida por el primer pecado; la aguardan los justos, prisioneros en el seno de Abraham para volar al eterno abrazo con su Criador; lo aguardan los míseros mortales, para volver a ser llamados hijos de Dios, y contemplar abiertas las puertas del cielo. Pero, ¡ay!, qué terrible esfuerzo cuesta este fiat a Jesús. El inocentísimo, el santo, el inmaculado, tiene que tomar la figura de pecador, hacerse reo y cargar con nuestras iniquidades. Esto aflige sobremanera a su corazón obligándole a repetir: Padre mío, si es posible, ahórrame de beber este cáliz.

 

   Pero al mismo tiempo ve que nuestras almas serán eternamente condenadas si él no consiente en hacerse reo de nuestros pecados, en recibir sobre si los azotes de la divina justicia y en lavar con su sangre todas nuestras maldades. Entonces, con un potentísimo esfuerzo de su heroico amor, pronuncia Jesús el gran FIAT, hágase, consintiendo en cargar sobre sí nuestros delitos, y cual si fuera verdadero culpable, acepta por ellos los más terribles castigos. Por eso dice hágase: a las espinas, para expiar nuestros malos pensamientos; a los azotes, para castigar en su inocente carne nuestros pecados de sensualidad; a los insultos, a las salivas, a las bofetadas, para expiar nuestro orgullo; a la hiel y vinagre, para satisfacer por nuestros innumerables pecados de palabra y gula; a la cruz y a los clavos, para reparar nuestra desobediencia; a aquellas tres horas de horribles tormentos sobre la cruz, para sanar todas nuestras llagas, remediar todos nuestros males; a la muerte, en fin para darnos la eterna vida. ¡Oh precioso “hágase”, que regocija a los cielos, salva a la tierra y abate al infierno! Hágase que rompo tantas cadenas y enjuga tantas lágrimas. Gracias, ¡oh buen Jesús!, por este hágase tan generoso. Por él os bendigo y os doy gracias en nombre de todas las criaturas. (Pausa.)

 

AFECTOS

   Padre Santo, en reparación de nuestra rebeldía y desobediencias, quisisteis ser honrado con aquel generoso hágase de Jesús en Getsemaní: yo os ofrezco aquel hágase en expiación de todas las ofensas que ha recibido vuestra adorable Majestad por mi obstinación y dureza de voluntad, suplicándoos me concedáis, por los méritos de aquel mismo hágase, perfecta docilidad y obediencia.

Padrenuestro. Avemaría y Gloria.

 

   Padre Santo, por aquella gloria que os procuró el generoso hágase de Jesús en Getsemaní, os suplico me perdonéis todas mis rebeldías y desobediencias, concediéndome la gracia de vivir siempre sometido a vuestra voluntad y de mis superiores por amor vuestro.

Padrenuestro, Aventaría y Gloria.

 

   Padre Santo, por aquel generoso esfuerzo y por la amargura que costó a Jesús el hágase de Getsemaní, os suplico nos concedáis a mí, a todas las almas consagradas a Vos y a todos los cristianos, el espíritu de santa fortaleza y constancia, unido a aquella generosidad que afronta con alegría todos los sacrificios por vuestra gloria.

 Padrenuestro, Averiaría y Gloría.

 

 

Pronuncia el labio divino

el fiat de vida y luz;

pero, ¡ay!, qué caro le cuesta

al amoroso Jesús.

 

Le cuesta todo un diluvio

de injurias del mundo cruel:

consumir hasta las heces

el cáliz de amarga hiel.

 

Le cuesta sangre copiosa

de todas sus venas dar,

hasta morir por nosotros

de su dolor en el mar.

 


 

 

 

 

ÚLTIMO CUARTO DE HORA

 

LÁGRIMAS DE JESÚS Y SUS FRUTOS

 Mi Jesús ha pronunciado ya el gran fiat hágase; pero el inmenso esfuerzo de este hágase le hace caer de nuevo en tierra, agonizante bajo el enorme peso que ha tomado sobre sí. Por una parte, le urge la Justicia divina, que le mira como víctima universal en la cual se aúnan todas las culpas y todas las penas; por otra, el infinito deseo que tiene de cumplir la gran misión de Redentor del mundo, y que le anticipa aquel doloroso bautismo de sangre tan ardientemente deseado.

 

   ¡Ah!, el buen Jesús puede ya considerarse como el trigo escogido triturado en el molino, o como el racimo de uva exprimido en el lagar. En efecto: a causa del inmenso dolor que le oprime el corazón, comienza a brotar sangre de todos sus miembros, y se derrama en tal abundancia, que corre hasta la tierra. ¡Oh, cuanto ha costado a Jesús aquel grande hágase! ¡Cuánto ha sufrido a consecuencia de haber salido fiador por nuestras deudas! ¡Qué vergüenza para mí que rehusó el más ligero sacrificio, aun viendo a mi Dios que espontáneamente se constituyó víctima por mi amor! Fué ofrecido en sacrificio porque El mismo lo quiso. ¿Y por qué, ¡oh dulcísimo Jesús!, porqué consumiros así entre indecibles dolores, Vos que con una sola plegaria, con un suspiro, con un latido de vuestro corazón podíais haber salvado el mundo? Un profeta había dicho que la redención de Jesús seria copiosa, y verdaderamente lo es, pues no sólo nos libra de la muerte eterna, sino que, borrando nuestra ignominia, nos devuelve el honor de inocentes, justos y santos. ¡Sólo un Dios podía ejecutar obra tan grandiosa!

 

   Pero Jesús aún no está, satisfecho: su incomparable amor desea por medio de sus dolores poner en nuestras manos, como cosa absolutamente nuestra, el tesoro de sus méritos, con el cual podamos obtener del Altísimo todos los bienes.

 

   ¿Qué más podíamos desear? Hay, sin embargo, otros bienes tan grandes, que jamás los habríamos osado pedir, ni aun imaginado que, atendida nuestra bajeza, nos fuera dado poseer. Pero la infinita caridad de nuestro dulce Redentor, con la voz de su sangre y con los gemidos de su corazón agonizante, impetra del Padre la suprema gracia de que el hombre sea elevado hasta la unión con la Divinidad por medio de la sagrada Eucaristía, instituida por él esta misma noche. Y como si ni aun eso bastase a su caridad inagotable, desea que su Espíritu, el Paráclito divino, sea infundido y more para siempre en nuestras almas. Yo rogaré al Padre había dicho aquella misma noche a sus discípulos— y Él os dará el Consolador. Pues, bien: aquí en Getsemaní, agonizando y sudando sangre, cumple esta promesa, mereciéndonos la infusión del Paráclito divino, y encumbrando así al hombre al supremo grado de la felicidad, de la gracia y de la gloria. Ya Jesús lo ha consumado todo; ya no le queda más que hacer por nosotros; poro tiene todavía un deseo. Recuerda la promesa de su Padre: Pídeme, y te daré en herencia todas las naciones. Alzando al cielo la frente empapada de sudor, pide al Padre que, de en medio de las naciones, que le han sido prometidas en herencia, le sea dado reunir un grupo de almas elegidas que sean las predilectas de su corazón, los discípulos fieles que copiarán sus divinos ejemplos, y en las cuales derramará la abundancia de sus gracias, merecidas con tantas penas. Dadme almas, y reservaos todo lo demás.

 

   ¡Oh Padre mío!, dadme almas, y tomad todo lo demás; hasta mi propia vida, que será sacrificada en el patíbulo de la cruz por ellas. Dadme almas. y entro tantas almas Jesús elige ahora la tuya, la desea, la pide con ardientes gemidos a su Padre celestial, y por ella en particular ofrece el entero sacrificio de sí mismo y el exceso de sus dolores. ¡Oh, alma mía, cuan tiernamente amada eres de aquel Dios que sudando sangre te elige, te desea y te abraza coma u su queridísima esposa!

 

   Así como dentro de poco dirá Jesús desde lo alto de la cruz a su Madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo, y le encomendará en la persona de San Juan a todos los redimidos, así también en Getsemaní se vuelve al Padre, y exclama: He aquí a vuestros hijos. Yo vuestro Hijo por naturaleza, he descendido hasta la bajeza del pecador, fin de que este sea elevado hasta la altísima dignidad de hijo vuestro por la gracia. Para mí, ¡oh Padre!, las penas: para el pecador, el perdón y la paz; para mí, la muerte; para él, la vida; para mí, el abandono; para él, la perfecta, la bienaventurada, la eterna unión con Vos... He aquí a vuestros hijos..., abrazadlos; mi sangre los ha embellecido, purificado y hechos dignos de Vos. Padre, yo deseo (Jesús nunca había dicho deseo, pero ahora lo dice), yo deseo que las almas que me habéis dado sea una misma cosa con nosotros, como yo soy uno con Vos. Acordaos, ¡oh Padre mío!, que he descendido hasta hacerme hombre, a fin de que el hombre, encumbrado hasta Dios, reine en vuestra gloria por toda la eternidad. Tales son los incomprensibles misterios de amor que se operan en el corazón de un Dios que suda sangre por el hombre. Tales los incomparables frutos de la sangre de Jesús... El silencio, la admiración, el amor generoso son, ¡oh alma redimida, esposa, querida de un Dios humanado!, el único retorno que puedes ofrecer a aquel amor grande, santo e infinito, que se inmola por ti sin reservas. (Pausa.)

 

AFECTOS

 Padre Santo, con el corazón penetrado del más vivo reconocimiento, os doy gracias, en nombre de todos los hombres, por habernos dado un Redentor tan bueno y generoso, en quien con infinitas ventajas hemos reconquistado los bienes perdidos por la culpa original. Os ofrezco por todos los redimidos la sangre que él tan generosamente ha derramado, y os ruego hagáis que los frutos de la Redención sean tan copiosos como la misma Redención, y que por toda la eternidad sea el buen Jesús alabado, bendecido y amado por todos los hijos de Adán.

Padrenuestro, Aventarla y Gloria.

 

 Padre Santo, os ofrezco la preciosa sangre de Jesús para impetrar de vuestra misericordia la exaltación y el incremento de la santa Iglesia católica, la conversión de los infieles, herejes y pecadores; la perseverancia de los justos y la libertad de las almas del Purgatorio. Os la ofrezco por mis superiores y por todos aquellos que me son queridos. Finalmente, os la ofrezco por la santificación de mi alma y para obtener la gracia de (exprésese la gracia particular que se desea alcanzar).

Padrenuestro, Aventaría y Gloria.

 

   Padre Santo, qué habéis amado al mundo hasta darle vuestro unigénito Hijo para que fuese sacrificado entre indecibles dolores haced que el mundo ame también a Jesús, le sea reconocido, le bendiga y ensalce; haced que las almas le estén unidas y le sean perfecta y constantemente fieles. Esta gracia la pido igualmente por mi pobre alma. Padre Santo., os ofrezco los gemidos, las plegarias, la agonía y sudor de sangre de Jesús en Getsemaní, a fin de que os dignéis conservar vivísima en el corazón de todos los cristianos la devoción a los sacrosantos misterios de la Redención, y aquel sincero y generoso espíritu de sacrificio que hace a las almas semejantes a Jesucristo.

Padre nuestro, Avemaría y Gloria.

 

 

Sangre preciosa que vierte

de su puro corazón,

para borrar nuestras culpas

quien nos da la salvación.

 

Yo te amo y le adoro; tú eres

del alma el único bien;

la esperanza que me alienta

para alcanzar el edén.

 

Tú la sentencia de muerte

borras de la humanidad;

tú eres cifra verdadera

de toda felicidad.

 

El cielo por ti de nuevo

abre sus puertas de luz,

¡oh sangre, sangre preciosa,

del dulce, amante Jesús!

 

 

CONCLUSIÓN

 Dirige una última mirada a tu Jesús, ¡oh alma, hija de su amor y de sus dolores! Las prolongadas horas do agonía en Getsemaní han transcurrido ya para seguir en ellas la serie interminable de tormentos que habrán de culminar en las tres horas do agonía sobre el patíbulo de la cruz. He aquí a Judas que viene a entregar a su Maestro..., ¡y Jesús, le sale al encuentro como manso cordero! ¡Oh Jesús mío!, ¿y habré de veros entre los brazos de ese traidor? ¡Ah no! Venid a los míos; reposad sobre mi corazón, buen Jesús que ya no quiero ofenderos más, sino amaros para siempre. Amén.

 

 

(Hágase aquí la comunión espiritual.)

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