31.
LA DEFINICIÓN
Dios,
al principio de los tiempos, disipadas las tinieblas de la nada con la creación
de la luz, dictadas al cielo y a la tierra leyes para lo futuro, adornado el
hombre de inmaculada belleza, en un venturoso presente que podía eternizarse en
un porvenir de bienaventuranza, bendijo el último de los días y le consagró a
la quietud y al descanso. Del mismo modo la mano del sucesor de Pedro,
verdadera imitadora de Aquel de quien es representante sobre la tierra, en
medio de los tiempos, desgarradas las tenebrosas nubes del pasado, y dictando al
presente y al porvenir, hizo brillar el cielo cristiano con una luz de
inmaculado candor, y presentó a nuestros ojos a la Virgen María,
como
salió de las manos de Dios, desde su primera Concepción, coronada con la
aureola de la inocencia. Y los pueblos, que no ansiaban otra cosa, sino que
desapareciese toda duda y toda misteriosa incertidumbre, pudieron con la luz de
la fe contemplar en todo su esplendor el hermoso misterio de María, desde los
más vecinos hasta los más remotos límites de la tierra: desde las regiones más populosas
y civilizadas a las más despobladas y salvajes, se unieron para saludar el día
de la sublime definición como el principio de la felicidad del universo. Le miraron
como un día más sagrado que aquel en que se concluyó el edificio del mundo, y
rebosando en júbilo y alegría, descansaron a la sombra de la Virgen inmaculada,
como debajo de un Iris de gracia y de gloria aparecida para formar el pacto de
la alianza, de la paz y del consuelo. El Señor, por las manos de Pío, completó
el último anillo del culto cristiano, ensalzó a María como convenia a la Madre
del Inmaculado de los siglos, y nos bendijo con los rayos sin mancha de una Virgen
purísima, que forma el gozo de nuestro corazón y las delicias del corazón de
Dios. Era una época de duelo y de desgracia; pero sobre las ruinas de los humanos
consuelos, la bendita entre las mujeres aparecía para enaltecer el templo de su
inmaculada belleza. Voló por donde quiera su luz, como un día el Espíritu del
Señor sobre las aguas del abismo, para iluminar con una esperanza celestial a
los pueblos que se hallaban sumidos en la tribulación y en lucha con ella. Así mientras
el dolor se paseaba por la faz de la tierra, sembrando por todas partes la
carestía, el humo y el estruendo de las batallas y los horrores de una
enfermedad epidémica y mortífera, María, como estrella de la mañana, envió su
celeste rayo, cándido de luz inmaculada, para consolar nuestras miserias, para
disipar las calamidades de la guerra, salvará las víctimas de la enfermedad, y
esparcir por todas partes su benéfico influjo, como si quisiese decirnos: Ahora
que falta todo consuelo terreno, me muestro a vosotros en todo mi esplendor
para llevaros los consuelos del cielo.
CANTICO
Os alabamos, María: os confesamos inmaculada. Vos sois
hija del Eterno Padre, del Eterno Hijo, esposa del Eterno Espíritu: os Saluda
la tierra.
A vos todos los ángeles y los cielos de los cielos,
con las voces de los querubines y serafines, proclaman:
Santa, Santa, Santa, Inmaculada Virgen y madre del
Dios de los ejércitos.
A vos ensalza el coro de los Apóstoles y de los
Profetas: á vos admira toda la Iglesia.
Hija de inmaculada belleza, esposa de purísimo
consorcio, madre de virginal candor.
Vos acogisteis en vuestro seno sin mancha
al amable Jesús, que vino a librarnos de la esclavitud
de la muerte.
Acordaos, pues, de vuestros hijos que fueron redimidos
con la preciosa sangre de vuestro Unigénito.
Abridnos las puertas eternales, para que entremos a
gozar la gloria de los santos.
Salvad, oh María la este vuestro pueblo, y bendecid
todas las generaciones de la tierra.
Celebraremos todos los días vuestra gloria, y alabaremos
vuestro nombre en los siglos de los siglos.
Cubriremos de luces los altares, os presentaremos los
afectos del corazón, y caerá sobre nosotros vuestra misericordia.
En vos hemos puesto nuestra confianza, oh Virgen
inmaculada: vos nos, defenderéis eternamente.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, que
preservó inmaculada a María, por los siglos de los siglos. Amén.
ORACION
He
considerado con gozo de mi alma la gloria de vuestra inmaculada hermosura, ¡oh Virgen
bendita! os he dirigido un cántico de re conocimiento y de amor; y aunque
débiles y enfermizos, os he presentado como mejor he
sabido
mis más sinceros afectos. Cuantas veces os he invocado en el curso de este mes venturoso,
otras tantas os apresurasteis a concederme benignamente los dones del cielo. Os
pedí con frecuencia un ánimo más dócil a vuestros deseos, y mi corazón se
ablandaba como cera ante las verdades eternas; os pedí compasión para llorar
mis pecados, y las lágrimas brotaban en abundancia de mis ojos para lavar mi
espíritu de las inmundicias de la culpa; os rogué me dieseis fuerza para huir del
vicio y amar la virtud, y el vicio me asustó más que el infierno, y la virtud
me pareció hermosa con incomparable belleza, con esa belleza inefable que
adorna vuestro semblante, ¡oh, inmaculada mía! ¡Ay! ¿de qué me sirven tanta gracia
y tantos dones, si después de un breve enternecimiento dejo endurecer otra vez
el corazón? ¿Si después de las lágrimas vuelvo a esa iniquidad que he
detestado? ¿Si después de haberme prendado un instante de los atractivos de la
virtud me dejo llevar de los engaños del vicio, que poco antes aborrecía? Por
piedad, concededme, oh María! que de aquí en adelante persevere en los santos
propósitos que vos misma me habéis inspirado; vos que no me negasteis gracia
alguna cuando la imploré con la sinceridad del corazón, otorgadme esta que formará
el complemento de todas las demás, y me hará alabar por toda la eternidad ese
inmaculado esplendor con que Dios os adornó desde vuestra Concepción, para
enamorarme en vos de las delicias del celestial paraíso. Amén.
Tres
Ave Marías.